viernes, 26 de noviembre de 2010

Generación Descartable: Capítulo Miguel

"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo
"MIGUEL"
“Hacía ganas de morir. Llovía.
Daba pavura la noche afuera.”
Daniel Giribaldi
En efecto, volvimos a encontrarnos en Baires a comienzos del otoño. Conservo una imagen sensacional, como blindada dentro del tiempo. Una luminosa mañana vamos caminando por calle Florida: Javier, Miguel, Pipo y yo, cuando de pronto una música magnífica nos obliga a detenernos frente a una disquería. Es el tema “Un Día en la Vida” del álbum reciéntemente editado de los Beatles “Sargent Peapers”. Pipo nos iba traduciendo algunas estrofas y cuando volvimos a reanudar la marcha nos miramos sonrientes sintiendo que esos chicos de Liverpool estaban revolucionando el mundo.
A veces nos gustaba reunirnos a pasar el día en una placita que estaba subiendo por el pasaje Seaver, ese pasaje que parecía recortado de un barrio de París y puesto ahí en medio de la arquitectura heterogénea de Retiro. Era adentrarse en otra dimensión, de repente al doblar una esquina entrar en esa callecita con sus casas de cuidado estilo colonial y después subir la escalera del final de la calle y cruzar hacia la plaza con su frondoso ombú donde casi siempre bajo sus ramas encontrábamos algún miembro de la tribu. Ahí, entre sus gigantescas raíces, a veces nos quedábamos a pasar la noche, ocultándonos de los patrulleros que rastrillaban las calles.
Miguél y Diana vivían en una pensión cerca de esa placita. Era un barrio super elegante y más allá había una plazoleta rodeada por los altos edificios de las embajadas. La pensión, que en realidad era un hotelito decadente, tenía una entrada señorial y una recepción que se abría a un gran vestíbulo espesamente alfombrado entre las vetustas molduras de las paredes grises, el techo cargado de ornamentos y las antiguas lámparas de pared de metal dorado y caireles de cristal. Y luego de atravesar un largo corredor se llegaba a la zona de las habitaciones que eran verdaderamente lamentables. Muchas veces Miguel y Diana entraban primero y si no había nadie en la portería nos infiltrábamos sigilosa- mente hasta la habitación. Era un cuarto muy pequeño también pintado de gris y sin ninguna ventana. Apenas una cama doble, una mesita unas sillas y un bañito de dos por dos. Pero en ese tiempo nadie tomaba en cuenta lo deprimente que era ese lugar, ni nos afectaba tener que habitar espacios tan reducidos porque lo único importante era poder estar juntos y se- guros en algún sitio. A veces entrábamos varios amigos de “canuto” y nos encerrábamos a charlar y llenar de humo la
estrecha piecita.
Mientras andábamos juntos por la ciudad yo comenzaba a percibir la extraña personalidad de Miguel. Lo observaba detenidamente y tenía oportunidad de hacerlo porque pasábamos todo el tiempo juntos. Enseguida nos tornamos inseparables. Yo salía de mi casa para el centro pero antes le telefoneaba a la pensión y nos encontrábamos en algún lugar y ahí entrábamos a divagar juntos, con Diana, con Pipo, con Javier durante días enteros. A veces copábamos la habitación de la pensión o andábamos en la calle y por las plazas con alguna guitarra o íbamos a copar unos días la casa de algún amigo ocasional. Y durante toda esa caravana algunos tomábamos estimulantes y Miguel y yo éramos los que consumíamos más. Tal vez por compartir una adicción estábamos juntos, aunque en realidad no solo por eso; se iba formando entre nosotros lo que parecía ser una estrecha amistad.
Ya desde entonces yo tomaba notas en mi cuaderno, a ve- ces estudiando el comportamiento de Miguel, sus insólitas reacciones y sus frases geniales. Desde mi adolescencia me apasionaba el teatro y veía lo mejor que se daba en Buenos Aires interesándome especialmente por los movimientos de vanguardia. Por entonces había escrito varias obras cortas, la mayoría de ellas piezas en un acto que fluctuaban entre el absurdo y el surrealismo, y a medida que conocía a Miguel se iba desarrollando en mí la idea de escribir algo para la escena con Miguel como personaje. A él también le gustaba el teatro y a poco de conocernos nos invitó a mi y a otros chicos al estreno de una obra donde trabajaba. Recuerdo que tomamos un tren de la zona norte hasta un teatro blanco de hermoso estilo colo- nial. Se trataba nada menos que de “Las Preciosas Ridículas” de Moliere, en una puesta muy ágil con escenas musicales donde los personajes cantaban y bailaban y hasta había una entrada especial de Tania haciendo una hermosa canción
cortesana. Hasta que de pronto vimos aparecer a Miguel convertido en una especie de duende en el personaje del negrito Almanzor. Tenía varias apariciones cortas y lo que más me fascinó era que actuaba como una marioneta. De acuerdo a las teorías de Gordon Craig y el teatro de Kantor del actor como marioneta total, Miguel ya componía su personaje a partir de esas técnicas.
Y yo pensaba en Miguel como El Personaje. Y enseguida empecé a desarrollar algunas escenas.
Ya no recuerdo bien los detalles pero era la historia de un poeta que a través de varias situaciones se iba enfrentando con el mundo circundante. La sociedad lo criticaba y lo marginaba. Su familia lo rechazaba, sus amigos lo traicionaban y su mujer no lo comprendía demasiado. Hasta que finalmente el poeta agonizaba en una larga delirante y poética escena final. La obra se llamaba extrañamente “Liquidando a Miguel” y sin duda se trataba más de una proyección morbosa de mis propios conflictos que de una realidad objetiva. Yo iba leyendo algunas escenas a medida que el trabajo avanzaba y en gene- ral a todos les gustaba, así que decidimos intentar el montaje.
Nos reuníamos a ensayar en la librería de “La Paschero”, en el subsuelo de una galería de calle Florida. La dueña era una mujer encantadora que había publicado un librito altamente erótico llamado “La Salamandra”, donde contaba sin reparos sus osadas experiencias amorosas. Era una mujer muy delgada pero atractiva y estaba siempre rodeada de infinidad de libros. Y en el sótano de la librería nos reuníamos para ensayar. Por supuesto Miguel hacía de Miguel y otros amigos cubrían los demás personajes. Así hicimos varias pasa- das de texto pero enseguida nos aburrimos y el proyecto quedó en la nada.
Una vez estábamos juntos Miguel, Javier y yo y no teníamos a donde ir, entonces yo propuse un lugar allá en el sur. Era la casa de unos amigos, así que tomamos un tren en Constitución y aparecimos en los suburbios de Banfield. Pero mis amigos no estaban en casa. Tuvimos que saltar la pared del patio y cuando los dueños de casa llegaron, nos encontraron cómodamente instalados en su habitación tocando la guitarra y cantando. Esa noche Miguel y yo tomamos unas cápsulas de dexedrina. Eran unos confititos anaranjados muy bonitos y yo me puse a contar algún cuento improvisado Pero ahora el cuento estaba lleno de imágenes muy coloridas que se movían entre paisajes psicodélicos. Miguel estaba tirado junto a mí en la penumbra pendiente del relato como hechizado. Decía que veía muy claramente todo lo que yo narraba y me pedía que siguiese. A veces él intervenía adelantándose al relato y completando mis ideas. Nos divertía ese estilo aleatorio como de cadáver exquisito. Se veía que Miguel mantenía viva su parte infantil, mientras que por lo general las personas adultas trataban siempre de reprimir al niño que alguna vez habían sido. Aparentemente en Miguel, el niño continuaba intacto.
En aquel lugar pasamos un par de días hasta que al final nos fuimos para mi casa. Nos encerramos en la cocina a las tres de la mañana y nos pusimos a secar cáscaras de banana sobre la plancha para armar cigarrillos porque nos habían dicho que tenía efectos alucinógenos. Javier tuvo un ataque de risa. No podía parar de reírse sin motivo.
Volvimos al centro y Javier se borró para su casa. Javier no tomaba pastillas y con Miguel nos pasaba eso, al comienzo del viaje estábamos con todos nuestros amigos, pero a través de largos días insomnes todo el mundo iba quedando por el camino. Y al final nos quedábamos solos él y yo, irreversible- mente locos.
