viernes, 26 de noviembre de 2010

Generación Descartable: Capítulo Miguel

"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo
"MIGUEL"
“Hacía ganas de morir. Llovía.
Daba pavura la noche afuera.”
Daniel Giribaldi
En efecto, volvimos a encontrarnos en Baires a comienzos del otoño. Conservo una imagen sensacional, como blindada dentro del tiempo. Una luminosa mañana vamos caminando por calle Florida: Javier, Miguel, Pipo y yo, cuando de pronto una música magnífica nos obliga a detenernos frente a una disquería. Es el tema “Un Día en la Vida” del álbum reciéntemente editado de los Beatles “Sargent Peapers”. Pipo nos iba traduciendo algunas estrofas y cuando volvimos a reanudar la marcha nos miramos sonrientes sintiendo que esos chicos de Liverpool estaban revolucionando el mundo.
A veces nos gustaba reunirnos a pasar el día en una placita que estaba subiendo por el pasaje Seaver, ese pasaje que parecía recortado de un barrio de París y puesto ahí en medio de la arquitectura heterogénea de Retiro. Era adentrarse en otra dimensión, de repente al doblar una esquina entrar en esa callecita con sus casas de cuidado estilo colonial y después subir la escalera del final de la calle y cruzar hacia la plaza con su frondoso ombú donde casi siempre bajo sus ramas encontrábamos algún miembro de la tribu. Ahí, entre sus gigantescas raíces, a veces nos quedábamos a pasar la noche, ocultándonos de los patrulleros que rastrillaban las calles.
Miguél y Diana vivían en una pensión cerca de esa placita. Era un barrio super elegante y más allá había una plazoleta rodeada por los altos edificios de las embajadas. La pensión, que en realidad era un hotelito decadente, tenía una entrada señorial y una recepción que se abría a un gran vestíbulo espesamente alfombrado entre las vetustas molduras de las paredes grises, el techo cargado de ornamentos y las antiguas lámparas de pared de metal dorado y caireles de cristal. Y luego de atravesar un largo corredor se llegaba a la zona de las habitaciones que eran verdaderamente lamentables. Muchas veces Miguel y Diana entraban primero y si no había nadie en la portería nos infiltrábamos sigilosa- mente hasta la habitación. Era un cuarto muy pequeño también pintado de gris y sin ninguna ventana. Apenas una cama doble, una mesita unas sillas y un bañito de dos por dos. Pero en ese tiempo nadie tomaba en cuenta lo deprimente que era ese lugar, ni nos afectaba tener que habitar espacios tan reducidos porque lo único importante era poder estar juntos y se- guros en algún sitio. A veces entrábamos varios amigos de “canuto” y nos encerrábamos a charlar y llenar de humo la
estrecha piecita.
Mientras andábamos juntos por la ciudad yo comenzaba a percibir la extraña personalidad de Miguel. Lo observaba detenidamente y tenía oportunidad de hacerlo porque pasábamos todo el tiempo juntos. Enseguida nos tornamos inseparables. Yo salía de mi casa para el centro pero antes le telefoneaba a la pensión y nos encontrábamos en algún lugar y ahí entrábamos a divagar juntos, con Diana, con Pipo, con Javier durante días enteros. A veces copábamos la habitación de la pensión o andábamos en la calle y por las plazas con alguna guitarra o íbamos a copar unos días la casa de algún amigo ocasional. Y durante toda esa caravana algunos tomábamos estimulantes y Miguel y yo éramos los que consumíamos más. Tal vez por compartir una adicción estábamos juntos, aunque en realidad no solo por eso; se iba formando entre nosotros lo que parecía ser una estrecha amistad.
