martes, 18 de noviembre de 2014

"GENERACIÓN DESCARTABLE II"

Capitulo 5






K…

Una mañana apareció K en lo de Farolito diciéndome:
-  Me voy, tengo que hacer unos trámites para viajar: certificado de salud y pasaporte… Es un bajón pero tengo que hacerlo.
 ¿Querés venir? Dale, acompañame. Después nos vamos a mi
casa y te muestro mi planta de grass. Dale, vamos.
Ella ya tenía todo planeado.
Me piqué unas ampollitas de perveta, un buen desayuno endovenoso antes de salir a encarar las Instituciones. Me puse un impermeable que usaba Tango y que era de Farolito, ella se enfundó en su pilotín y salimos a la neblinosa mañana.
Primer descenso al averno: el viejo hospital, atravesando largos corredores oscuros transitados por sombras; salas donde la gente esperaba desde hace siglos, dando vueltas y vueltas por los
imponentes pabellones, entre seres de aspecto enfermizo. 

Yo no quería ni mirar a mí alrededor, ni saber donde estaba, solo me dejaba conducir despreocupadamente por la sonrisa de K y por sus avisados ojos verdes; hasta que llegamos a una oficina perdida al final de un corredor que parecía recientemente creada para compensar tanta búsqueda. Nuestra presencia reactivó a la robótica empleada que como era de suponer nos dijo que teníamos que
aguardar.
Para no respirar el aire envenenado de la sala de espera nos fuimos al jardín, nos sentamos en un banco solitario al pié de un añoso árbol, y de pronto K se paró frente a mi y bailó.
Giraba  lentamente y se desplazaba estirando brazos y piernas como quien se despereza de un largo sueño y saluda al mundo a su alrededor… y en torno suyo giraba aquel jardín convaleciente, los demacrados pabellones y las sombras de los enfermos que deambulaban por los apestados pasillos.
Y después de la obligada espera conseguimos retirar el cartoncito gris del certificado de salud para viajar al exterior, con su sellito azul y su ilustre firma anónima.
Segundo descenso: el siguiente trámite era mucho más peligroso, porque había que ir a meterse en la mismísima boca del lobo, “Sección Documentación del Departamento de Policía”. Y ya
estábamos allí:  Oficina de Pasaportes…  en medio de una arquitectura con reminiscencias operísticas fuertemente iluminada a giorno, entre profusión de uniformes azules con adornos dorados y empleados prepotentes y malhumorados.
Nos olisqueaban y nos miraban con odio. No romperían la tregua que nos daban para parlamentar, pero ya nos perseguirían por la ciudad, nos levantarían de los bares, ya nos iban a hacer conocer los entretelones de ese híper iluminado decorado de opereta: sus inmundos calabozos y sus fétidas mazmorras.
 Finalmente los empleados recibieron los formularios estampillados y sellados completos, solo tendría que pasar a buscar su pasaporte en un par de semanas. Y así salimos de aquel infierno.
Tomamos un ómnibus y después de un largo viaje de algo mas de una hora, bajamos en una estación de servicio, y a pocos pasos de allí estaba la casa.
Su madre me saludó friamente.
Me miraba con desconfianza.
- No te preocupes, Omar, ella trata mal a todos mis amigos porque me odia. –dijo divertida para disgustar a la vieja –No es nada personal con vos, quedate tranquilo.
Hablaba con su madre y a pesar de tratarse con frialdad empleaban un idioma que me pareció lleno de expresiones tiernas y cariñosas.