Cerca de medianoche caímos por El Estaño, ahí en Corrientes y Talcahuano. Copamos una mesa y yo me puse a redactar un artículo que tenía que entregar para la editorial. Había empezado a escribir artículos de humor para la revista “La Hipotenusa”. Era la revista de onda en ese momento. Yo conseguí el trabajo por intermedio de Juanito. Él ya había publicado una serie de artículos y como yo también quería escribir él me había recomendado ante el jefe de redacción, nada menos que el poeta “lunfa” Daniel Giribaldi. Y yo estaba preparando ese artículo para el próximo número. Miguel también quería escribir y me preguntaba si sería posible que le publicasen algo. Yo pensaba que si el artículo era bueno no habría inconvenientes. Así que estábamos escribiendo cuando de pronto apareció el amigo poeta. Giribaldi era un tipo maravilloso. Físicamente era bajito y regordote pero era un ser en- cantador y de un humor excepcional. Andaba en amores con una amiga nuestra que hacía periodismo, Raquel, hermosísima con unos ojos verdes inquietantes que resaltaban entre sus pelos tan negros. Ella me había hecho conocer a su autor favorito cuando me regaló un ejemplar de “Papeles de Recienvenido”, de Macedonio Fernández con una hermosa dedicatoria. Raquel era de esa clase de seres adorables y supercultos que derrochan ingenio en cada conversación. La habíamos conocido el verano pasado en Villa Gesell y se había hecho muy amiga de Miguel.
Y ahí estaba Daniel Giribaldi, el poeta genial de los “Poemas Mugre”, esa joya del lunfardo nacional y la divina Raquel sentándose a nuestra mesa. Enseguida, como de costumbre: vasos de vino blanco y excelente conversación. Miguel le decía “Roque Soberbio” a Giribaldi, (con esa facilidad que te- nía para poner apodos) porque el poeta era de aspecto fuerte, como una roca y de carácter soberbio.
Esa noche Daniel se puso a hojear mi cuaderno viendo mis dibujos de flores psicodélicas y en una servilletita del bar escribió ese hermoso poema que dice:
“Omar, yo no sé hacer flores
ni sé dibujar cuchillos,
me lo sugieren dos pillos.
Te dibujo mis amores.
Tal vez no sean primores
estos versos rantifusos.
Dale los discretos usos
que te parezcan mejores.
Yo no sé dibujar flores,
solo hago versos confusos.”
Y después de un par de vinos y ese poema que es una muestra de la espontaneidad del poeta, nuestros amigos siguieron su derrotero por los boliches de la trasnochada calle Corrientes.
Nos quedamos solos Miguel y yo. Terminé de escribir mi artículo y él me pasó el que pensaba presentar que era:
“Las Extrañas Deducciones de un Enfermo”:
- Empecé teniendo un leve dolorcito aquí. -dije al médico que me miraba como si yo fuera una máquina tragamonedas.
-¿Aquí?
-No, no, aquí. -dije yo desde mi timidez, apenas rozándome con la punta de los dedos lo que luego me enteré se llamaba apéndice.
-¿Aquí?
-¡¡¡Ayyy!!!
La pregunta debe haber quedado por contestada.
Me desperté y todo estaba a oscuras. Luego me enteré de que lo que yo padecía no era apendicitis sino cataratas. Primero vino el jefe del hospital, luego vino el jefe de sala, después la cava de guardia, detrás de ella el camillero, más tarde el intendente. Todos se arrodillaron ante mí y me pidieron mil perdones, me ofrecieron mil razones y hasta me ofrecieron una salita aparte. Me desperté de una patada en la camilla que fue como un pinchazo debajo de la uña.
-No, no es nada.-dije humildemente mientras aguantaba sobre la barriga la escoba que la mucama no supo donde apoyar.
Luego un médico me destapó como para mirar a un gato y me arrancó de un tirón la gasa pegada, pero claro, era el doctor.
-Disculpe.-dije yo que iba por el cuarto barrote masticado.
Mi convalecencia prosiguió. Yo no sabía que fuesen tan veloces los carritos que traen la comida a los enfermos.
-Perdón, perdón.
Yo fui siempre tan torpe y más ahora…
(falta un párrafo y luego sigue)
Por ejemplo los artistas de la publicidad tendrían que
tener avisos como este:
-“Tome Uvasol. No cura pero refresca.”
Incitar a toda la gente a que fume, trasnoche, haga experimentos como los de tirarse desde un tercer piso y de cabeza (no digo desde lo mas alto porque corren el peligro de matarse y ya dejaría de ser un negocio). Mandar al mundo entero al psicoanalista, a un psicoanalista bien caballo de esos que trabajan con métodos modernos donde te encajan desde marihuana hasta Bidú. De esta manera pararíamos el tráfico de científicos argentinos al exterior y también pararíamos la inflación en materia de medicamentos, porque como todos sabemos: “A mayor venta, mayor…”, bueno yo que sé. Lo importante es que sería muy lindo, claro, porque ¿a quién de nosotros no le gusta somatizar? Decir que nos duele esto o lo otro delante de nuestros amigotes convenientemente opiados. Uno se pasaría si por ejemplo sacase una cajita de medicamentos (preferentemente con una calavera dibujada en rojo) y se tomara dos o tres comprimidos. Esto está de última moda.
Epilogo estilo moraleja:
¿Es usted culto? ¿Se considera usted un artista? ¿Se considera usted sensible?:
¡COLABORE SIENDO UN ENFERMO MÁS!
También los artistas del vestido podrían colaborar con esta campaña confeccionando vestidos de lata oxidada que pueden traer consecuencias como la gangrena o para no ser tan drásticos podrían hacer…”
(aquí se interrumpe)
Leí el artículo con creciente desencanto. Salvo algunas
líneas me parecía que no era muy bueno, pero los míos que se habían publicado hasta el momento no eran mucho mejores. No era tan fácil escribir humor, se caía fácilmente en la pavada. Quedamos en que lo presentaría a la redacción de la re- vista para ver qué pasaba. Salimos del boliche y aún frente al Estaño, Miguel se paró y me dijo:
-¿Sabes lo que necesito yo en realidad, Omar? A mí ahora me
gustaría seducir a un marica, por ejemplo. Pero no una marica vieja, no, tendría que ser una linda mariquita joven. Eso es lo que quiero: un puto joven que se enamore locamente de mí.
Nos miramos un largo rato en silencio.
Yo me sentía confundido y avergonzado, pero no me puse en evidencia. ¿Cómo tenía que entender las palabras de Miguel? Hasta entonces yo había tenido solo un par de experiencias de amor con amigos, pero no por eso me consideraba homosexual y menos “puto”.¿Se trataría de una confesión íntima o de una burla encubierta? O tal vez solo se tratase de una forma de agresión. Quizás intuía que mi amistad hacía él estaba compuesta de sentimientos confusos y contradictorios y trataba de ponerme en evidencia.
Atravesamos la plaza Lavalle y llamamos desde la vereda gritando hacia los pisos altos del Conventillo de las Artes de la calle Libertad. De arriba nos gritaron que bajaban a abrirnos. Garuaba muy fino y nos estábamos empapando. En- tramos y como el ascensor nunca andaba, subimos por las escaleras en espiral hasta la bohardilla donde vivían unos pintores amigos de Miguel. Allí estuvimos mirando las inmensas telas que se apilaban contra las paredes, charlando y tomando ginebra, hasta que nos pusimos bastante locos. Yo me sentía eufórico, me veía bien con mi pelo largo y mi barba florida, enfundado en unos jeans ajustados y con una polera de yérsey color lila. Posiblemente el hecho de pensar que yo le gustaba me hacía sentir bien, verme bien. Me sentía resplandeciente, un poco motivado por las palabras de Miguel y notaba que él estaba muy seductor. Una nueva forma de energía irradiaba sobre nuestra amistad. Me parecía que había un acuerdo tácito entre nosotros. Algo así como un pacto de amor secreto.
Nos fuimos de ahí a la tarde del día siguiente.
Anduvimos caminando por el ghetto, buscando a alguien. Pero llovía y no encontramos a nadie. Finalmente ya muy tarde a la noche Miguel decidió que fuésemos a copar en casa de un amigo suyo. Yo ya me estaba marchitando. Necesitábamos dormir un poco. Llevábamos varios días sin comer ni dormir, tomando anfetas y con resaca de ginebra de la noche anterior. Para colmo no paraba de llover, estábamos empapados hasta los huesos y hacia frío. Caminamos de una punta a otra de la ciudad bajo la lluvia hasta que llegamos a un grupo de edificios del tipo monoblocs de varios cuerpos, todos iguales. ¿Dónde quedaría ese lugar? Finalmente después de buscar entre un laberinto de pisos y pasillos encontramos el departamento. Nos recibió su amigo y nos hizo pasar. Había un clima un tan- to siniestro. Lúgubremente nos contó que un amigo suyo con quien había estado conviviendo hasta entonces se había suicidado ahorcándose en ese mismo lugar hacía unos pocos días. Él estaba destrozado. Hablamos muy poco en medio de pesa- dos silencios, mientras afuera se desencadenaba una terrible tempestad. Nos dijo que podíamos quedarnos a dormir ahí, en lo que había sido la habitación de su amigo. Nos dio las buenas noches y desapareció.
