sábado, 30 de julio de 2016

"GENERACIÓN DESCARTABLE II" Capítulo 11



"GENERACIÓN DESCARTABLE  II"
Capítulo  11






"ALTERNATIVAS DE UN VIAJE INTERRUMPIDO"


 Caímos en el departamento de Nino en Leblón con Nora que no
paraba de llorar mientras se probaba los hermosos vestidos del valijón frente
al espejo y le contaba a Nino por enésima vez los pormenores del fatídico viaje.
Nino era un tipo regordete con pelos rubios enrulados y aspecto de angelote.
Parecía un capo di mafia bondadoso exilado al sol de Río de Janeiro y estaba
siempre acompañado de un flaco lánguido y perverso. Ambos eran de Baires y
antiguos amigos de Nora. El flaco estaba eternamente enamorado de ella y la
perseguía como hipnotizado por todas partes sin lograr su aceptación. Nino
trataba de consolarnos: todo se arreglaría de la mejor manera. En poco tiempo
Clarita recobraría su libertad y podríamos continuar el maravilloso viaje
interrumpido. El flaco me miraba con sus ojos celestes llenos de odio por el
solo hecho de que había llegado acompañando a Nora.
Yo había perdido mi calma habitual. Iba y venía por el
departamento estrujándome las manos. Llené la bañera con agua caliente y me
sumergí. Enseguida llegó Gracielita. A pesar de la tristeza que la invadía no
perdía su sentido del humor. Se sentó al borde de la bañadera y sonriendo
iracunda me dijo:
- Omar, vos sos un pececito argentino…
Y después me contó todo lo demás. Había visto todo. Venía un
poco más atrás y había podido ver como los canas paraban a Clarita y al Peli,
los revisaban y se los llevaban. Ella tampoco se había atrevido a hacer nada.
Pero ahora si, había que hacer algo. Nora tenía la dirección de la madre de
Clarita. Iríamos a hablar con ella. Tal vez consiguiésemos ayudar de alguna
forma. Nora no podía ir, estaba abatida y no dejaba de llorar, así que salimos
para allá Gracielita y yo. Tomamos un taxi hasta llegar a una zona residencial
de altos edificios. Llamamos por el portero eléctrico y nos atendió la madre de
Clarita. Gracielita subió a hablar con ella mientras yo preferí quedarme
esperando en el hall. Media hora después apareció Gracielita totalmente
decepcionada. No había nada que hacer. La madre de Clarita estaba bien al tanto
de todo y Clarita ya había pasado automáticamente de la policía a la clínica
psiquiátrica donde sería sometida a un tratamiento de desintoxicación. Sin duda
que todo lo hacía con las mejores intenciones por el bien de Clarita… Y ni una
palabra mas. No había nada que hacer.
En silencio caminamos a la deriva por las calles del barrio
residencial. No sabíamos adonde ir. Nos mirábamos y sonreíamos tristemente y
así llegamos a la playa. Se había hecho de noche y nos tendimos en la arena
boca arriba uno junto al otro. El cielo estrellado brillaba como una fiesta a
destiempo de nuestros tristes sentimientos y recién entonces en la oscuridad de
la playa solitaria comenzamos a hablar quedamente. ¿Dónde estaría Clarita en
ese momento?... ¿por qué habían interrumpido nuestro viaje?... ¿por qué?...
¿por qué?... ¿ y por qué?  Justo cuando estábamos
por alcanzar algo fantástico. Recordábamos las canciones y las palabras de
Clarita.
Nuestra imaginación proyectaba su imagen sobre el fondo
estrellado del cielo nocturno.
Mientras hablábamos movíamos brazos y piernas en círculo por
el mero placer de sentir la arena cálida. En un momento me atreví a decir:
- ¿Sabés una cosa?... En el ómnibus… cuando se sacó el
sombrero y los anteojos… yo pude verla. Fue rarísimo…era Renée y Tango. Los dos
como fusionados.
- Si, -dijo Gracielita- yo también los vi.
Habíamos visto lo mismo. El mismo extraño misterio. En ese
momento nuestras manos se encontraron en la arena y se unieron, y así
permanecimos en silencio. Después nos incorporamos lentamente. Donde habían
estado tendidos nuestros cuerpos en la arena se habían formado dos círculos que
se unían en un punto como un  signo
infinito.
En el departamento de Nino estaban mirando televisión y por
otro lado no teníamos mucho que decir, simplemente que no había nada que hacer,
así que nos pusimos a mirar el noticiero. De pronto, ahí en la pantalla, en
medio de una información deportiva percibí una imagen insólita: entre las
vertiginosas imágenes del partido de futbol, imprevistamente la estatua de la
libertad a la entrada de Manhatan… ¡¡¡estallando!!!… volando en mil pedazos, en
una breve milésima de segundos, y después, otra vez el partido de futbol.
Pregunté a todos pero nadie había visto nada. Había sido una irrupción
subliminal solo para mí. No había dudas, por alguna razón había visto una
imagen subliminal: la estatua de la libertad desmoronándose.
 Entonces Nora propuso
que para cortar la pálida nos vistiésemos con nuestras mejores galas y
saliésemos a caminar por Leblon a tomar un helado.

