“Estoy en esta carrera loca
hacia todas las cosas… pero
no estamos haciendo esto
para nosotros solos.”
Junco
Ante percepciones tan erróneas y delirios tan paranoicos era mejor olvidarse un poco de los estimulantes y tratar de alejarse por un tiempo de la city. Y fue Pipo el primero en tomar esa determinación. Un día que pasé por su casa me dijo:
- Me voy a Córdoba, allá está Junco con los chicos del río ¿venís?, ya sé, no tenés plata, no te preocupes yo tengo suficiente, ni vayas a buscar nada a tu casa, mirá tengo un montón de pantalones de corderoy, podés usar este marrón… Después escribís avisándoles a tus viejos, no perdamos tiempo, el tren sale en un par de horas, enfundá la viola.
Y ese mismo día salimos para Córdoba. Estábamos encantados de hacer juntos un largo viaje. Íbamos mirando un catálogo que llevaba Pipo sobre el grupo The Mamas and the Papas. Estaba en inglés y Pipo traducía mientras mirábamos las fotografías de los componentes del grupo que se paseaban a caballo por el campo vestidos con ropa country con la gorda y sonriente Mama Kats. Era uno de los grupos de la costa oeste que más nos gustaba. Verdaderos precursores, su música era sensacional. Por supuesto Pipo llevaba también un montón de discos long-play entre los que se encontraba mi preferido: Los Aviadores de Jefferson. Ignorábamos dónde los íbamos a escuchar pero ya encontraríamos un winco en algún lugar.
El tren iba repleto de estudiantes universitarios que hacían música de campamento con sus guitarras y alborotaban mirándonos con curiosidad por nuestra pinta los hippies.
En ciudad Córdoba el tren se vació de gente y al rato seguimos viaje hacia Capilla. En el horizonte empezaban a dibujarse las sierras y tendidos en nuestros asientos contemplábamos el cambiante paisaje por la ventanilla. Ese tramo final se hizo más largo que todo el viaje, no llegábamos nunca y el tren de trocha angosta bordeando los cerros iba parando en todos los pueblitos. Al fin llegamos y bajamos en la vieja estación en cuyos jardines se abrían miríadas de rosas amarillas. Caminamos el corto tramo de la calle principal, era un pueblo chico, siestero, somnoliento y tranquilo y en un bar preguntamos por Junco. Debía estar allá abajo nos dijeron, con los chicos en el río, así que seguimos hasta el final de la calle, pasamos la plaza y la iglesia y después un boliche y bajamos por un caminito que iba serpenteando una ladera hasta el río, atravesamos el balneario vacío cuando anochecía y remontamos el riacho corriente arriba. Pipo me decía que debía estar en el rancho, porque Junco había hecho un rancho con los chicos del río, realmente, ella y los chicos habían levantado las paredes de piedra y después lo habían techado con haces de paja.
Llegamos con las últimas luces del día justo para poder apreciar la maravilla arquitectónica del ranchito junto al río. Era enternecedor: una sola habitación de tres por tres, hecha con piedras redondas fijadas con barro y cubierto con un bonito techo de paja amarilla. Eso era todo ¿y para qué mas?, una puerta de madera de tablas y ninguna ventana. En el patio una roca inmensa lo protegía y hacía las veces de terraza, balcón y mirador. Un hilo de agua del río se acercaba al rancho murmurando su canción de siempre y ahí nomás la ladera del cerro y todo el cielo.