Afuera el viento rugía enloquecido. Nos sacamos la ropa húmeda y nos acostamos tapándonos con la manta beige del suicida. Apagamos la luz del velador y la habitación quedó iluminada por la luz oscilante del farol de la calle que se balanceaba agitado por el viento.
Como la cama era estrecha, nos acostamos “al revés”, haciendo coincidir los pies de uno con la cabeza del otro, posición que me pareció realmente zodiacal para nosotros puesto que Miguel era de Aries mientras que yo de Piscis. Y ahí estábamos configurando la cabeza y los pies del zodiaco Nuestros cuerpos componían una especie de elipse con dos puntos de coincidencia: cabezas con pies. Principio y fin. Alfa y Omega. Estábamos delirantes pero a mi me vencía el sueño de tantas noches sin dormir y me parecía bien, estaba de acuerdo y aceptaba por fin dormir. Pero Miguel, en cambio no parecía tener sueño. Estaba intranquilo y se agitaba continuamente. Sentí que me acariciaba los pies y que les hablaba. Si, le hablaba a mis pies en un suave murmullo del que yo no alcanzaba a entender ninguna palabra, pero les hablaba y los acariciaba ligeramente. Aún sin llegar a entender las palabras su tono era el de un niño que juega con otros niños. Pero el sueño me arrastraba pesadamente muy lejos de todo y me dormí. Desperté tal vez un poco después, por la ventana empezaba a clarear y Miguel seguía hablando con los dedos de mis pies. Y debió haberse hecho amigo de los chicos porque ahora hablaba con cada uno de ellos. Agarraba los dedos y los manipulaba como si fueran pequeños títeres. Así pasó un tiempo, porque yo no me atrevía a interrumpir ese diálogo.
Salimos de ese lugar cerca del mediodía cuando
la tormenta hubo pasado. Afuera el temporal había destrozado plantas y árboles que se veían abatidos por todas partes, y sin saber que hacer nos fuimos para su pensión.
Me hizo entrar de canuto como de costumbre y se sin-
tió muy contrariado cuando comprobó que Diana no estaba. Hubiese sido mejor encontrar a Diana esperándolo en esa pie-
cita gris, pero él hacía varios días que no iba y a ella no le gustaba esperar. Andaría por ahí con los amigos y sin duda no tardaría en llegar. Nos sentamos ante la mesita y desplegamos nuestros cuadernos y nuestros papeles. Yo estaba entusiasma- do con mi obra de teatro y le pedía que trabajásemos juntos alguna escena. Entonces él se puso a hablar de algo que andaba rondando insistentemente por su mente. Si, la obra estaba bien, pero él quería que trabajásemos un tema en especial. Era cierto, el personaje pasaba por una serie de enfrentamientos con los seres que lo rodeaban de los que inevitablemente saldría frustrado, vencido, abatido. Eso estaba bien, el rechazo social, la incomprensión de sus allegados, hasta la imposibilidad de realizarse en el amor de su mujer. Y así el personaje iba entrando en una lenta agonía. Pero algo más tenía que su- ceder. Miguel creía que debía, necesariamente, suceder algo más. No sabía decirme bien qué, exactamente, pero en cambio pensaba que tenía que ser algo muy importante. Sí, algo mágico y misterioso. Precisamente en el momento en que todo estaba perdido se tenía que producir … un encuentro. Sí, era eso, milagrosamente el personaje agónico debía encontrarse con un ser excepcional. Entonces algo pasaba. Tenía alguna experiencia fundamental y se producía lo que él llamaba una “mutación”. Si, se produciría un cambio repentino que modificaría todas las cosas dentro y fuera del personaje, un cambio que afectaba su mundo interior al mismo tiempo que su entorno. ¿Comprendía yo lo que él trataba de decir?
- Te entiendo. –le decía yo como la virgen loca al marido infernal, pero él no estaba muy seguro.
Me repitió la idea varias veces y siempre terminaba refiriéndose al fenómeno con la misma palabra: mutación. Se producía un cambio, una transformación y lo que hasta ese momento era el desarrollo lógico y previsible de la historia, de pronto pasaba a otra cosa. Había un salto de octava específico, una levísima pero total alteración en la continuidad dramática y el personaje pasaba a ser… otro. Podía ser que conociese a alguien, otra persona, un amigo y tal vez el cambio afectaría a ambos.
. ¿Quizás uno pasaría a ser el otro, al mismo tiempo que el otro pasaría a ser uno? –Preguntaba yo esperanzado recordando a Alina Reyes, mi heroína predilecta por entonces.
Probablemente fuera eso, una relación entre seres excepcionales que vendrían a ser mutantes. (Yo todavía no había leído el best-seller “El Retorno de los Brujos” por donde Miguel parecía haber estado incursionando y el término me pare- cía totalmente original.)
Después de largo tiempo dando vueltas alrededor de esa idea, pero sin haber escrito nada, estábamos agotados y nos acostamos con intención de dormir. La desvencijada cama era de dos plazas, pero los elásticos vencidos hacían que nos deslizásemos irremediablemente hacia el centro. Miguel me daba la espalda, pero ahora el que estaba inquieto era yo. Mi mente y mis sentimientos se agitaban confusos. Sentía por Miguel una gran compasión. Me parecía que él sufría y que estaba muy solo, infinitamente solo y que nadie podía llegar a comprenderlo. Era un tipo hermoso. Sus ojos tan expresivos, el gesto de su boca dulce y amargo a la vez, sus manos maravillosas… Además me parecía que estaba irremediablemente loco y sentí que lo amaba más precisamente por eso. Pero tal vez se tratase solo de un espejismo, una forma de proyectar en el otro mi propia locura, porque finalmente y al cabo del tiempo iba a ser yo y no él quien habría de debatirse en las ciénagas de la locura. Sentí que para superar la soledad apenas había que hacer un gesto mínimo pero que era inmensamente difícil; entonces avancé con mi mano indecisa hasta tocar el hombro de Miguel. Se sobresaltó y se volvió hacia mí con una inesperada expresión de crueldad. Sonrió de manera perversa y escuché con espanto que me decía burlón:
- ¡Ah, era eso lo que querías!
Y entró a decir las cosas más hirientes y horribles que se puedan imaginar, al mismo tiempo que nos abrazábamos y nos acariciábamos. Y durante todo el tiempo no paraba de hablar. Sus palabras eran muy agresivas y producían en mí un profundo shock. Me alcanzaban en lo más hondo y vergonzoso de mi naturaleza. Me parecía estar viviendo una pesadilla, donde entre simulados gestos de amor, Miguel me insultaba y se burlaba de mis sentimientos. Era una situación altamente contradictoria. Nos desnudábamos y nos acariciábamos y al mismo tiempo él apelaba a todos los recursos verbales posibles para ofenderme. La experiencia para mí fue tan terrible que nunca pude volver a recordar sus precisas palabras, solo sé que despreciaba todo: mi amistad era solo una pantalla para encubrir mis verdaderos deseos, mi admiración hacia él no era más que envidia, mi compasión, vanidad y hasta el amor que creía sentir no era más que un sentimiento perverso y destructivo.
Estábamos desnudos, abrazados y enfrentados como hermanos en armas. Pero sobre todo se burlaba de mi pretendida “sensibilidad”. Ah, todos esos gestos de amor y esas lascivas caricias…eso sí que era pura basura sentimental.
Me sentía indignado. Me parecía imposible tanta violencia. De pronto estaba ante un total desconocido.
Entonces golpearon a la puerta. Nos vestimos rápidamente, él abrió y entró Diana. Intercambiaron unas palabras de reproche y ella se encerró en el baño. Miguel la siguió y comenzaron a discutir. Oí que se golpeaban y que Diana lloraba. Me terminé de vestir rápidamente y hubiese querido salir huyendo hacia la calle, pero estaba encanutado y no podía pasar por la recepción a esa hora sin ser visto, así que me quedé. Después de un largo tiempo volvieron a la habitación. No había pasado nada.
Podíamos salir y llegarnos hasta “Las Lilas” donde había una fiesta. Todos nuestros amigos estaban copando la casona abandonada que había sido de la abuela de Hernán Pujó y que ahora estaba en venta. Sin duda nos estarían esperando.
“Te es difícil llegar al territorio de tu hermano
con la humildad necesaria.
Te duele en el vientre decir “amigo no te olvides de mí”,
y sin embargo, entre toda tu sangre derramada en el camino
a veces le das la espalda al pedido mas pequeño
y sembrás de espinas el camino hacia tu hermano,
el mismo que vas a querer recorrer después.”
Pipo Baires - Primavera /68.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Generación Descartable: Capítulo El Coco