La casa era un chalet muy grande en medio de un parque arbolado. Habían puesto boliche en el salón principal que estaba lleno de mesitas y sillas y adornado con banderines de todos colores que colgaban del techo. Por las tardes, me contaba K, se llenaba de parroquianos, la mayoría viejos de los alrededores  que se juntaban a beber y escuchar música.
Y ahora me haría conocer lo mejor: salimos al parque rodeando la casa por a la parte de atrás y caminamos por un sendero que los pastos crecidos desdibujaban, hasta que de pronto nos encontramos frente a toda la belleza tropical de su exuberante planta de Cannabiss Sativa.
 Era realmente magnífica, más alta que nosotros y llena de brotes y capullos verdes en sus ramas, con sus perfectas hojas de cinco, siete o nueve folículos…
Saltamos y gritamos y reímos dando vueltas alrededor de la planta mágica.
Aquella mañana gris se había transformado en un caluroso mediodía. Juntamos las hojas más grandes, mas verdes y perfectas y en una colinita de césped lindante a la planta nos pusimos
a tomar sol, mientras las hojas se secaban sobre un papel. Los altos pastos de alrededor nos ocultaban y nadie podría vernos, pero ahí estábamos, junto a la exótica planta que crecía exorbitantemente en aquel oculto rincón del parque. Y cuando las hojas estuvieron secas armamos un par de agujas.
Pero todavía me faltaba conocer lo mejor, y fue al final de la tarde cuando el sol ya bajaba: ella no dormía en la casa,  tenía su propio
lugar, su refugio aéreo al fondo del jardín. Tomándome la mano me condujo hasta llegar a su torre. En medio de los altos pastizales que la invadían se alzaba esa vieja torre, una construcción de ladrillos que había sido granero o tanque y que parecía una torre de guardagujas.
Subimos la escalera exterior hasta la habitación, y ahí estaba su lugar: apenas una camita y una mesita con una vela y unos libros. Todo como dormido en un sueño bañado por la luz del
poniente que entraba por la ventanita para colorear las diminutas florcitas pintadas del mobiliario. Se puso un capote de paño verde oliva de la última guerra. El sol nos había afiebrado y ahora estaba refrescando. Armamos otro joint y fumamos serenamente en medio de la algarabía musical de los pájaros al atardecer. Y enseguida su refugio se sumió en la penumbra.
Encendimos la vela sobre la mesita. Allí todo era diminuto y austero como ella misma, todo era bello y poético.
K, se puso a dibujar, y yo me dediqué a observarla. Estaba haciendo un monstruito, una especie de gusanito erizado y colérico que salía de la nada en medio de la hoja de papel y se desarrollaba desmesurado y amenazador. Su expresión era terrible, daba miedo, pero también tenía algo de gracioso y caricaturesco. Pasó largo tiempo hasta que el dibujo estuvo casi terminado… Entonces ella como yo había estado observándola dijo:
-      Ah, esperá que falta algo…
Encerró al monstruito dentro de la pantalla de un televisor y a los costados dibujó los botones del comando; y entonces agregó:
- Se sintoniza con estos controles. Lo tengo encerrado en este aparato porque es muy feo… -dijo y sonrió con cándida crueldad.
Supuse entonces que me había dibujado a mi… entonces… ¿ella también, mi ángel, podía lastimarme?...