Ya desde entonces yo tomaba notas en mi cuaderno, a ve- ces estudiando el comportamiento de Miguel, sus insólitas reacciones y sus frases geniales. Desde mi adolescencia me apasionaba el teatro y veía lo mejor que se daba en Buenos Aires interesándome especialmente por los movimientos de vanguardia. Por entonces había escrito varias obras cortas, la mayoría de ellas piezas en un acto que fluctuaban entre el absurdo y el surrealismo, y a medida que conocía a Miguel se iba desarrollando en mí la idea de escribir algo para la escena con Miguel como personaje. A él también le gustaba el teatro y a poco de conocernos nos invitó a mi y a otros chicos al estreno de una obra donde trabajaba. Recuerdo que tomamos un tren de la zona norte hasta un teatro blanco de hermoso estilo colo- nial. Se trataba nada menos que de “Las Preciosas Ridículas” de Moliere, en una puesta muy ágil con escenas musicales donde los personajes cantaban y bailaban y hasta había una entrada especial de Tania haciendo una hermosa canción
cortesana. Hasta que de pronto vimos aparecer a Miguel convertido en una especie de duende en el personaje del negrito Almanzor. Tenía varias apariciones cortas y lo que más me fascinó era que actuaba como una marioneta. De acuerdo a las teorías de Gordon Craig y el teatro de Kantor del actor como marioneta total, Miguel ya componía su personaje a partir de esas técnicas.
Y yo pensaba en Miguel como El Personaje. Y enseguida empecé a desarrollar algunas escenas.
Ya no recuerdo bien los detalles pero era la historia de un poeta que a través de varias situaciones se iba enfrentando con el mundo circundante. La sociedad lo criticaba y lo marginaba. Su familia lo rechazaba, sus amigos lo traicionaban y su mujer no lo comprendía demasiado. Hasta que finalmente el poeta agonizaba en una larga delirante y poética escena final. La obra se llamaba extrañamente “Liquidando a Miguel” y sin duda se trataba más de una proyección morbosa de mis propios conflictos que de una realidad objetiva. Yo iba leyendo algunas escenas a medida que el trabajo avanzaba y en gene- ral a todos les gustaba, así que decidimos intentar el montaje.
Nos reuníamos a ensayar en la librería de “La Paschero”, en el subsuelo de una galería de calle Florida. La dueña era una mujer encantadora que había publicado un librito altamente erótico llamado “La Salamandra”, donde contaba sin reparos sus osadas experiencias amorosas. Era una mujer muy delgada pero atractiva y estaba siempre rodeada de infinidad de libros. Y en el sótano de la librería nos reuníamos para ensayar. Por supuesto Miguel hacía de Miguel y otros amigos cubrían los demás personajes. Así hicimos varias pasa- das de texto pero enseguida nos aburrimos y el proyecto quedó en la nada.
Una vez estábamos juntos Miguel, Javier y yo y no teníamos a donde ir, entonces yo propuse un lugar allá en el sur. Era la casa de unos amigos, así que tomamos un tren en Constitución y aparecimos en los suburbios de Banfield. Pero mis amigos no estaban en casa. Tuvimos que saltar la pared del patio y cuando los dueños de casa llegaron, nos encontraron cómodamente instalados en su habitación tocando la guitarra y cantando. Esa noche Miguel y yo tomamos unas cápsulas de dexedrina. Eran unos confititos anaranjados muy bonitos y yo me puse a contar algún cuento improvisado Pero ahora el cuento estaba lleno de imágenes muy coloridas que se movían entre paisajes psicodélicos. Miguel estaba tirado junto a mí en la penumbra pendiente del relato como hechizado. Decía que veía muy claramente todo lo que yo narraba y me pedía que siguiese. A veces él intervenía adelantándose al relato y completando mis ideas. Nos divertía ese estilo aleatorio como de cadáver exquisito. Se veía que Miguel mantenía viva su parte infantil, mientras que por lo general las personas adultas trataban siempre de reprimir al niño que alguna vez habían sido. Aparentemente en Miguel, el niño continuaba intacto.
En aquel lugar pasamos un par de días hasta que al final nos fuimos para mi casa. Nos encerramos en la cocina a las tres de la mañana y nos pusimos a secar cáscaras de banana sobre la plancha para armar cigarrillos porque nos habían dicho que tenía efectos alucinógenos. Javier tuvo un ataque de risa. No podía parar de reírse sin motivo.