"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo 3
"EL COCO"
"El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper un mundo. El pájaro vuela hacia dios. El dios se llama Abraxas.
Herman Hesse
Para el Coco todas las personas eran “El Coco” y “La Coca”. Íbamos por la calle y quería fumar, paraba a una chica y le decía:
- Coca, convidame un cigarrillo. –ó - Coco, decime la hora.
Como gran solipcista creía que los demás eran una mera
proyección de sí mismo.
Era el último sobreviviente del verano y una noche nos
encontramos bolicheando y nos emborrachamos compulsivamente. Era el boliche de las chicas de Lesbos amigas suyas que a mi me parecían encantadoras y cuando ya nos íbamos el Coco les robó una botella de Gin del bar y nos fuimos ya tan borrachos como estábamos a tirarnos a ver amanecer entre los médanos cerca de la playa. El llevaba un pañuelito lila alrededor del cuello y cargaba escondida en su saco de cuero la botella de gin.
Después del espectáculo del amanecer nos dormimos un poco hasta entrada la mañana, pero cuando el sol empezó a picar, caminamos por la playa poblada de gente, bien hacia el norte más allá del pueblo por donde iba yo siempre en esos días recordando a Juanito. Y al llegar a esas playas solitarias donde el mar es más azul y profundo nos desnudamos y nos metimos en el mar. La inmensa soledad le daba al lugar un aspecto misterioso y por cierto que ahí el mar era mucho más peligroso ya que fuertes corrientes nos llevaban para adentro y se hacía difícil retornar a la orilla. Pero yo no sentía miedo. Envalentonado por el gin me parecía poder desafiar al mismo océano. Era tan bueno que estuviésemos así desnudos y nadando en medio de esa marejada azul bajo el cielo brillante del mediodía. Nada podía pasarnos y cuando por fin regresamos a la playa nos tendimos en la arena agotados, respirando agitados. Volvimos a tomar gin de la botella y a conversar con una serena alegría. Justamente el Coco, decía algo acerca de la capacidad de comprensión de la gente.“Sin duda, decía, que no todas las personas podían comprender ciertas cosas, porque para comprender había que ser; y le parecía totalmente falso que algunas personas dijesen a veces: -Yo no estoy en esa pero te entiendo. Porque para comprender realmente había que estar íntimamente involucrado. Y tampoco era posible como se decía mucho en ese tiempo “No me molesta mientras no se meta conmigo”, porque para comprender no se podía ser ajeno ni distante.
Y mientras hablábamos, todo el tiempo su mirada tenía un brillo intenso. Yo miraba el cráneo pelado del Coco y los largos mechones que brotaban de su coronilla; su barba negra y poblada de anacoreta, su cuerpo flaco cubierto de vello y su misteriosa mirada oriental. Todo en él me llamaba la atención como invitándome a pensar en otra cosa. No podía saber bien en qué, pero había como un mensaje oculto en sus palabras.
-Esos tipos macanudos, -decía el Coco,- como tantos amigos míos, que lo “toleran” con tal que no se meta conmigo; son los peores, porque esa actitud es otra forma de marginación como las reservas indígenas o los ghetos. Es como la idea de que “hagan lo que quieran pero acá no”. No hay nada mas ridículo porque no hay otro lugar, no hay nada más que acá en sentido planetario.
Me gustaba la risa franca y abierta del Coco aunque fue- se tan diferente a la risa naïf de Juanito. Esta era una risa como un graznido de pájaro. Y ahí tendidos sobre la arena húmeda de la orilla y mientras tomábamos lentamente el gin de la botella, ví que el Coco era un centauro. Ahí frente a mi yo veía un centauro que me miraba y me hablaba y que imprimía un extraño sentido a sus palabras. Y recién ahora lo veía pero siempre había estado ahí, un extraordinario centauro mitológico. Sentí que mi cuerpo se sacudía en un temblor incontenible de puro placer estético ante la inquietante imagen del Coco-mítico y al mismo tiempo sentía que debía alejarme rápidamente de ahí. Sentía que mi sexo se alzaba en una erección incontenible y cubriéndome con las manos me levanté y corrí bajo el sol profundamente confundido, hacia las dunas de los médanos para internarme y perderme en ese desierto dejando atrás al Coco, fantástico centauro repentino; buscando volver a estar solo como siempre en el lugar de siempre, donde vol- vería a pasar… lo mismo de siempre.
Ya una vez en calma, luego de tanta agitación, sentí la voz lejana del Coco que me llamaba. Yo estaba oculto tras la ladera de un médano, pero me incorporé y subí hasta la cresta para que pudiese verme. Me hacía señas y caminaba lentamente hacia mí desde lejos como un espejismo. Desnudo sobre la ardiente arena agitaba con su mano en alto la botella de gin casi vacía. Me senté a esperarlo y cuando llegó, se quedó parado ahí frente a mi, con la botella transparente tratando de ocultar su sexo; y cuando fui a tomar la botella se dejó atraer y se deslizo junto a mi como si cayese y nos abrazamos rodando hasta abajo, y nos acariciamos con los cuerpos llenos de arena con esa rara sensación de montañas que se entrechocan mecidas en medio de un mar agitado. Y yo sabía que de alguna forma estaba recuperando a Juanito. Compartiendo lo mismo que nos había unido me acercaba más a él, porque ahora estaba sintiendo yo mismo eso que Juanito había sentido antes conmigo.