El Peli apareció una tarde por el departamento de Farolito con un elegante abrigo de paño azul y el pelo muy largo de un rubio luminoso para preguntarme si quería trabajar, porque le habían ofrecido un trabajo de dibujante publicitario para una oficina editorial, pero él quería irse con Miguel a Brasil, así que si yo estaba dispuesto me pasaba el trabajo. Yo no tenía que pensarlo mucho, y acepté inmediatamente.
El Peli me acompañó a la oficina y me presentó al jefe que era amigo suyo.
Esa oficina era un extenso departamento a media cuadra de avenida Córdoba a la altura de plaza Lavalle. Y el jefe era un flaquito tímido que se ocultaba detrás de unos gruesos anteojos verdes estilo loockgodart.
Era la Editorial Ciclo que publicaba una lujosa revista de decoración. Comencé a ir todos los días desde la mañana. Ocupaba el escritorio del salón biblioteca con altas ventanas  que daban a la plaza. Apenas llegaba me ponían un modelo para copiar o una idea para desarrollar y me dejaban solo en ese inmenso departamento durante todo el día.
Volvían a la tarde para ver el trabajo realizado y eso era todo.

 El salón escritorio estaba rodeado de vitrinas que contenían preciosos libros de arte. Muellemente alfombrado y lujosamente decorado el lugar me pertenecía durante todo el día, me tomaba una hora para salir a comer  y volvía a instalarme en la mesa de trabajo.
Había que reproducir un modelo de vajilla, el detalle de algún mueble, o una puerta de hierro forjado; idear una publicidad para un juego de cubiertos, para un empapelado o un revestimiento; diagramar una página de sanitarios o un artículo de tapicería.
El trabajo era bueno y creativo, además de bien remunerado, pero solo estuve allí un par de semanas. 
Apenas me quedaba solo en la
oficina sacaba de mi bolso la cajita de ampollas de Pervitín, me encerraba en el espejeado baño y practicaba mi nueva habilidad: la inyección endovenosa. Enseguida después me ponía a
dibujar, a diagramar, a componer. Hice algunos buenos trabajos, pero para eso debía inyectarme varias veces durante el día. Y después salía completamente loco y agotado. Pasaba días sin dormir. Recuerdo el último trabajo que realicé: era un juego de desdoblamiento mágico. Tenía que hacer la publicidad para una
vajilla. Dibujé un mago malabarista, luego calqué e invertí la imagen y obtuve entonces dos magos idénticos enfrentados, los ubiqué a cierta distancia uno del otro, recorté el modelo de vajilla y lo dispuse volando en el aire entre los dos magos. El efecto de malabares quedó perfecto y se editó, pero yo estaba exhausto.