Pero en el rancho no había nadie y hasta el propio silencio se despertaba ante nuestra llegada. El interior era cálido ya que las piedras conservaban el calor del día y no había nada, ni muebles ni utensilios, nada más que una espesa capa de paja seca y olorosa cubriendo el piso. Estábamos fascinados, nos mirábamos en silencio y sonreíamos al constatar como todo el confort que siempre nos rodeaba de pronto se había hecho totalmente prescindible. Dejamos nuestros bolsos y Pipo se asomó al patio y llamó con poderosos gritos a Junco. Su voz rebotó en la ladera de los cerros devolviendo el nombre, pero después del silencio no hubo respuesta. Debía andar por ahí porque Junco era muy andariega y nunca paraba mucho tiempo en un lugar. Sin duda más tarde llegaría al rancho para dormir, así que encendimos una vela y Pipo se puso a tocar la viola y entonces si, enseguida llegaron los chicos del río. Eran una banda de seis mocosos que aparecieron en el patio del rancho asomándose por la puerta.
Todos morenos de renegridos pelos lacios y en edad de entre seis a doce años, auténticos cabecitas negras en el mejor sentido porque sus miradas vivaces y sus gestos nerviosos y cuchicheos los hacía semejantes a pájaros salvajes, a renegridos tordos en libertad. Semidesnudos con sus pieles curtidas por el sol sonreían mostrando sus blancas dentaduras perfectas. Los chicos del río… eran todos hermanos. Uno nos dijo que Junco hacía varios días que se había ido a un pueblito cercano a la casa de un amigo, mientras los más chiquitos ya se instalaban junto a nosotros entre risas contenidas curioseando la guitarra.
Domingo que era el mayor enseguida le dijo a uno de los más chicos:
- Andá hasta la casa, vos, y decile a la mamá que mande algo de comer para el Pipo y su amigo.
Pipo ya era un viejo amigo para ellos y su familia porque ya había estado unos días en el verano con Junco. Entonces el rancho todavía no estaba y Pipo había acampado en su carpita junto a la vertiente del río. Me contaba que fue entonces cuando se había vuelto loco, porque al principio había pasado con Junco unos días magníficos y plenos de amor, pero después ella se alejaba sin dar explicaciones como poniendo en claro su total libertad e independencia y Pipo pasaba días enteros en la carpa esperándola consumido por los celos. Se creía hechizado y pensaba que solo através de prácticas mágicas y brujeriles lograría atraerla hacia él otra vez. Se pintaba la cara de negro con un corcho quemado y batía como un tambor africano su cacerola de camping durante toda la noche cantando y gritando y ululando hasta el amanecer. Pero las invocaciones y conjuros no habían logrado cambiar el espíritu rebelde de Junco que aparecía a veces para hacer el amor y volver a volar.
Los chicos volvieron trayendo una fuente con papas y trozos de carne de un puchero que comimos con ganas ante sus miradas curiosas. Después hicimos música hasta que se oyeron desde la casa los gritos llamando a los chicos porque ya era tarde.
Cuando nos quedamos solos nos disponíamos a dormir y entonces la puerta se abrió y apareció Junco. Estaba hermosa, salvaje también como los chicos con la piel bronceada y los pelos quemados por el sol. Nos abrazamos alegremente y conversamos hasta muy tarde. Yo me fui envolviendo en mi poncho y me quedé dormido oyendo su conversación y desperté mas tarde cuando la luz de la vela ya se había apagado y ellos jadeaban apasionadamente haciendo el amor a mi lado en la oscuridad, cuchicheaban y se reían suavemente.
- Sh… -dijo Junco- que lo vamos a despertar.
- Está rendido. –susurró Pipo.
-Si, -dijo quedamente Junco- pero él también está haciendo el amor con nosotros.
Entonces sonreí junto a ellos en la oscuridad, me di vuelta y me volví a dormir.
Antes del amanecer hacía mucho frío y nos apretujábamos bajo las escasas mantas que habíamos conseguido, pero no bien salió el sol salté fuera de la casa, corrí hasta el arroyo, me lavé la cara con esa agua fría y límpida, tomé unos sorbos y me tendí en el patio envuelto en mi poncho mientras el sol subía devolviéndome el calor. A media mañana encendimos un fuego en los rescoldos de la noche anterior y desayunamos con mate y tortafritas.