Generación Descartable: Capítulo I El Comienzo


"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo 2
"EL COMIENZO"
Cuando mis amigos beats se fueron del pinar me sentí como en el aire. Es cierto que esperaba volver a encontrarlos en Buenos Aires el próximo otoño, pero ahora La Villa me parecía el lugar más triste y solitario. Ya no había nada, todos se iban y no encontraba a nadie con quien pasar los largos días y las noches, así que lentamente fui reintegrándome al trabajo. Volví a hacer artesanía con los artesanos de la galería. Pacientemente el gordo Marcelo me enseñaba a martelar el aluminio para hacer los marcos de espejos. Aprendí a cortar, a pulir, a engarzar piedras y a patinar el material para darle el aspecto de piezas de antigüedad. El trabajo era apasionante, y por las noches nos tomábamos todo el alcohol y nos íbamos a bolichear. Me gustaban esas largas noches entre música y tragos, ahora que los turistas comenzaban a irse y los locales ya no estaban atestados de gente.
Una noche habíamos ido a un boliche que estaba muy de moda: Juan Sebastián Bar, atendido por una pareja de lesbianas suecas bellisimas, de melenas muy rubias y físicos de camionero, donde habíamos estado escuchando a un morocho que tocaba la guitarra y hacía folklore. Habíamos ido con otros artesanos a tomar unas copas y al final de la noche se cerraron las puertas y quedamos solo los íntimos.
Un chico de otra mesa me había llamado la atención. Estaba con unos amigos. No era de los nuestros y nunca lo había visto antes. Vestía con fina elegancia al típico estilo mod: colores y flores pero todo caro, todo de marca, y todo muy fino, como acostumbraban los antiguos dandys. Se enganchó a hablar con nosotros y a la salida nos íbamos todos juntos, nos alejábamos del local en medio de una animada conversación. Era un pendejo, debía tener unos 15 años pero hablaba acerca de las cosas con el mayor conocimiento, como una persona de mucha experiencia. Todo lo que decía me parecía brillante. Se burlaba de todo y al mismo tiempo consideraba todo muy seriamente.
Caminábamos por el medio de la calle de arena cubierta de paja y en un momento mientras me cerraba la campera porque soplaba un viento fresco desde la noche marina, él dijo que se despedía ahí porque su pensión quedaba para el otro lado. Yo había imaginado que caminaríamos juntos hablando un poco más bajo la noche estrellada en medio de la dulce sensación de flote del alcohol y de pronto, ante su repentino anuncio me sentí sorprendido y desilusionado. Me quedé parado en mi lugar y me volví confundido hacia él que ya se alejaba desapareciendo en la noche. Y creo que dije algo así como:
-¡Ah!, ¿te vas?
Y mi pregunta habrá sonado tan desencantada que se volvió, se acercó a mí y casi pegando su rostro al mío me dijo suavemente:
- ¿Qué?... ¿Querés venir conmigo?
- ¿Adonde?-le pregunté.
-Al hotel.-contestó naturalmente y agregó:-A dormir…juntos.
Es cerca de aquí, pero hay que entrar escondido para que
no se den cuenta.
Caminamos unas cuadras en silencio y nos metimos en un chalet alpino por un sendero cubierto de enredaderas fragantes hasta una puerta tenuemente iluminada. Él abrió sin hacer ruido, me tendió la mano y en medio de la oscuridad atravesamos una sala y un corredor y otra puerta. Siempre aferrado a la mano de mi nuevo amigo. Una vez en su habitación nos desnudamos en la penumbra conteniendo la risa y nos tendimos en la cama.
-¿Cómo te llamás? –le pregunté en un susurro por vencer la turbación de estar acostándome con un desconocido. Y él me dijo:
- Juanito.
Y nos acariciamos sin dejar de sonreir.
Él era Juan, Juan Bautista, pero yo podía decirle Juanito como todos sus amigos. Pelos lacios muy negros. Nariz recta perfecta, mentón marcado, labios finos, ojos de un azul profundo…
Después hablamos en un susurro y Juanito sacó una libretita y juntos, con las cabezas sobre la almohada estuvimos leyendo entre sus hojas.
Son notas. –decía Juanito. –Cosas que se me ocurren.
A ver, leeme algo. –le dije porque me costaba descifrar esa
letrita minúscula.
Él, primero me miró largamente en silencio, luego se
volvió hacia su libretita y comenzó a leer:
“Duda que haya fuego en los astros,
duda que se mueve el sol,
duda que lo falso es cierto,
pero jamás dudes de mi amor.”
- ¡Que belleza!-dije yo. -¿Es tuyo?
- ¡No! –exclamó en tono erudito.- Es Shakespeare, Omar.
Y escuchá este otro:
“Yo no sé si las flores
volverán a nacer
esta primavera,
yo no sé si los colores
volverán a ser
los mismos hoy,
yo no sé si la mariposa
conocerá a la rosa;
solo sé que te amo,
yo te amo…
…Hoy te amo.”
-¡Maravilloso! –dije.-¿También es Shakespeare?
- No, ese es mío, pero ni siquiera es del todo mío, la poesía es de todos.
Así descubrí que Juanito era genial, era un poeta, y que lo que estábamos haciendo era bueno, muy bueno. Y que dentro del clima erótico había algo fresco y espontáneo como un juego de niños. Un juego adorable. Un juego muy dulce. Y me sentí inmensamente feliz de tenerlo conmigo, de besarlo y acariciar su cuerpo elástico y de que al fin (y en principio) estuviésemos juntos así, unidos así.
Y esa fue la única vez, porque a partir de entonces fuimos grandes amigos, pero sexo nunca más.
Después supe que Juanito, (mi Anito Ju ) no era tan chico como yo creía. Empecé a notar que él también era simple- mente Juan y por momentos Juan Bautista y que en realidad no tenía ni 15 ni 17 años, sino que tal vez tenía 25 o tal vez más.
Juanito era a fines de los /60 el chico iluminado que deslumbraba al mundo intelectual de Baires. Tenía el aspecto elegante y anodino de los parisinos. Nos veíamos en el bar Moderno frente a la Galería del Este. Él vestía saco azul cruzado de estudiante y corbata mod de todos colores. Escribía una pieza teatral con música que al poco tiempo se estrenó en un teatrito de la calle Florida. La obra se llamaba: “¿Me Amas o Me Deseas?” y el programa tenía forma de corazón. A Juanito le gustaban los comics y las novelitas
románticas y de aventuras. Adoraba la serie de Corin Tellado. Y tenía en la biblioteca de su cuarto de pensión cerca de Plaza de Mayo la colección completa de la serie de Tarzán. Pero el heroe máximo de Juanito era La Pequeña Lulú de las revistas mejicanas. Y es verdad que Juanito tenía algo del misterio de Dorian Gray. Poseía (como Cortazar) esa extraña característica que poseen algunos seres de tener por siempre el aspecto indefinido de adolescentes hasta edad avanzada. Y Juanito era el enfant terrible de la avant - garde, el símbolo de la nueva ola, la nouvelle vague. Era escéptico, burlón y criticón y como los niños, era también bello y perverso. Divertido pero cruel. Cuando se ponía en malo revoleaba los ojos, vizqueaba y sacaba la lengua, pero a continuación se reía de la forma mas inteligente y transmitía la convicción de que todo era al menos… “muy divertido”.
Aquella noche, aquella primera y única noche de amor con Juanito, yo pensaba al observarlo leyendo las notas de su libretita, que por cierto él era un ser muy especial, muy diferente a la gente que yo conocía y en cambio mas parecido a los personajes de novela que yo acostumbraba leer por aquellos tiempos. Pensé que podía compararse a los enigmáticos personajes de las novelas de Lawrence Durrell, raros, exóticos, que llevaban una existencia extraña y misteriosa. Y mi- entras él leía tendido desnudo en la cama junto a mi que lo acariciaba dulcemente se lo dije; pero él entendió que la comparación era demasiado compleja y lo pensó un momento y después agregó que no, que Durrell no le resultaba nada divertido y que no le gustaban esas historias tan densas y melancólicas. Él tenía otras preferencias literarias, le gustaban las lecturas más flu, los temas más superfluos, los argumentos superficiales que no ahondaban y que fluían con cierta frescura: me mostró los libros que estaba leyendo: “Candy” y… “El Barón de Münchhauser”, libros y autores desconocidos para mi.
Dormimos algo y me fui sobre el amanecer. Y por la tarde después de estar pensando en él todo el día lo vi pasar con unos amigos. Tenía puesta una camisa rosa chicle con un pantalón blanco y en algún lugar había juntado unas florcitas rosaceas que hacía girar entre sus dedos. Se lo veía hermoso y fresco como la brisa del mar que soplaba a esa hora de la tarde y me presentó a sus amigos: Carlitos Borsani y el pelirojo Daniel Melgarejo. Me miraba con cierta complicidad que me hacía recordar la noche pasada. Después dijo que se iban. Volvían a Buenos Aires esa misma noche, pero que ahora se iban a tomar el té a casa de la señora Luisa Vehil. Esa referencia resultó emocionante para mí, porque yo admiraba a la actriz de teatro desde chico y veía todas sus obras. Pero para él, esa cita no era nada excepcional, puesto que por la mañana había estado paseando por El Pinar con la señora Tita Merello. Eso si le había encantado, porque según dijo Tita era muy genial y muy divertida.
No había tiempo para que volviésemos a vernos. A la noche salía su ómnibus. Debía estar en Buenos Aires temprano en la mañana para entregar unas notas en la editorial. Escribía para una afamada revista de humor. Casualmente, Carlitos llevaba un ejemplar del número pasado en su bolso. Se lo pidió y me lo entregó.
- Tomá, -me dijo.- para que leas mi artículo. Lo vas a encontrar por el medio. Esta firmado al pie. Después me decís qué te pareció. Te dejo mi teléfono, llamame cuando vuelvas a Buenos Aires.
Me pasó el ejemplar de “La Hipotenusa” y nos despedimos con un apretón de manos. Y me quedé otra vez solo, pero ahora más solo que antes, más solo que nunca, completamente loco de amor por Juanito. Pensando en Juan todo el tiempo, queriendo estar con él y volver a amarnos como aquella noche. Su recuerdo me excitaba continuamente, en el trabajo, en la playa, en los sueños. Sabía que nos volveríamos a encontrar y desesperaba por que llegase ese momento. A mediodía, a pleno sol caminaba por las playas de La Villa hasta salir de la zona poblada y en el paraje mas solitario, donde el mar parecía ser del mismo azul profundo de sus ojos me desnudaba y me zambullía. Después me perdía entre las cambiantes dunas de arena y en medio de ese desierto me encendía de amor y de nostalgia por Juanito. Y enloquecía bajo el ardiente sol hasta ser sudor y sal y sed y rodar por las pendientes de arena suave, delirando de amor, pensando en Juanito, imaginándolo, extrañando a Juanito.