Pasamos la navidad  del 70 en lo de Farolito. Con Gato, Noemí y K
salimos a pedir comida casa por casa y armamos una hermosa mesa de noche buena.
La gente nos daba de todo, estaban felices y se sentían generosos y les resultaba simpático esos pobres chicos hippies que llamaban a su puerta: una indiecita pecosa de trenzas negras, un chico de pelo largo que tocaba la flauta, una muñeca rubia de ojos verdes que bailaba girando envuelta en un poncho celeste y blanco y una flaquita paliducha desgarbada como una modelo…
Y después de las doce apareció todo el mundo en el departamento de Farolito. Las lámparas se atenuaron y estábamos todos apretujados sentados en el piso charlando mientras en la semipenumbra empezaron a rolar los joints de grass, con la música de Jimmy Hendrix  sonando en el equipo… y Carlos del Peral, amigo de Farolito dijo:
-Estamos todos, ya se puede tirar la cadena.


Por entonces gran parte de nuestro tiempo la pasábamos presos, detenidos en las comisarías. Miguel, Tango, Pipo, K, Cylbia, Renée, Graciela, El Peli, yo… y algunos otros.
Nos encontrábamos en alguna casa, en algún bar o en una plaza, pero siempre, invariablemente terminábamos en la comisaría. Algunas veces solos o en parejas, pero también en grupos numerosos solían levantarnos de La Paz (qué ironía!), de la Giralda, del Moderno o del Obelisco. Conocíamos las seccionales perfectamente por su número: un paseo por calle Corrientes (el
guetho) podía terminar  en los siniestros calabozos de la quinta; por Florida el peligro era la primera; por Plaza Francia lo fatal era la quince. El terror policial acechaba en cada salida. Aparecían de repente, nos pedían documentos y nos subían al patrullero. Y entonces empezaba la pesadilla. Llenaban una ficha con nuestros datos y nos tomaban las impresiones digitales como bienvenida al infierno. Después nos arrojaban al fondo de oscuros y helados calabozos, siniestros como tumbas, entre chorros y borrachos. y en esa forma de muerte nos tenían suspendidos uno, dos o mas días, sin comer, sin dormir, en medio de una mugre insoportable mientras ese olor nauseabundo impregnaba el cerebro.
El trámite inicial era de averiguación de antecedentes, pero a medida que nos iban conociendo, como siempre caíamos los mismos en las mismas seccionales, nos iban cargando el expediente: y así como para divertirse, nos empezaron a poner desorden en la vía pública, ebriedad e intoxicación, segundo h, prostitución…
Hubo veces en que salíamos de una seccional y caíamos en otra. Nos revisaban, nos desnudaban, nos pegaban, nos cortaban el pelo. Teníamos veinte años y nos trataban como a peligrosos delincuentes. El lenguaje que empleaban con nosotros era terrorífico, del tipo:
-Yo a vos te conozco… (para empezar) con abundantes contradicciones y dobles sentidos a fin de confundirnos y enredarnos; sin duda el lenguaje de mierda que debían usar en su trato con el hampa.
Si nos encontraban pastillas o marcas de pico en los brazos el jaleo era un poco más fuerte. Entonces de la seccional nos pasaban al departamento de policía, donde los interrogatorios y las palizas y torturas eran comunes. Y de ahí nos remitían una temporada a Villa Devoto.
Una de las tantas veces que caí en Devoto, un preso me contó que Tanguito había estado el mes pasado en ese mismo pabellón y se habían hecho muy amigos, y mostrándome una crucecita verde transparente que llevaba atada al cuello con un cordón me dijo que Tango se la había regalado cuando le llegó la libertad y que él mismo la había hecho con el mango de un cepillo de dientes puliéndolo contra el cemento del piso. 
También he estado largos días olvidado en un calabozo, incomunicado, por tener el pelo largo y los brazos picados, sin comer, muerto de frío, con mono; y allí las horas no pasan nunca, tal es así  que a veces me parece que todavía estoy ahí.
Por la madrugada nos conducían a hablar con el comisario que nos miraba con asco desde detrás de su escritorio, sin duda dábamos lastima de tan sucios y demacrados. Nos hablaba con ironía, proferías graves amenazas  y nos regresaban a las tinieblas.
Revisaban burlones nuestros libros, cuadernos de notas y dibujos y hacían horribles comentarios. Interpretaban todo por su sentido más abyecto. Una vez en mi cuaderno requisado, sobre un alfabeto maya que yo estudiaba garrapatearon una cruz esvástica.
Algunos de los nuestros eran valerosos: Miguel les respondía insolente; Tango se los ganaba con alguna salida graciosa, lo hacían desnudar y se escandalizaban al ver que usaba la bombacha de su hermana. A veces lo hacían cantar y tocar la guitarra para ellos, K. los insultaba abiertamente, Gato les arrojaba extraños maleficios y
conjuros.
Una vez nos llevaron de la Giralda. Estábamos en una mesa grande un grupo numeroso. Habíamos desplegado nuestros papeles y
dibujábamos. Alguno escribía y otro armaba un collar de mostacillas. Habíamos copado el bar y nos llevaron a todos.  Cuando éramos muchos armábamos algún jaleo de protesta. Nos reíamos mucho y contestábamos las cosas más absurdas y hasta cantábamos y dibujábamos en los calabozos. Aquella vez era pleno verano y nos tuvieron varios días. Hacía mucho calor y el olor era insoportable. Las chicas estaban en el calabozo de al lado y nos hablábamos a través de las rejas. Nos pasábamos notas y dibujos.
 Otra vez nos llevaron a la maldita quinta con Miguel y algunos chicos artesanos de Kalendar. Miguel estaba muy loco. Hablaba
solo en un murmullo ininteligible y cuando le fueron a tomar las impresiones entró a correr y a golpearse contra las paredes como un pájaro ciego, gritando:
-    Basta! ¡Otra vez esta pared! –y se reventaba a golpes contra la pared.
Después en el calabozo hacía mucho frío, entonces Miguel organizó una danza derviche y giramos y giramos como planetas hasta entrar en calor.