No había vecinos cerca, solo algunos ranchos desparramados a dos o tres cuadras del nuestro y ni bien llegaron los chicos salimos a caminar por los alrededores y al final nos tendimos a tomar sol junto al río.
- Cómo se llama este río? –le pregunté a uno de los chicos.
- Calabalumba –dijo -la mayor parte del año está seco y va subterráneo, si vamos al balneario allí se puede nadar porque el río se ensancha y es profundo.
A la tarde nos fuimos a tomar algo al Kaylo que era el único bar elegante para turistas en el pueblo. Ocupamos una mesa que enseguida se llenó de libros y cuadernos y pasamos hora conversando, dibujando y escribiendo.
¡Junco estaba tan contenta de que estuviésemos allí! Caminábamos tomados de las manos y a veces nos abrazaba de alegría. Esa tarde mientras charlábamos en el bar escribió en mi cuaderno con su hermosa letra de imprenta y en fibra azul:
“Domingo 28 de abril del 68 – Y el polen de las flores de sol flotará
en el aire para meterse en las grietas que el día dejó en las piedras y correrán
hacia el sol para pintar un pedazo de tierra creciendo hacia el cielo donde
los pájaros buscan sus alas en el centro de las nubes.
Por todo lo que vive y lo que estamos creando en este tiempo maravilloso.
Y en las mañanas cuando se despierta todo lo que dormía tranquilamente,
el ala de algún pájaro será una semilla que olvidamos.”
Los chicos nunca venían con nosotros cuando íbamos al pueblo, pero en cambio andaban siempre alrededor nuestro cuando estábamos en el río o salíamos de excursión o nos quedábamos en el rancho. Tampoco nos acompañaban cuando a la noche solíamos ir al boliche.
El boliche era un típico bolichón de campo, con bar, restaurante, pensión, almacén y hasta un local adjunto que funcionaba como salón de baile. Por las noches mientras los parroquianos se reunían en el restaurante mirando el estridente aparato de televisión y alborotando jugadas de dados y truco, nosotros nos adueñábamos del salón de baile. Había largos bancos alrededor de las paredes, guirnaldas de papel y banderines colgando del techo y lamparitas de colores y… si, había un viejo tocadiscos que largaba un sonido metálico através de los altoparlantes y entonces Pipo llevaba sus discos y nos instalábamos en el salón de baile. Pedíamos unas ginebras y bailábamos sueltos como acróbatas y trapecistas en la gran sala vacía. Así pasaban y se repetían hasta el cansancio: Jefferson Airplaine, nuestros favoritos, Beach Boys, los mas grandes, Mamas and the Papas, los únicos, Rolling Stones, Beatles, Donovan, Dylan, Joan Baez…
A veces los parroquianos se asomaban para mirarnos como si fuéramos peces exóticos en una pecera colorida, y algunos hasta se animaban a hablarnos y pagarnos unas ginebras, pero no nos molestaban y preferían dejarnos solos. Otras veces íbamos con amigos de Junco de ahí del pueblo, pero nunca íbamos sábados y domingos porque entonces el boliche estaba tomado y un discjockey contratado ponía Palito Ortega, Leo Dan, Joli Land…
Volvíamos al rancho tarde por la noche, muy felices y bastante borrachos.
Una de las primeras noches mientras dormíamos se largó a llover y la guitarra que dormía a mi lado comenzó a sonar sola. Estábamos despiertos por la lluvia pero cuando oímos que la guitarra sonaba muy suavemente encendimos una vela y al rato de observar descubrimos qué era lo que pasaba: los granos de la paja del techo se desprendían por el golpetear insistente de la lluvia y caían sobre la guitarra haciendo sonar suavemente las cuerdas. Nos causó mucha gracia y Junco dijo que eso era pura magia y que eran los duendes que andaban haciendo travesuras.