Generación Descartable: Introducción al verano

"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo 1
"INTRODUCCION AL VERANO"
"Al convertirse en escritura la realidad se hace mentira." - M.Vargas Llosa
Era increíble como había cambiado mi vida de manera tan repentina, porque finalmente había logrado huir abandonandolo todo. Sí, había huido. Había planeado la fuga pacientemente durante meses y meses hasta que por último lo había hecho. Había abandonado mi casa, mi familia y mi trabajo y me había ido “al mar”. Había elegido Villa Gesell porque sabía que era el balneario donde se refugiaban los jóvenes inconformistas. Me había liberado del trabajo alienante en la oficina del ministerio donde me sentía languidecer tristemente entre los archivos y legajos polvorientos; simulando siempre teclear en la máquina algún confuso informe pero en realidad escribiendo cuentos y poesías. Con el solo pensamiento siempre de que algún día largaría todo para irme “al mar” y olvidar así esa oscura pesadilla de largas horas aprisionado entre ficheros y biblioratos, y los insufribles viajes en trenes atestados todos los días. Cambiarlo todo por “el mar”. Y ¿Cómo haría para subsistir?, me preguntaba. No sabía hacer nada salvo recitar poesías. Entonces viviría de eso. Me parecía posible. ¿Por qué no? Iría por los bares recitando poemas. También podía ser fotógrafo en la playa. Generalmente hacía buenas tomas. Mientras tanto memorizaba poemas y preparaba mi Polaroid Instantánea.
Y de pronto lo había hecho. Sin decir nada a nadie había desertado un amanecer con ropa sport y mochila a la espalda tomando un ómnibus hacia la costa, en vez del tren a la alienante oficina y había llegado “al mar”.
Los pocos ahorros que llevaba me alcanzaron para unos días en un hotel barato, pero andando por los locales de artesanías de la Galería Combo me hice amigo de unos artesanos del metal que hacían bijuterie, adornos de fantasía y marcos para espejos y conseguí un trabajo de ayudante. Entonces pasaba los días en el local y las tardes en la playa y conocía gente diferente, gente un poco loca y divertida, las alegres hordas aventureras del verano, en lugar de la gente formal con la que había tratado hasta entonces.
En “Los Picacobre”, el local de artesanata, aprendí a cortar metales y engarzar piedras. Y me hice amigo de un pintor bohemio y borrachón que andaba por las playas haciendo retratos de los turistas por unas monedas para un plato de fideos o para una botella de ginebra: el Coco.
Alto, flaco y barbado, antiguo estudiante de Bellas Artes y dibujante surrealista magistral, el Coco Jorge Hacha había ensayado conmigo un par de retratos de asombroso parecido. Mientras me dibujaba en un boliche donde un negro tocaba el piano cantando con voz ronca “Summer Time”, el Coco me decía:
-Cuando me gusta la persona que dibujo, en el pelo yo le escribo unos mensajes. Al final no se ven, pero entre los pelos hay… palabras.
Me decía que vivía en un campamento en El Pinar con unos amigos beatnicks y que una de esas noches me iba a llevar para que los conociera, y así fue como conocí a esos seres extraordinarios: Miguel, Pipo, Javier.
Estaban en un campamento (un par de carpas alrededor de un fogón) en medio de El pinar hasta donde llegué una noche conducido por el Coco.
Pies descalzos bajo el enjambre de estrellas, siguiendo un sendero de arena que serpenteaba entre los pinos, llegamos a un claro donde había un par de carpas alrededor de un fogón.
Las carpas estaban disimuladas y camufladas entre los arbustos porque no era zona de camping, pero en ese borde del bosque nadie había avistado el acampaje.
Alrededor del fuego encendido había cinco figuras: dos chicas y tres muchachos. Dos guitarras y un tamborín. Dos de los muchachos tocaban violas y un tercero percutía sobre una cacerola dada vuelta. Las chicas coreaban a la vez que cebaban mate y preparaban ensalada.
La luz temblorosa del fogón me daba de ellos una imagen intermitente: de pronto los veía con claridad y por momentos eran solo sombras bajo la penumbra lunar, y enseguida el fuego volvía a iluminarlos.
Nos recibieron con afecto y entusiasmo, más aún cuando vieron que les llevábamos de presente, paquete de yerba, atados de cigarrillos y botella de Gin.
Enseguida fuimos siete figuras alrededor del fogón.
Javier tocaba un guitarrón americano negro reluciente con cuerdas de acero, Miguel lo acompañaba con una guitarra española y Pipo les hacía percusión a cacerola.
A primera vista me gustaron, me sorprendieron y capturaron toda mi atención. La música me inducía a adentrarme en un plano de lucidez irresistible para mi. Eran rock y eran blues.
De entrada, Javier me pareció un personaje de comics: un flaquito alto de anteojos de aumento y voz metálica; parecía uno de los amigos de “Archi” de las revistas mejicanas.
Miguel, el otro, el morochito de rulitos, ese me pareció de entrada tal cual yo me imaginaba a Francoise Villón, el poeta bandido.
Y Pipo tenía todo el aspecto de un náufrago francés en Hawaii al estilo Gauguin.
Las chicas, divinas, también: una morocha gordita y la otra una nena grandulona.
A primera vista parecía un campamento de estudiantes, pero observados con atención, era evidente que exageraban la profusión pilífera y el desaliño. Pelos muy largos todos, ropas gastadas y rotas. Por momentos parecían clochards y también había un toque de gitanería: vinchas, pañuelos, adornos, pollerones…
Habituado a tomar nota mental de algunos acontecimientos, pensé que tal vez pudiese redactar más adelante una posible nota para una posible revista que tal vez se titulase: “Un periodista en… La Corte de los Milagros”.
Y desde entonces ya no quise separarme de ellos. Ya no me interesaba trabajar con los artesanos de la galería y en cambio quería estar todo el tiempo con mis nuevos amigos, escuchando las canciones que cantaban acompañándose con sus guitarras y siguiendo sus apasionantes conversaciones.
Empezaban a despertar casi al mediodía, sucios de arena y pasto con los largos pelos enmarañados, tratando de encender los rescoldos del fuego para improvisar un tardío desayuno calentando un poco de mate cocido en una latita; y mientras tanto alguno volvía a retomar la viola tratando de recordar algún fraseo de lo mejor de la zapada de la noche anterior. Pero enseguida faltaba combustible y había que salir a buscar lo necesario. Entonces caminábamos errabundos por las calles de La Villa tratando de conseguir entre los amigos o los turistas algo para el campamento: unos fideos con que preparar
algún guiso, o un poco de arroz, yerba, tabaco y con suerte, si nos tiraban algunas monedas conseguíamos alguna botella.
Rondábamos por los boliches de los artesanos y a la hora
del sol fuerte de la siesta en que las playas se vaciaban de turistas íbamos en bandada a tomar baños de mar. Mas tarde recorríamos las terrazas de los bares siempre buscando, pidiendo y consiguiendo.
Durante esas largas caminatas Pipo me hablaba todo el tiempo mientras íbamos descalzos sobre la arena caliente del verano. Él trataba de transmitirme la forma de vida que ellos practicaban. Era una elección que cambiaría totalmente a la sociedad. Todavía eran unos pocos pero después vendrían más. Me contaba lo maravilloso que resultaba vivir en contacto con la naturaleza, como un vagabundo, al margen de la sociedad de consumo donde lo único posible era el dinero, donde todo se compraba y se vendía, donde no había tiempo para el amor y la poesía.
Ahí lo podía ver a él mismo, con su familia super burguesa, su apellido francés, sus estudios postergados y toda su vida programada; y sin embargo había tirado todo por la borda, había quemado las naves y descalzo con la piel dorada de sol andaba por La Villa buscando lo necesario para un guiso en el campamento y con todo el tiempo para andar por ahí admirando la belleza de todas las cosas bajo el cielo, entre las estrellas haciendo música y aullando sus poemas a la luna.
Así íbamos conversando relegados un poco más atrás de Miguel y Javier que eran más veloces al andar. Javier parecía ser el líder del grupo aunque ahí no había líderes, pero sin duda Javier era lo máximo. Y Miguel era como una luz, como la velocidad de la mente misma, la rapidez del pensamiento. Y todo el tiempo andaban inventando algo. Conspirando.