Empecé a hacer psicoanálisis en el policlínico con una psicóloga por el tema de mi adicción.
 Me inyectaba cada vez más. Ya casi no iba al centro ni a lo de Farolito. Juntaba dinero de mis pequeños hurtos a la caja del
negocio de mi papá y recorría las farmacias en busca de Pervitín. Volvía a casa y me inyectaba. Durante varios días no comía nada y mis padres se afligían al ver la luz de mi dormitorio encendida todas las noches.
 ¿Qué hacía encerrado ahí?... Leía, dibujaba, pintaba. Hacía interminables dibujos, ¡mis secretos dibujos pasionales!  Eran dibujos muy complejos y desorbitados, llenos de imágenes de una erotismo distorsionado y obsesivo. Las drogas habían desarrollado mi capacidad expresiva y comencé a notar que los dibujos no eran
malos, técnicamente eran bastante buenos, aunque la temática recurrente los hacía imposibles de exhibir. Y me parecían buenos porque mis trazos se habían liberado notablemente. En las composiciones pasionales aparecían  tanto ángeles como demonios…  Los guardaba cuidadosamente escondidos en la
parte alta del placard y se iban acumulando en una pila considerable.

Al principio yo castigaba a mi analista con largos silencios. Me sentaba frente a ella en su despacho y la miraba sin hablar durante casi toda la sesión. No podía decir nada. Todo lo mío era secreto, clandestino, oculto, prohibido. Pero al mismo tiempo necesitaba que me ayudasen, entonces me iba al hospital con una caja de pervetas y mi jeringa, me metía en el baño de la sala de espera y me inyectaba dos o tres ampollas. Recién entonces entraba al análisis y hablaba. Decía todo lo que quería y tenía que decir. Mi sexualidad reprimida, mis dibujos ocultos… todo o casi todo tratando de no esconder, de no olvidarme de nada…
 En ese tiempo yo veía mucho a Adriana Gato. Como yo había dejado de frecuentar la casa de Farolito, ahora ella venía a mi casa.
Algunos días trabajaba un poco en un taller  artesanal de cuero allá en la Boca. Me había conseguido trabajo por unos días y así conocí a su amiga la gorda Cleide y a un grupo de brasileros maravillosos. A veces nos quedábamos a dormir en el taller, pero después ella venía a mi casa. Y siempre juntábamos una plata y salíamos a buscar unas perveta por las farmas. Una vez nos inyectamos todo. Llovíó a mares, caían rayos y truenos, parecía el fin del mundo,  pero nos descubrimos hermanos (incestuosos), gemelos idénticos.
Y esa mañana Gatito me había acompañado al hospital a mi sesión de análisis. Al llegar, desde la reja del jardín vio las altísimas antenas del hospital y prefirió esperarme afuera, advirtiéndome antes de entrar:
- Mirá las antenas que tienen ellos, pero nuestras antenas son mas poderosas aunque no se vean.  ¿Vas a estar mucho tiempo viniendo al hospital?... ¿Por qué no nos vamos a Brasil con Clyde y el Negro?... Sería mucho mas divertido, ¿no te parece? Lo que en un análisis lleva años de trabajo, viajando se resuelve en muy poco tiempo.
Fue entonces que mi analista consultó con su equipo y decidieron medicamentarme. Yo tenía que tomar unas pastillas por día. Debía cuidarme, alimentarme bien y tomar la pastilla.
Prometí seguir el tratamiento sin consumir mas droga. Dejé de ver a Gato y a todos mis amigos. No podía exponerme a recaer. Extrañamente la pastilla diaria que tenía que tomar era nada menos que el famoso Artane para parkingsonianos y esquizofrénicos, venta libre con el que mis amigos y yo veníamos experimentando desde hacía tiempo. Tomabamos indiscriminadamente tres, siete, quince pastillas a la vez para entrar en un viaje de pesadas alucinaciones y deliriums tremens. Ahora en cambio tenía que tomar media a la mañana y media a la noche.
Recuerdo muy vividamente ese tiempo: comía en el patio, era pleno invierno y quería almorzar a la intemperie, bajo el débil sol del mediodía. Yo quería curarme. No me inyectaba ni tomaba anfetas. Me veo por la mañana temprano yendo al hospital caminando entre la niebla densa que comenzaba a disiparse. Iba envuelto en mi capa azul y llevaba una bolsa de cuero al hombro con mi carpeta de dibujo y mis marcadores de fibra. Llegaba a la sala de espera del policlínico y me ponía a dibujar tratando de abstraerme del doloroso delirio de los otros pacientes que esperaban para la consulta. Hacía autorretratos. Me dibujaba a mi mismo en la
sala de espera.



Con Gato también habíamos hecho la promesa de no drogarnos más y después dejamos de vernos por un tiempo.
Un día fui a buscarla a su casa en el barrio de Constitución. La esperé en el porche al pié de la escalera, hasta que apareció transparentándose  por detrás de la puerta cancel con sus
cortinas tejidas al croché. Había estado en lo de Farolito… se había vuelto a picar…
Volví a mi casa sintiéndome más solo pero seguí con mi tratamiento desintoxicante.
Mi única alegría eran las cartas de Juanito que recibía de París o de Roma. Yo le respondía presuroso contándole
mi situación, mi imposibilidad de viajar por el momento. Pero en el fondo abrigaba la oscura idea de evadirme de aquella situación.