A Junco le encantaba fantasear de magia y brujería. Decía saber de hechizos y curaciones y acostumbraba contar historias extraordinarias. Al atardecer mientras oscurecía nos sentábamos en el patio frente al rancho alrededor del fuego y ella iba haciendo tortafritas que acompañaba con mate y relatos fabulosos. Los chicos también nos decían que todo ese lugar era muy misterioso y Domingo contaba que en el cerro de enfrente, en la cima del Uritorco se veían, algunas noches, extrañas luces moviéndose allá arriba. Pero el Gallo creía como muchos que bien podía ser la fosforescencia de restos de animales muertos que relumbraban, aunque Gitano decía que debían ser otras cosas porque a veces las luces eran como fuegos artificiales y rayos de colores. Así que algo debía pasar en lo alto del cerro pero nadie sabía decir de qué se trataba. Varias veces habían llegado al pueblo grupos de extranjeros con cámaras fotográficas y equipos de filmación de japoneses, rusos o ingleses, pero no se sabía nada cierto. Algunos decían que había una ciudad subterránea en las entrañas del cerro y que esas luces eran naves espaciales que entraban a la ciudad. Según otros, entrando por unos túneles ocultos se llegaba al mundo de Erk donde vivía una antigua civilización, pero ninguna expedición había logrado adentrarse mucho por esos túneles y la gente del pueblo prefería ignorar el fenómeno y pensar que se trataba de meras supersticiones.
El caso es que además de nuestra afición por la magia teníamos el aspecto de verdaderos brujos. Yo andaba con un poncho y me había hecho unas ojotas peruanas con unos trozos de cuero, mis pelos lucían enmarañados sin peinar y me acompañaba siempre un largo bastón que me había hecho con una rama seca. Cuando después de varios días de estar allí me vi en el espejo del bar no me reconocí. Mis pelos parecían una planta creciendo en libertad, mi barba sin afeitar crecía abundante, era evidente, yo estaba creciendo. Y Pipo y Junco también estaban hermosísimos. Yo le había hecho a Pipo unas botas de gamuza verde, sin suela, para andar descalzo y sentir la tierra. Eran botas altas hasta la rodilla con varios agujeros que dejaban ver la pierna y el pié. La punta estaba abierta y se veían los dedos. Unas tiritas de cuero salían del empeine y pasaban entre los dedos y bajo el pié. Se ataban con mil tientos y nudos y una vez puestas no se sacaban más. Junco andaba sencillamente con unos jeans y una remera o una camisa aunque le gustaba adornarse con anillos y cadenas y medallones y enredarse en el pelo margaritas silvestres. La gente del pueblo la quería y la respetaba y algunos hasta la temían por la fama que ella misma se había creado de maga y hechicera. Era un torbellino incontrolable y a los pocos días de haber llegado Pipo ya se desaparecía días enteros sin que supiésemos por donde andaba. Entonces con Pipo y los chicos nos poníamos a arreglar el rancho y preparar la huerta donde sembramos lechuga y rabanitos.
De pronto por la tarde aparecía Junco, inquieta y exaltadas, tomábamos unos mates, hacían el amor con Pipo encerrados en el rancho y volvía a desaparecer. Pipo decía que ella tenía varios novios en el pueblo y los alrededores pero yo no lo creía, me parecía que los celos lo trastornaban.