A la mañana siguiente encontré a Nora y Gracielita en la
playa. Sobre una duna alejada de la orilla y tendidas en la arena
resplandeciente Gracielita leía para Nora en voz alta los textos tibetanos
recopilados por Alexandra David-Neal. Me acerqué y me senté a escuchar. Era una
preciosa historia de amor entre dos abejas. Gracielita pronunciaba divertida
los resonantes vocablos tibetanos. Cuidadosamente leía todas las llamadas donde
se traducían los términos tibetanos al chino y al sanscrito. Después de la
lectura Gracielita se quedó un rato en silencio mirando el mar y al final dijo
como para si misma:
- Pero… ¿adonde íbamos a ir con Clarita?... ¿Dónde sería ese
lugar adonde nos iba a llevar y donde nadie iba a saber de nosotros?
Parecía mas un cuestionamiento filosófico que una pregunta
concreta. Pero entonces oí la voz adormilada de Nora que decía simplemente:
- A su casa en Friburgo. La casa de fin de semana de su
familia en Friburgo, no muy lejos de aquí, en las montañas.
Y si Clarita iba a llevarnos… ¿por qué no íbamos? Teníamos
que ir. Era tristísimo que ella no estuviese con nosotros, pero igual nosotros
podíamos ir.

En el departamento de Nino habían llegado amigos de Buenos
Aires. Nada menos que Mario el colorado y Agustín el uruguayo, ahí en Leblon
después de un largo viaje a dedo en camión.
Mientras tanto hacíamos los preparativos para viajar a Frigurgo  y a la mañana siguiente ya éramos una extraña
caravana con bolsos, arroz integral y un toco de grass tomando el bus en la
rodoviaria rumbo a Friburgo.
Al cabo de dos horas de viaje nos apeamos en medio de un
paisaje montañoso en una colonia suizo alemana donde las nubes se enganchaban a
las copas de los árboles. Íbamos caminando sobre la hierba húmeda de rocío,
encendiendo unos porros y preguntándonos cómo haríamos para entrar a la casa de
Clarita sin Clarita.
La casa era una maravillosa cabaña en medio de un parque
excepcional. Había un cuidador y tuvimos que improvisar. Le dijimos que éramos
amigos de Clarita, que veníamos de Río y que ella llegaría enseguida.
Extrañamente el buen hombre nos abrió  la
casa y nos ayudó a ubicarnos.
La cabaña era bellísima. Varias habitaciones rodeaban la
sala en medio de la cual brotaba un hogar circular bajo una campana de cobre pulido.
Las habitaciones eran un primor y alrededor de la casa se extendía un frondoso
parque con grandes árboles entre colinas por donde corría un arroyito.
Allí pasamos unos días tomando sol desnudos, haciendo música
y paseando. Yo leía “El Hombre Invisible” de Wells. Me ponía mi túnica blanca
de monaguillo y me iba a meditar junto al hilo de agua. Por extraña casualidad
Agustín llevaba en su mochila una capa eclesiástica  de seda negra con abundantes bordados dorados
que usaba para pasearse desnudo por el jardín.
Con Gracielita aprovechamos las largas horas de ocio para
escribir un cuento en conjunto. Se llamó “Los Ojos de Janis Joplin” y era una
historia de ciencia ficción:  
Dos extraterrestres de una lejana galaxia llegaban a la
tierra para apoderarse de los ojos de Janis Joplin porque en su planeta han
desarrollado una extraña tecnología: todas las imágenes acumuladas a lo largo
de una vida en el banco de imágenes de los ojos podían ser procesadas en forma
de film y pasadas como una serie en las pantallas de su televisora local. Llegan
a la tierra, exhuman el cadáver de la diva, extraen los preciosos ojos y en su
lugar ponen dos canicas japonesas para no despertar las sospechas de los
terricolas.