Javier tenía una personalidad desbordante, inusitada, original y una inteligencia hiper despierta junto a una actitud muy vital. Solía reírse con sonaras carcajadas de la tontería de la gente en sus propias narices. Les decía abiertamente que eran unos imbéciles, después los seducía, los envolvía y los empaquetaba. Terminaba pidiéndoles lo que necesitaba y casi nadie le negaba nada a Javier. Y cuando salíamos a buscar, él y Miguel eran los que más conseguían.
Yo empezaba a aprender que mejor que comprar y adquirir era ganarlo y conseguirlo y para eso no era necesario el dinero pero en cambio había que tener… swing.
Javier tenía un extraordinario sentido del humor. Alto y muy flaco, con pelos largos-lacios muy finitos y anteojos de gruesos cristales, andaba con unos jeans gastados y un chaleco de cuero negro. Hablaba con un vozarrón aguardentoso modulando lentamente las palabras y gesticulando continua- mente. Iba junto a Miguel un poco mas adelante mientras Pipo me preguntaba exaltado:
-¿Dormiste alguna vez bajo la lluvia? ¿Ya viste el amanecer en el mar? ¿Jugaste con las hojas secas que recogiste del suelo? ¿Sentiste que cada partícula de vos o de los demás es una maravilla y que cada momento es un descubrimiento?
Mas adelante Miguel y Javier nos esperaban para comunicarnos lo que habían estado planeando, adonde convenía ir y a quienes había que “tocar”. Les gustaba preparar hasta lo que había que decir. Y así vagábamos hasta la noche y cuando la Villa se ponía muy turística nos borrábamos para el campamento que estaba en un lugar secreto escondido entre los pinos entre un laberinto de arbustos y plumerones.
Entonces encendíamos el fuego, las chicas empezaban a preparar la comida y las violas entraban a sonar.
En ese entonces Javier estaba con la negra Blanca, una muchacha muy dulce que andaba con la gente de Bellas Artes que era otro circo diferente al de los músicos y al que pertenecía también mi amigo el Coco. Durante la noche alrededor del fogón la negra Blanca sabía contar historias apasionantes del mundo de los artistas de Buenos Aires. Contaba anécdotas de Mujica Lainez a quien llamaba cariñosamente “Manucho”. Entre ella y el Coco hablaban un lenguaje especial donde algunas personas eran “better” (mejores) y entendían y otras personas eran “paquis” (paquidermos) y no entendían nada. Yo mismo todavía no entendía muy bien a que se referían. Lo cierto es que algunos relatos junto al fogón eran muy misteriosos y nos tenían en vilo durante horas.
Manucho tenía una colección de anillos fabulosa. Algunos verdaderamente muy extraños. Así nos refirió cómo una vez había desaparecido su anillo preferido, el de la calavera de marfil y los extraños acontecimientos que rodearon esa desaparición… y lo que sucedió después…
El fuego iluminaba temblorosamente los rostros y las voces anhelantes preguntaban:
-¿Y entonces?... ¿Y después?...
Otra noche era la historia de Oderigo y el asesinato de Teresita Caballero. Y esas historias oscuras que circulaban entre la gente de las artes en Baires y que tenían complejos desarrollos.
-Pará un momento negrita que tengo que ir a hacer pis. -decía a veces Miguel. – No digas nada hasta que vuelva que no me quiero perder ni una palabra. ¡Que noche oscura! Da miedo hasta de sacarla para mear.
Y luego del obligado silencio continuaba el misterioso relato.
La novia de Miguel era la divagante Diana. Después supe que Sheaperd era su verdadero apellido y que no era un apodo que le hubieran puesto sus amigos en las noches de naufragio en La Perla del Once como me pareció al principio, cuando me causó gracia que tuviese por apellido la marca de una famosa estilográfica. Y Diana me parecía una chica formidable. Puro corazón e increíblemente franca y sincera aunque pareciese un poco torpe y machona, era del tipo de personas simples pero muy ricas interiormente en verdad y experiencia y sensibilidad. Adoraba a Miguel y él sentía una gran ternura por ella. Siempre andaban loqueando imitando a las señoras burguesas y a los viejos que se escandalizaban de los jóvenes.
-¡Cómo está la juventud! ¿Vio doña?... ¿Adonde vamos a parar? –decían en tono de falsete.
A veces ella trabajaba en la cocina de algún boliche para conseguir algo de plata. Pero cada tanto la relación se tornaba tempestuosa y se separaban por algún tiempo. Entonces ella se iba y desaparecía hasta que Miguel la iba a buscar y se areglaban.
Pipo andaba solo aquel verano, volviendo de algún amor imposible, algo desencantado pero todavía enamorado, cantando siempre temas de Dylan.
Pero lo mejor eran las largas zapadas durante la noche junto al fuego. Me fascinaban esos temas de rock, esas canciones con aires de balada y esa música con ritmo de blues. Eran realmente formidables. Y los temas de Javier eran los que más me gustaban y también él era el que sabía más música. En cambio Miguel parecía como que recién se largaba con la viola, pero había muchos temas que hacían juntos y que sonaban endiabladamente bien. Pipo cantaba y hacía percusión con un tachito. Y había momentos en que todos estábamos muy colocados.
Mi tema preferido era ese de Javier:
“Adonde vayas irá siempre tras de ti
tu propio yo a seguirte hasta tu fin.
No escaparás, de ti no escaparás.
No engañarás al que engaña a los demás.
Ese eres tu, el que finge sin saber
cómo es él, la verdad de su existir.
Tu solo harás tus disfraces sin por qué,
sonreirás, fumarás o bailaras.
para escapar de tu rutina que solo es
una historieta paralela de tu ser.”
Y Pipo siempre hablaba de poesía. En el grupo todos idolatraban a Rimbaud y contaban anécdotas que habían leído en alguna biografía. Eran aventuras que tenían que ver con la búsqueda de la libertad y me apasionaban. Y aunque por entonces yo era muy tímido y casi no hablaba, una noche me atreví a recitar un pequeño poema de las Iluminaciones:
“Por las noches azules del verano
iré por los senderos bordeados de trigo,
entre la hierba, sintiendo la frescura en mis pies.
No pensaré nada. No sentiré nada,
pero el amor infinito se subirá a mi alma,
e iré lejos, muy lejos, por la naturaleza.
Solo, completamente solo,
pero feliz como con una mujer.”
Yo casi nunca hablaba pero ese poema había sonado bastante bien. El único problema era que yo sabía el poema en francés, así que lo fui largando y al mismo tiempo lo iba traduciendo lo que me hizo ganar en el grupo la mala fama de culto o como decía Pipo: “culturoso”. Porque entre esos jóvenes salvajes estaba muy mal visto todo lo que fuese cultura. Había que seguir el camino contrario y desaprender. Aunque había excepciones, claro: Javier, por ejemplo, en sus lecturas adolescentes había transitado casi toda la obra de Julio Verne que lo apasionaba y que era uno de sus temas de conversación mas frecuente. A la noche junto al fogón nos refería a menudo alguna historia del visionario escritor francés. Su héroe era el capitan Mnemo y siempre hacía alusión a sus aventuras. Miguel citaba con naturalidad las controvertidas ideas del best- seller de Jose Sebrelli: “Argentina. Vida Cotidiana y Alienación”. Otras veces Pipo vertía los poemas del “Canto a Mi Mismo” directamente del inglés y después los iba traduciendo. Porque Pipo hablaba siempre de Whitman y sabía recitar sus poemas de memoria mientras la botella de ginebra pasaba de mano en mano alrededor del fuego. Es decir que en el grupo se negaban la referencias culturales, salvo honrosas excepciones: Rimbaund, Whitman, Verne, Thoreau, Poe…
Teníamos veinte años y parecía que lo único que queríamos
era estar tirados en la arena mirando el fuego, conversando y haciendo música.
Al amanecer, después de una larga noche de fogón, Javier se arrastraba hacia su carpa diciendo:
-¡Qué planeta incómodo!
Mientras Pipo orinaba entre los árboles aullándole a la luna; y Miguél y Diana que se habían escondido a fifar entre los pinos le gritaban:
- Callesé , señora, no sea escandalosa. ¡Qué vergüenza, la juventud!
Y así pasó el verano que dura lo que un suspiro, hasta que un día se fueron; levantaron campamento y regresaron a Buenos Aires. Yo volví a trabajar con los artesanos de la galería y fue entonces cuando conocí a Juanito.