Y ella siempre traía lo necesario, provisiones, abrigo, dinero y cosas para el rancho. Así que nunca nos faltaba nada, porque también los chicos traían siempre algo. Pero a veces Pipo sentía necesidad de una comida completa bien servida como en la casa de uno, entonces nos íbamos al pueblo, al restauran donde se comía bien y barato y pedíamos costeletas con papas fritas y huevos fritos, lo de siempre. Y después por varios días vivíamos a mate y tortafritas. A veces Junco llegaba y nos hacía una pizzetas sobre las piedras del fogón que eran su especialidad. Las hacía con la misma masa de las tortafritas pero arriba llevaban salsa de tomate y cebolla y queso fresco. Y tenía que hacer montones, porque si junco hacía pizzetas los chicos se anotaban y se quedaban a comer en el rancho desoyendo los gritos de la mamá que los llamaba desde la casa a la hora de cenar. Y era lindísimo ver a Junco haciendo las pizzetas y contando sus historias de magia donde los brujos de un pueblo guerreaban contra los brujos de otro pueblo y se mataban las gallinas a distancia por telepatía y se hechizaban las vacas o se hacía enloquecer a las cabras y eran historias de miedo y risa que encendían los ojos de los chicos alrededor del fuego mientras las pizzetas iban saliendo redondas y riquísimas, mientas Pipo tocaba sus temas en la viola aunque nunca estuviese bien afinada para su oído y los chicos acompañaban con sus voces y a veces yo cantaba mis cuentos fantásticos de coleópteros, tigres y espejos o Había una vez un Bru…
A los pocos días apareció Gato. La reconocí más que nada porque llevaba puesto un viejo chaleco mío color borravino, pero por lo demás su aspecto había cambiado mucho. Y yo también me sentía tan diferente que nos tratábamos como si nos viésemos por primera vez. Además con Gato la relación era muy especial porque casi nunca hablaba y la comunicación era puramente telepática, nos mirábamos y sonreíamos espontáneamente, sin motivo y salíamos a caminar por los cerros admirando la belleza del paisaje y el profundo silencio. Pero en general ella dormía mucho, demasiado, casi todo el día y todos la cuidábamos y protegíamos porque venía de la caótica realidad de la city y necesitaba un poco de tiempo para adaptarse y mucha paz y mucho amor.
Un día quiso que fuésemos a conocer la iglesia del pueblo. Pasábamos todos los días por ahí y nunca se nos había ocurrido entrar a echar una mirada y valdría la pena porque era una capilla de piedra muy antigua. Nos metimos por una puerta lateral y remontamos por una escalera hasta el campanario. El paisaje que se contemplaba desde allí era extraordinario pero yo me sobresalté cuando vi que Gato se subía al parapeto y sin sostenerse de ningún lado miraba los cerros distantes y el vacío que se abría a sus pies. No me animé a decir nada pero yo tenía de siempre terror al vacío y el solo asomarme a una ventana alta me causaba un vértigo insoportable, por eso estaba apavorado mientras ella erguida muy derecha con los brazos a los lados del cuerpo, las piernas un poco separadas y sus pelos negrísimos agitados por el viento comenzó a hablar, ella, que casi nunca hablaba comenzó a hablar lentamente en aquella peligrosa posición:
- Donde yo voy… también hay una iglesia, es en el caserío de mi familia, de mis tíos, de mis abuelos, allá en San Pedro… -dijo señalando un lugar incierto entre los cerros - también hay una capilla muy antigua que está abandonada, pero ese lugar es nuestro, de la rama de los Varega… que tienen como blasón y escudo una varita mágica de donde viene el apellido de Vargas… y allí también se ven luces extrañas y pasan cosa rarísimas y dicen que una vez bajó un plato volador… ¿vos que pensás que puedan ser esas luces? –y al preguntarme eso volvió la cabeza para mirarme.
Desvanecido de terror solo atiné a decirle:
- Gato… yo voy a estar mas tranquilo si te bajas de ahí. –pero ella me miró extrañada y sonriendo divertida como el gato de Cheshire estiró los brazos y caminó ágilmente por el borde de la pared.
- ¿Te da miedo que ande por acá arriba?... ¿por qué te crees que me dicen Gato? No te preocupes. –hizo una graciosa posición “quinta” de ballet y para mi tranquilidad saltó ágilmente hasta donde yo estaba. Recién entonces respiré.
Bajamos por la escalera hasta el interior de la capilla. Yo localicé el órgano, abrí la tapa, accioné los pedales y comencé a tocar así sin saber nada de música, pero me encantaba sacarle esos sonidos graves al instrumento y hacía circo de tocar mientras Gato me observaba en silencio, pero antes que viniese alguien a decirnos que eso no se podía hacer cerré la tapa del órgano y salimos furtivamente de la capilla.