Con las inyecciones de Pervitin yo había comenzado a tener una serie de alucinaciones recurrentes: confundía a las personas. Las con-fundía, en vez de ver a la persona con quien estaba veía al objeto de mis deseos. Pero esas manifestaciones yo las tomaba como hechos completamente mágicos y absolutamente reales y misteriosos.
La primera de esas apariciones fue Juanito, por supuesto. Hacía poco tiempo que él se había ido a Europa y me escribía divertidas cartas desde Madrid, Barcelona y París. Me contaba maravillas de los lugares por donde andaba. Me llamaba. En todas sus cartas me pedía que viajara para reunirme con él, lo que para mi era imposible. Mis viejos se oponían a dejarme viajar, ¿de qué viviría en Europa? No tenía profesión, ¿Dónde iría a vivir? Lo que yo podía contarles de Juanito era demasiado ambiguo, y ellos no veían nada concreto en todo eso. Además ya sabían de mi adicción a las drogas y me vigilaban.
La primera vez que “ví” a alguien fue a Juanito. Yo había tomado la costumbre de pasear los domingos a la tarde por plaza Francia, donde se reunían los hippies y los artesanos. Y allí me encontraba con mis amigos y nos sentábamos a conversar y hacer música sobre
el césped entre las altas palmeras. Y una tarde que estaba solo un momento se me acercó un chico. Al principio no lo reconocí, porque era alguien que nunca antes había visto y me preguntaba algo, parado frente a mí. Tal vez algo acerca del lugar, o de alguien a quien estaba buscando, y yo había comenzado a contestarle cuando vi que su rostro se transformaba, y de pronto ante mis ojos
se transfiguraba y era Juanito. Había como un “montaje”, una superposición de imágenes, porque era ese chico y al mismo tiempo era Juanito. Le sonreí a Juan y el chico también me sonrío, pero lo mas extraordinario era que en lo que me estaba diciendo también había palabras de Juan, pequeñas claves, formas, modos que eran característicos de Juan. Además el chico parecía decirme con la mirada que él sabía lo que yo veía, y hasta parecía querer insinuarme que en ese momento él era realmente Juan. Mientras  trataba de fusionar mis respuestas para hablar al mismo tiempo con el chico y con Juanito, yo intentaba ser tan mágico como el mismo fenómeno que percibía, pero tenía que mantenerme en delicado equilibrio, porque si lograba ver solo a Juan y me olvidaba de la otra persona algo se trizaba y la magia dejaba de fluir. Entonces dejaba de ver a Juan  y solo veía frente a mí a un desconocido.
Pero si lograba el difícil fenómeno de percibir todo al mismo tiempo entonces la magia fluía, y yo estaba ahí, en plaza Francia hablando con un desconocido que era Juanito en París.
El chico enseguida se fue.
¿Qué pasaría si yo lo llamaba por su otro nombre?... si yo de pronto gritase su nombre y corriese hacia él para abrazarlo… para descubrirlo con un beso… mientras se alejaba sentí que me pedía que no lo hiciera, que no violara las reglas del juego, ya que era la única forma de que él pudiese ser quien fuera y de que hubiésemos podido estar juntos como pares por un momento en plaza Francia…y en Paris…demostrando una vez mas que las líneas paralelas si, se
cruzan… en el infinito.
Cualquiera puede explicar este fenómeno con el término de “lo que se parece”… de los parecidos…de lo que al aparecer se parece… de las meras apariencias… y entonces no hubiese pasado de ser una simple co-incidencia. Me decía a mi mismo; “Solo se parece”… y fue entonces que enuncié mi Principio Fundamental:

                 “TODO LO QUE PARECE ES”

(tan acertado como decir que todo lo que es parece…)
Y a partir de entonces ese fenómeno comenzó a desarrollarse vertiginosamente cada vez con mayor frecuencia, tal es así que  comencé a estar siempre con alguna persona … y con “alguien mas”.
No era del todo necesario que hubiese un parecido físico, ya que se daba con todos, con cualquiera y en cualquier lugar, en algún momento la fisiognomía se fusionaba y los seres se con-fundían y se amalgamaban. Por eso veo a otros en cada ser, “tengo ojos en
los oídos” y …”una oreja detrás de la oreja”…entonces era cierto que nosotros somos nos y somos otros.
 Existen otras formas de explicar el fenómeno además de la escisión esquizoide: el desdoblamiento de la actuación, la caracterización, el disfraz,  o el misterio de la transfiguración, las
mutaciones, las metamorfosis mitológicas…
El caso es que comencé a buscar a otros en cada uno…




Recibí una carta de Miguel.
Me escribía desde Brasil unas líneas por las que soplaban aires de libertad y también un poco de su acostumbrada agresividad:

“Mandame el sobre redondo y no te olvides nada encima del piano. Ahora estoy con un chico brasilero y todo acaba de empezar en cuanto te escribo esta carta.
No hagas preguntas molestas y preocupate por tus problemas que para que me rompan las pelotas me voy a vivir a un campanario. Tratá de no ser tan incómoda y lavate los dientes que dentro de poco te vamos a tener que comprar una aspiradora.
Además, lo mío, se trata de una cuestión molesta y si me molesta me molesta.
Las baratas brasileras te comen la lana, el papel, el algodón, el paño, los roperos, los zapatos, los gemelos, cualquier cosa 
te comen, y no te comen a vos porque no te vieron.
Dejá todo por mi cuenta, andá tranquila.
Pará, pará, ya te sale el destinatario y me querés serruchar el enviato.
No sé si te habrás dado cuenta de que yo te veo a vos, y vos, que no me ves, pero tenés una carita de sopa que mata, o no mata, extermina:
                  Es un producto de ceras Johnson
                  Nuevo R.A.I.D.
                     Mata
                   Cucarachas
                   Pulgas
                 Hormigas
         Matándolas bien muertas  (vapores penetrantes)
La vidriera está vigilanta y me parece que me voy a tomar el olivo muy derepente.
             Garotos, ya empecé.
             Uníos garotos
             Unios garotos
                Uníos, uníos.”