Generación Descartable



Estas notas precipitadas constituyen parte
de un material para una posterior elaboración
y nunca deberán ser leídas como un trabajo
acabado. Mientras escribía no pude dejar
de percibir que algunos sistemas estaban
enfocados sobre estas páginas por lo que no
era conveniente demorarse demasiado en la
tarea de corrección y perfeccionamiento.
Como Jean Jacques Rousseau quisiera
decir: "Pueden espiar mis escritos, mutilarlos
o anularlos. Ya no me importa. Escribo solo
para mi."


Solo resta decir que algunos hechos son
reales mientras que otros son pura ficción.


¿Cómo reconocerlos si hasta los hechos más
reales parecen haber sido previamente
imaginados por algún otro creador?


De lo contrario... ¿cómo podrían haber sucedido?


viernes, 19 de noviembre de 2010

NEW RAPPORT

NEW RAPPORT

SOSPECHOSO BEST SELLER

Entre 1900 y 1902  el Juez Daniel Pablo Schreber escribe sus "Memorias" recluído en su habitación del Asilo de Sonnenstein a la vez que inicia acción judicial para ser dado de alta.
 El 14 de Junio la corte se pronuncia a su favor y el 20 de diciembre es dado de alta.
Al año siguiente en 1903 publica sus "Memorias de un Enfermo Nervioso". El capítulo III consiste en la siguiente aclaración: "Este capítulo ha sido anulado en consideración a la familia Schreber."
Pero lo más extraño fue que el libro se agotó a los pocos días de salir a la venta. ¿Exito arrasador? ¿Inesperado Best Seller? ¿Boom Editorial? Nada de eso. Lo cierto fue que la poderosa familia Schreber había  recorrido las librerías adquiriendo todos los libros en existencia.
Pero algún ejemplar debió salvarse de esa requisa porque  en 1911 Sigmund Freud encontró el libro en una mesa de ofertas y su lectura le inspiró el conocido ensayo sobre "Un Caso de Paranóia". Ese mismo año   Schreber tras una tercera internación moría en el Asilo de Dosen en Leipzig.

martes, 2 de noviembre de 2010

DULCE DE ZAPALLO

Se desplomó el gran salón de sándalo
y se hizo fuego el palacio dorado;
las resinas se hicieron  llamaradas,
el humo exhaló raros perfumes
y al fin se abrió el espejo candente,
el teatro regio de las brazas.

Se trizaron los dólmenes de piedra negra,
y hasta rostros de cenizas se esfumaron;
solo queda esta exigua estrella titilando
en el fogón donde hirvió la pava del té
y se hizo este dulce de zapallo.

                               Omar Serra Forner