A la semana siguiente llegó Melina. Yo estaba junto al fuego y sentí que alguien apoyaba su mano en mi hombro muy suavemente como si se posara sobre mi y cuando me volví a mirarla vi su hermoso rostro junto al mío, cubierta la cabeza con su boina amarilla y diciendo:
- ¡Buendía! –y se echó a reír, y enseguida me explicó: - No podía dejar de venir… sobretodo cuando me enteré de los chicos del río. Hice bien en venir ¿no te parece? ¡Están todos tan lindos! Apenas bajé del tren en la estación y vi todas esas rosas amarillas supe que no había sido en vano un viaje tan largo desde Villa Gesell… porque… ¡¡¡estamos floreciendo!!! ¿no te parece?
Y los chicos del río enseguida encantados con Melina, siguiéndola a todas partes andando a su alrededor juntando flores de retama en la plaza del pueblo y junto al fuego que surgía del centro de las cinco piedras del fogón. Por las noche contemplando el cielo estrellado Melina sabía el nombre de las constelaciones y si a veces se veía caer o remontarse estrellas ella nos advertía que no toda luz que se mueva es una nave espacial, por lo general eran meteoros que se deshacían al entrar en la atmósfera terrestre.
Una tarde salimos de expedición. Pipo y Junco nos conducían porque ya conocían el lugar. Esa noche habría luna llena y queríamos pasarla en un lugar que nos decían que era maravilloso. Llevábamos todo lo necesario: la guitarra, abrigo y provisiones. Cruzamos un cerro y bajando al otro lado llegamos al cauce de un río seco de piedras inmensas y siguiendo ese cause avanzamos varias horas hasta que encontramos un arroyo de aguas claras que bajaba de una montaña y por allí empezamos a remontar ese arroyo que iba bajando desde la cumbre por entre el tajo de un desfiladero. Y cada tanto había ollas de agua profundas donde nos bañábamos. Subir no era nada fácil porque había que ir escalando grandes rocas de superficie muy lisa por lo que avanzar nos llevó mucho tiempo. Había rocas muy grandes, como transparentes y el lugar era realmente salvaje a tal punto que ya no había senderos. Y los saltos de agua se hacían cada vez más altos y las ollas más grandes y cristalinas. El agua estaba fría pero no podíamos evitar el meternos en todas las ollitas a nadar y bucear y después seguir escalando por entre las rocas aún calientes por el sol del día. Solo se oía el agua saltando entre las piedras y el griterío de los pájaros y al anochecer llegamos al lugar.
Era una vertiente de agua mas alta que las otras que caía desde dos piedras muy grandes allá arriba, una de ellas inmensa y perfectamente esférica como una bola gigante. El agua al caer formaba un amplio chorro de cristal en algunas partes muy denso y en otras mas fino como una película transparente y abajo la olla era grande y profunda y en una orilla formaba como una playita. Un lugar encantador, paradisíaco, realmente fantástico. Nos sumergimos y nadamos. El agua era tan clara y el fondo lleno de arena y mica que brillaban como estrellas sumergidas. Enseguida descubrimos maravillados que justo detrás de la cortina de agua de la vertiente había un lugar… Era como una pequeña gruta y en la pared de la gruta se abrían varios huecos donde uno podía meterse acurrucado o sentado o acostado viendo como por todas partes corrían hilos de agua entre las piedras y el musgo. Pero nuestro asombro ya no tuvo límites cuando Pipo y Junco nos condujeron hasta el lugar secreto. Subiendo a lo alto del salto rodeamos la gran roca redonda y nos metimos por debajo de ella descubriendo un espacio muy estrecho donde solo se podía pasar de a uno a la vez. Me indicaron que pasase apartándose ellos a ambos lados. Era un pasadizo por donde solo podía deslizarse el cuerpo muy estrechamente y que primero descendía a la base misma de la roca esférica y después