Por la noche hacíamos música y encendíamos fuego en el hogar
de la sala, pero nada que hiciésemos nos ayudaba a superar la tristeza por la
ausencia de Clarita, hasta que deprimidos y desorientados volvimos a Río de
Janeiro.

En el departamento de Nino nos encontramos con algo
realmente sorprendente: acababan de llegar Farolito y la Washington. Resultaba
insólito pero estaban en pareja. Cylbia se paseaba por el patio con una
camisola blanca cantando para disipar las tristezas:

¿Por qué llorar?
Llorar…
Llorar…
Si todos podemos cantar
Cantar…
Cantar…

Habían salido de Baires con un poco de pervetas y se habían
estado picando por el camino. Cuando llegaron a Río les quedaba una caja de
cinco ampollitas que las vendieron a un brasuca para poder pagar el hotel. Les
contamos de Clarita. Cylbia tenía alguna experiencia en persecuciones
familiares e internaciones psiquiátricas y nos consolaba. No podíamos hacer
nada, solo esperar.

Yo conversaba mucho con Gracielita. Alguien le había hablado
de una comunidad hippy en las montañas no muy lejos de Friburgo. Ella tenía las
indicaciones para llegar y un día nos largamos al camino.
La compañía de Gracielita era sumamente agradable porque
parecía tener una gran estima por si misma y por las personas. Junto a ella yo
me sentía un animal lujoso. Mientras viajábamos me contaba que una vez en
Baires se había ganado un toco de guita a la lotería y cuando cobró el premio
se subió a un taxi y le dijo al conductor que quería conocer todo el norte
argentino y que tenía plata suficiente para pagar todos los gastos. Y se fue
con el tachero en un largo viaje hasta Jujuy. Era una viajera apasionada e
infatigable.
Tomamos un ómnibus y llegamos a un pueblito perdido entre
los cerros. Allí pedimos hospitalidad y dormimos en un galpón hasta que a la
mañana siguiente un autito destartalado nos acercó hasta la comuna.
Nos recibieron muy mal porque acababa de podrirse todo y
solo quedaban dos sobrevivientes del grupo. Habían surgido serios problemas de
convivencia y todos se habían desbandado. Solo ellos resistían pero no querían
a nadie por ahí. Era mejor que nos fuésemos inmediatamente, pero cuando
decidimos volvernos se apiadaron de nosotros. Estaba anocheciendo y no podíamos
salir así al camino. Pasaríamos la noche allí y nos largaríamos temprano por la
mañana. Comenzábamos a simpatizar y los chicos no eran tan desagradables como
pretendían aparentar. En realidad eran bastante hermosos y se sentían
desdichados. Nos mostraron las casas donde hasta entonces habían estado
viviendo los locos: paredes profusamente pintadas con flores y grafittis,
afiches y poemas… Pero sin la gente era realmente triste. Parecía un mundo
abandonado. Era como asistir al fracaso de las comunas. Nos prepararon algo de
comer y después conversamos hasta tarde. A la mañana siguiente ya no querían
que nos fuésemos, pero… ¿qué podíamos hacer?... Daban ganas de quedarse… esos
chicos eran hermosos, uno parecía Mick Jager y el otro idéntico a Robert Plant.
Regresamos al camino y esa misma noche estábamos de vuelta en Río.