Por entonces me sentía realmente esquizo. Durante el día hacía mi tratamiento y quería curarme, pero al caer la noche armaba mi mochila con un poco de ropa y mis cuadernos y mis lápices y preparaba mi fuga. Cuántas veces esperé que los ruidos de la casa se acallaran y que todos se fuesen a dormir para salir como un forajido oculto en la oscuridad, cargando mi mochila. Me iba sin decir nada, entornando apenas la puerta detrás de mí, y entonces caminaba deslizándome por las sombras. No quería que nadie me viese, creía que toda la ciudad era una clínica  psiquiátrica disimulada entre calles y casas y plazas. Al llegar a la estación de trenes ya me sentía cansado y confundido… ¿adonde iba? Sentía sueño y me adormecía. ¿A dónde pensaba llegar? ¿Qué estaba
haciendo? Me sentía realmente loco, cargado como un tonto y sin rumbo cierto, sin saber adonde ir, como el loco de las cartas del tarot… me sentaba en un banco en la estación y veía pasar los trenes sin decidirme a tomar ninguno mientras el tiempo transcurría. Cerca del amanecer, con la última oscuridad de la noche volvía a mi casa, entraba sin hacer ruido, deshacía la mochila… era increíble las cosas que pretendía llevar en mi huída. Eso era de lo mas extraño, en cada fuga cambiaba notablemente el contenido de mi equipaje, como si con cada equipaje viajasen diferentes personas…
 Sin duda alguien se iba a partir del punto máximo de la fuga, porque cuando volvía ya no parecía ser el mismo. Alguien me
dejaba en el banco de la estación, tomaba el tren por mí y yo volvía mas solo y abandonado a desarmar a escondidas el complejo equipaje y meterme en la cama los pocos instantes que faltaban para el amanecer.
Un día vino Gato con una caja de ampollitas y le costó bastante convencerme.
- Estoy tomando unos medicamentos –le dije muy seriamente –si tomo alguna otra droga puede ser contraproducente.
-  Todo lo contrario, –me aseguró Gato –te podés morir si seguís tomando esos medicamentos de mierda… -y para dar por terminada la discusión, limó unas ampollitas y se inyectó.
Entonces limé mis ampollas y me piqué yo también. Inmediatamente comprendí toda la verdad, esos medicamentos de los psiquiatras me estaban volviendo loco, me estaban confundiendo, me estaban atontando, sofocando mi fuego interior, cortándome las ramas de crecimiento, impidiéndome la libre respiración, obstruyéndome la visión… y no me fue necesario preparar ningún equipaje, salimos a la calle simplemente tomados de la mano llevando solo lo puesto, y en la estación tomamos el tren sin sacar pasaje y esa noche aparecimos en el departamento de Farolito. Yo me había impuesto tanta soledad y ahí estaban mis amigos como si el tiempo no hubiese transcurrido.

Pero después de varios días de naufragio volví a mi casa con una terrible sensación de fracaso y dormí varias semanas.
Hasta que de pronto, una mañana ella apareció en medio de mi habitación, mi ángel luminoso: K! Botas altas, pantalón de pana color dorado, camisa blanca y un largo chaleco afgano. Se iba a Londres la semana próxima. Pero antes quería ir a Villa Gesell a despedirse del mar. ¿Quería acompañarla? Tomé el voluminoso
tomo de Las Mil y Una Noches que estaba leyendo y salimos a hacer dedo al camino. Momentos después viajábamos hacia la Villa en la destartalada chata de un viejito que avanzaba muy lentamente.
K me miraba divertida y decía:
-No se puede creer… ¿vos siempre viajas así, Omar?
Ella y Gracielita habían ido a hacer una obra de teatro a Rosario y a Córdoba y habían viajado las dos solas a dedo, leyéndoles la biblia a los camioneros, y habían llegado rápido como la luz.
Claro, pensaba yo, dos minas solas a dedo van como el viento. Ahora yo le leía los cuentos orientales en una catramina que avanzaba a paso de tortuga… Y luego de complicadas peripecias
llegamos a la Villa.fueron hermosos días plenos de sol. Paramos en casa de una familia amiga y estábamos todo el día jugando en el mar y tomando sol sin hacer mas nada en esas playas que comenzaban a poblarse de los primeros turistas del verano.
Era como si hubiésemos recuperado nuestra infancia olvidada. No había problemas, no había mas conflictos.
K llevaba un cascabel de bronce hindú atado al tobillo con un tiento de cuero. Se lo sacó y sin decir nada lo ató alrededor de mi tobillo. Sonreímos y volvimos a mirar el mar en silencio y esa misma noche regresamos a Buenos Aires.