ascendía por el otro lado un corto trecho hasta desembocar en una cueva cerrada, precisamente en una cripta de forma cónica donde solo se podía estar sentado y con las piernas cruzadas en la posición del loto. Allí no era posible casi ningún movimiento, solo se podía articular un poco los brazos y la cabeza hacia arriba , hacia la cúspide del cono donde la mirada se dirigía extasiada porque desde allí llegaba milagrosamente un tenue rayo de luz y una ráfaga de aire además del canto del agua de la vertiente ahora como subterráneo. Los latidos de mi corazón se aceleraron al máximo mientras las voces de mis amigos en el exterior llegaban muy apagadas. Solo el sonido torrentoso del agua se percibía con claridad amplificada. Era muy fuerte la sensación de estar ahí como incrustado en la roca viva, en una posición que casi no permitía ningún movimiento. Lo único visible era la textura blanca grisácea de la piedra También podía ver mi cuerpo en esa perspectiva tenuemente iluminado. Todo invitaba a disfrutar de un espacio de una paz infinita pero en algún lugar muy profundo de mi mismo se despertó también un oscuro temor: ¿y si no fuese posible salir de allí?... ¿si la entrada se cerrase? ¿si practicar las ajustadas maniobras necesarias para salir fuese imposible?...¿si se produjese un movimiento o un leve desmoronamiento?.. quedaría sepultado en medio de toneladas de piedra... Era mejor no pensar en eso para que el placer no se tornase en pánico, aflojarse, dejar descansar la cabeza contra la piedra mirando hacia el vértice superior desde donde provenía la débil claridad y el aire, y respirar profundamente, abandonarse a la calma imperturbable de la piedra… y tratar de descifrar el mensaje del agua. Ese lugar tan original era enteramente natural pero también parecía haber sido diseñado… o completado, por alguna forma de artificio humano. Estaba hecho como una matriz pétrea para contener con la precisión de un estuche un cuerpo humano en la posición yoga de meditación.
El agua articulaba voces que repetían mis pensamientos como un eco, pero el murmullo lejano de mis amigos me recordaba que ya debía salir para que entrase otro, así que interrumpí mis meditaciones y grité llamando y riéndome y hasta mi propia voz en la acústica de ese lugar me pareció fantástica.
Salí retrocediendo por el pasadizo hasta el mundo de la superficie que no se por qué me pareció brillar con una luz mas intensa.
Y así fueron pasando todos… de a uno.
Gato estuvo mucho tiempo. La llamábamos y no contestaba. Llegó a parecernos que se había esfumado o que había pasado a otra dimensión y que ya no estaba en la cripta cónica, pero sospechábamos que le gustaba tanto el lugar secreto que no quería volver a salir. Finalmente después de mucho tiempo salió con la expresión de haber descifrado un gran enigma.
Melina no estuvo mucho tiempo pero si el suficiente para salir muy seria y emocionada y convencida de la inmensa grandeza del todo y de la infinita pequeñez del ser humano. Sus ojos brillaban con una intensidad diferente.
Junco en cambio que ya había estado allí estuvo mucho tiempo hablando y cantando diciendo a los gritos lo maravilloso que era ese lugar, el lugar mas fantástico del mundo y lo mucho que disfrutaba estar ahí, llamándonos a cada unos por nuestros nombres, gritando y riendo para salir con el rostro bañado en lágrimas pero con una sonrisa inextinguible, y exaltada como si sus energías se hubiesen acrecentado.
Pipo permaneció largo tiempo en un silencio interrumpido de vez en cuando por explosivas exclamaciones onomatopéyicas tales como: ¡Oh!... ¡Ah!...¡Uh!... ¡Chau!... ¡Nooo…! Para salir después con la expresión alegre y perpleja de quien se encuentra a si mismo descubriendo en las verdades mas simples los mas grandes misterios.