Una tarde fui a visitar a los sufis en su taller del morro
Santa Teresa y ahí estaba Luis Alberto el Peli. Finalmente lo habían dejado en
libertad. Y entonces me contó su terrible experiencia desde que lo detuvieron
junto con Clarita al bajar del ómnibus. Los habían separado al llegar a la
policía y ya no había vuelto a saber nada de ella. Estuvo incomunicado, y
después lo habían puesto en un calabozo junto con un japonés que no hablaba
nada de español ni portugués pero que meditaba y hacía yoga todo el tiempo. Así
que más allá de las palabras se habían comunicado atraves de la meditación y
los ejercicios. Ahora estaba trabajando con los sufis y todo estaba bien, pero…
¿qué sería de la pobre Clarita?
Por otro lado Gato acababa de llegar de Baires y andaba
bagabundeando por la ciudad. Había quedado en pasar por el taller. Me andaba
buscando y quería verme y esa misma tarde nos encontramos.
Estaba muy bonita, con trenzas, pantalones de corderoy
marrón, camiseta de batik y una bolsa marroquí con bordados y espejitos que le
habían regalado los sufis. Por otro lado estaba bastante loca, no ligaba en las
conversaciones y estaba como ida cuando acababa de llegar. Inmediatamente nos
quedamos en la calle porque en ningún lado aceptaban a los clochards y no nos
podíamos quedar. Pero la calle, para nosotros era el mejor lugar. Vagabundeamos
días enteros, íbamos a las playas solitarias de Flamenco y por las noches
dormíamos en un edificio en construcción. Despertábamos asomados al vacío en
los balcones sin barandas  y volvíamos a
recorrer sin descanso la ciudad y las playas mendigando nuestra comida. Ella no
hablaba.  Silenciosa y telepática andaba
junto a mí con su sonrisa de gato de Chesire, afirmando con su sola
presencia  la existencia de la magia ya
que no podía ser sino magia el misterio de los viajes no planificados y el
milagro de encontrarse.
Un día nos enteramos que los hippies se estaban concentrando
en una playa de Buzios y nos fuimos para allá. Cruzamos a Niteroi, tomamos un
bus y después hicimos un dedo y así llegamos a la playita en forma de herradura
donde estaba el hipperío.
Habían armado una gran carpa circular hecha con un
paracaídas ahí en la playa junto al mar y todo el mundo estaba hermosísimo, muy
bronceados y con los pelos mas largos jamás vistos. Pasábamos el día en la
playa haciendo música y nudismo. Esa playita era famosa porque ahí había estado
un verano Brigitte Bardot y el lugar era realmente encantador.
Una mañana llegaron amigos de Buenos Aires: Mario, Hernán y
Pedro y traían un frasco lleno de trips. Todos tomamos y bajo el sol y junto el
mar el viaje fue ideal. ¡Cuántos colores ocultos había en el agua y en la
arena! Todo el mundo hacía nudismo. En medio del trip, naturalmente me saqué la
ropa y entré al mar desnudo. Estuve largo tiempo jugando entre las olas, pero
al salir del agua sentí vergüenza. Busqué mi ropa pero no la encontraba, en
cambio veía una mancha rojiza latiendo sobre la arena caliente. Al acercarme
noté que era una colcha antigua que parecía abandonada. En efecto era un
cubrecama de dos plazas y lo tomé para cubrirme. Enseguida noté que la tela era
muy suntuosa con flores azules y doradas, y ante mi visión alucinada aparecía
como un tejido mágico maravilloso. Emocionado vi la marca en uno de sus bordes,
con letras dorada estaba escrito AIJATITAMA-ROMA. Me cubrí con esa tela
preciosa que nadie reclamó porque se había materializado exclusivamente para
mi, después tomé una guitarra y fui a sentarme sobre una alta roca que se
adentraba en el mar. Sin saber música toqué la guitarra, pero no iba a presumir
de violero. Sentado en posición de loto y con la guitarra acostada sobre mis
piernas comencé a sacarle sonidos como si fuese una cítara y ante esos sonidos
experimentales mis amigos se reunieron junto a mí. Después de un rato pasé la
viola y al atardecer cantamos:

“Soy del sol y no quiero saber
Adonde van los que no quieren luz.”


Por la noche nos fuimos a tomar cachaça al pueblo. Yo iba
cubierto con mi manto AIJATITAMA-ROMA y Gato con mi túnica blanca de
monaguillo.
Días después, Pedro, Hernan y Mario se fueron para Río y yo
me quedé con Gato y los hippies en el paracaídas.
Empezaron a circular pastillas de artane y estuvimos
tomando. El fuego del fogón se tornó líquido y los colores estridentes, el
paracaídas se llenó de insectos y como siempre al final vino la policía y nos
llevó a todos en un camión. Nos tuvieron un par de días asinados en un calabozo
y cuando nos largaron nos dispersamos.

En Río perdí de vista a Gato y por mas que la busqué no pude
volver a encontrarla. Entonces me fui a lo de Farolito que estaba viviendo en
un departamento frente al taller de los sufis. Pero no me podía quedar en
ningún lado. De todas partes había que irse porque el artane desintegraba la
materia y las paredes se resquebrajaban y las cucharitas se doblaban solas… y
siempre había que irse.
 Farolito me llevó a
lo de Newton y durante horas estuvimos viendo sus diseños para el carnaval.
Después pintaron unos trips. Disolví uno en un poco de agua y me lo piqué.
Enseguida encontré un cartón y me puse a dibujar: un arquero zen con su arco
arrojaba su flecha y se atravesaba a si mismo, la flecha se incrustaba en medio
de su frente. Durante todo ese tiempo Farolito se había copado con mi manto
AIJATITAMA-ROMA. Lo había extendido sobre el piso y con hilo y aguja cosía y
cosía. Al amanecer me probé el resultado de su labor. Ahora la colcha era una
hermosísima túnica larga hasta el suelo y quedaba muy bien con la túnica blanca
de monaguillo debajo. El atuendo completado con una vincha violeta era
perfecto.
Newton me regaló un precioso volumen de “El Libro Tibetano
de los Muertos” con una cariñosa dedicatoria y Farolito me acompañó hasta la
avenida. Allí me despidió con una enigmática sonrisa deseándome buena suerte. Y
me quedé ahí, vestido como uno de los tres reyes magos. Hice un dedo e
inmediatamente alguien me llevó hasta la ruta de salida Río – Bahía. No tenía
ningún plan. No sabía bien adonde iba. Me senté sobre una piedra y terminé de
coser el dobladillo de la túnica. Después volví a hacer dedo y me paró un
camión. Cientos de kilómetros más adelante me recogió un auto. El conductor y
su acompañante conversaban animadamente
a lo largo de todo el trayecto y yo iba cómodamente instalado en el
asiento de atrás entre jaulas llenas de pájaros tropicales y macetas con
plantas exóticas.
Me dejaron en un pueblito cerca de Bahía. Habían compartido
conmigo sus comidas y encima me habían dado algo de plata para parar esa noche
en un hotel. Y a la mañana siguiente tomé un ómnibus hacia San Salvador de
Bahía.


(continuará)