Cuando llegamos a Baires nos fuimos al departamento de Marta Serrano, que era realmente el departamentito mas reducido que yo hubiese visto, y que estaba ahí nomas, a la vuelta de Galería del
Este tras un larguísimo corredor interminable, entrando por una puertita en la minúscula salita y subiendo un escalón hasta  la única habitación.
Extendido sobre el medio de la cama, desnudo, boca abajo, con una enrulada peluca verde yacía el andrógino de Jorgelina. La lámpara velador sobre la mesita de luz cuyo resplandor había
sido atenuado por un pañuelo de seda azul, arrojaba sobre él-ella una fantasmal luminosidad de profundidades marinas. Parecía el andrógino de Maldoror recostado en la hierba, pero este, en lugar de llorar derramando abundantes lágrimas, se reía.
Yo ya había visto antes a ese flaco alto con pinta de Greta Garbo. Si, en una mesa de la Giralda con K, toda la noche bordando con sus luminosos hilos de colores… y enhebrando mostacillas.
Desnudo sobre la cama con un pelucón verde escribía unos poemas que  nos iba leyendo. Escribía y leía, se había tomado cualquier pastilla y se reía roncamente mientras leía sus poemas.
Así que nos tomamos unas pastillas. Hasta que llegó Tango que
había conseguido una caja de pervetas en una farma y le preguntaba a K si nos podíamos picar ahí o si teníamos que ir a otro lugar. Entonces K dijo un poco en broma
que había un lugar muy lindo en las barrancas de San Isidro; y así fue que en medio de la noche nos fuimos los tres a Retiro y en la estación desierta tomamos el tren.
 Después caminamos por unas calles empedradas hasta una vereda cortada en una barranca que se asomaba al río. Todo estaba muy
oscuro. Nos asomamos por el borde de la barranca y nos pareció ver allá abajo el final del jardín de una vieja quinta, desdibujándose entre los matorrales que bajaban hasta el río.
-    …¿y ese caserón? –pregunté admirado.
-    La mansión de los Ocampo. –dijo K. – Desde acá se ve la barranca de la parte de atrás del parque que baja hasta el río.
Nos sentamos sobre la baranda mientras el  viento agitaba los ramajes que nos cobijaban. Nos picamos en ese lugar, en plena oscuridad a la luz del encendedor, y de pronto Tango escrutando el cielo nocturno le preguntó a K:
-   ¿Vos lo ves?... está ahí... ¿podés verlo?...
-   Si, si… está ahí…-dijo K mirando el cielo negro por encima de nuestras cabezas.
- ¿Entonces… ¿lo ves?... –insistió Tango - ¿está?...
-  Si, -dijo K –ahí está. –afirmó volviendo a mirar hacia lo alto.
Yo también miré hacia arriba pero confieso que no vi nada.
- Bueno, vamos… entonces vamos. –ordenó Tango.
De pronto noté que se iban para el lado de la estación.
-  Esperen –les dije - ¿adonde vamos?... si acabamos de llegar…
- Vamos… nos vamos –decían ellos.
Pero mi insistencia y mis preguntas fueron inútil y regresamos a la somnolienta estación de trenes y volvimos al centro.
Yo me quedaría eternamente intrigado…¿qué habría sido lo que ellos vieron y que estaba flotando ahí arriba sobre nosotros en la noche?...

Pocos días después K nos avisó que su avión salía de Ezeiza con destino a Canadá al día siguiente.
Krishna, el mendocino del taller de Kalendar le había hecho para viajar un largo abrigo de piel de cordero; era blanco y vaporoso, y las lanas llegaban hasta el suelo. En el dobladillo le había encanutado un join para brindar cuando llegase a Londres.
 Fuimos con Marta en el autito hasta el aeropuerto a despedirla. Y
 Ella alcanzó su avión pasando corriendo y
saltando a través de las puertas vidriadas y girando y volviéndose para mirarnos y saludarnos una vez mas hasta el final como bailando siempre una danza que la alejaba inevitablemente de nosotros. Antes me había hecho prometer que no me deliraría y que haría lo posible para viajar. Nos encontraríamos en París, o en Barcelona…
Yo me quedaba cantando un tema de Almendra de esa época:

 “Era una chica que voló
 vio florecer la luz del sol
 y no volvió
 Tal vez esté sentada aquí
 en una silla de algodón
 para mirar y mirar
 ¿Dónde estás ahora?
 que el viento borró tus manos
 ¿Dónde estás ahora?
 tu cara es tan gris
 tu imagen se va.”









             *
(continuará)