Acampamos a la entrada del lugar secreto junto a la roca redonda como un huevo de ave rock y al lado del agua de la vertiente. Juntamos ramas secas y cuando ya se hacía de noche encendimos nuestro fuego. Arriba, sobre las altas paredes del desfiladero el cielo se llenó de estrellas y cuando la luna llena alcanzó su cenit todo el lugar se encendió con una luminosidad fantástica. Las rocas se veían fantasmales como si la luz surgiese desde su interior y el agua tornaba líquido el reflejo de la luz lunar que corría en ondas murmurando. El fuego brotaba con inusitada fuerza de los leños resecos lanzando chorros de chispas al aire nebuloso.
Hicimos música y cantamos nuestras mejores canciones mientras siempre alguno volvía furtivamente a la cripta dentro de la roca. Volví y estuve largo tiempo más confiado sin temores, tal vez porque ahora la oscuridad era total y no me oprimía la visión de la piedra rodeándome por completo. Los sonidos exteriores llegaban con más nitidez y unidos al canto de la vertiente como tejidos en una misma trama para confundirse con mis propios movimientos internos, mis latidos, mi respiración, mi circulación… y mis pensamientos se concentraban en la música que parecía llegar de un mundo exterior muy lejano horadando la piedra para alcanzar mi corazón. Y al salir anduve como flotando en el espacio en plena luzazul… mientra la luna avanzaba y las estrellas vagabundas cruzaban el cielo. Me asomé a la límpida olla de agua donde la playita brillaba con su arena de minerales fosforescentes y el agua se alejaba como caminito plateado de mercurio.
Volví al fuego con mis amigos y me uní con ellos en la música hasta que empezó a amanecer, como siempre demasiado temprano.
-Estamos haciendo esto –dijo Junco -para que un día no seamos todos iguales y podamos vivir sin recordar que estamos haciendo otra cosa.
Melina casi no paraba en el rancho porque se la pasaba visitando gente amiga en el pueblo y parecía haberse adueñado de los chicos del río que la seguían a todas partes y juntos salían a hacer largas excursiones al Uritorco, a Las Gemelas, a Los Terrones… Yo me quedaba en el rancho con Pipo y con Gato y alguna noche conseguimos una botella de ginebra que nos tomamos cantando junto al fogón. Y un día Junco apareció con anfetas que había comprado en la farmacia de otro pueblo adonde había ido con el auto de un amigo. Pero a las cuatro de la mañana ya no quedaba nada y nos fuimos a despertar al farmacéutico de Capilla para comprar mas anfetas y desde entonces las cosas empezaron a ponerse feas, andábamos muy locos y todo el mundo se daba cuenta.
Una noche tarde dormíamos en el rancho con la puerta atrancada cuando nos despertaron una voces gritando en el patio. Era obvio que estaban borrachos y nos pedían que saliésemos a tomar algo y a cantar con ellos. Nosotros no sabíamos qué hacer. Al ver que no salíamos trataron de voltear la puerta entre risas y gritos. Entonces Gato abrió la puerta y con la misma tranca los enfrentó. Ellos eran tres, se le vinieron encima y ella los empujó y pegó unos trancazos al azar. Cayeron como peleles pero se incorporaron pidiendo disculpas y se fueron tambaleándose.
Pero a la noche siguiente estábamos sentados alrededor del fogón tomando una instilasa cuando algo repicó entre las piedras cercanas. Enseguida unas detonaciones lejanas y otro rebote de balas en las rocas.
Corrimos a refugiarnos en el rancho y atrancamos la puerta. Ya no había ninguna seguridad en ese lugar. Además nos enteramos que el comisario decía que nos iba a rapar a todos y nos iba a meter en cana.
Melina se quería volver y me proponía que nos fuésemos juntos a dedo, lo que me pareció lo más acertado y ese mismo día salíamos en camión de vuelta a Buenos Aires..