Volvimos al centro y Javier se borró para su casa. Javier no tomaba pastillas y con Miguel nos pasaba eso, al comienzo del viaje estábamos con todos nuestros amigos, pero a través de largos días insomnes todo el mundo iba quedando por el camino. Y al final nos quedábamos solos él y yo, irreversible- mente locos.
Cerca de medianoche caímos por El Estaño, ahí en Corrientes y Talcahuano. Copamos una mesa y yo me puse a redactar un artículo que tenía que entregar para la editorial. Había empezado a escribir artículos de humor para la revista “La Hipotenusa”. Era la revista de onda en ese momento. Yo conseguí el trabajo por intermedio de Juanito. Él ya había publicado una serie de artículos y como yo también quería escribir él me había recomendado ante el jefe de redacción, nada menos que el poeta “lunfa” Daniel Giribaldi. Y yo estaba preparando ese artículo para el próximo número. Miguel también quería escribir y me preguntaba si sería posible que le publicasen algo. Yo pensaba que si el artículo era bueno no habría inconvenientes. Así que estábamos escribiendo cuando de pronto apareció el amigo poeta. Giribaldi era un tipo maravilloso. Físicamente era bajito y regordote pero era un ser en- cantador y de un humor excepcional. Andaba en amores con una amiga nuestra que hacía periodismo, Raquel, hermosísima con unos ojos verdes inquietantes que resaltaban entre sus pelos tan negros. Ella me había hecho conocer a su autor favorito cuando me regaló un ejemplar de “Papeles de Recienvenido”, de Macedonio Fernández con una hermosa dedicatoria. Raquel era de esa clase de seres adorables y supercultos que derrochan ingenio en cada conversación. La habíamos conocido el verano pasado en Villa Gesell y se había hecho muy amiga de Miguel.
Y ahí estaba Daniel Giribaldi, el poeta genial de los “Poemas Mugre”, esa joya del lunfardo nacional y la divina Raquel sentándose a nuestra mesa. Enseguida, como de costumbre: vasos de vino blanco y excelente conversación. Miguel le decía “Roque Soberbio” a Giribaldi, (con esa facilidad que te- nía para poner apodos) porque el poeta era de aspecto fuerte, como una roca y de carácter soberbio.
Esa noche Daniel se puso a hojear mi cuaderno viendo mis dibujos de flores psicodélicas y en una servilletita del bar escribió ese hermoso poema que dice:
“Omar, yo no sé hacer flores
ni sé dibujar cuchillos,
me lo sugieren dos pillos.
Te dibujo mis amores.
Tal vez no sean primores
estos versos rantifusos.
Dale los discretos usos
que te parezcan mejores.
Yo no sé dibujar flores,
solo hago versos confusos.”
Y después de un par de vinos y ese poema que es una muestra de la espontaneidad del poeta, nuestros amigos siguieron su derrotero por los boliches de la trasnochada calle Corrientes.
Nos quedamos solos Miguel y yo. Terminé de escribir mi artículo y él me pasó el que pensaba presentar que era:
“Las Extrañas Deducciones de un Enfermo”:
- Empecé teniendo un leve dolorcito aquí. -dije al médico que me miraba como si yo fuera una máquina tragamonedas.
-¿Aquí?
-No, no, aquí. -dije yo desde mi timidez, apenas rozándome con la punta de los dedos lo que luego me enteré se llamaba apéndice.
-¿Aquí?
-¡¡¡Ayyy!!!
La pregunta debe haber quedado por contestada.
Me desperté y todo estaba a oscuras. Luego me enteré de que lo que yo padecía no era apendicitis sino cataratas. Primero vino el jefe del hospital, luego vino el jefe de sala, después la cava de guardia, detrás de ella el camillero, más tarde el intendente. Todos se arrodillaron ante mí y me pidieron mil perdones, me ofrecieron mil razones y hasta me ofrecieron una salita aparte. Me desperté de una patada en la camilla que fue como un pinchazo debajo de la uña.
-No, no es nada.-dije humildemente mientras aguantaba sobre la barriga la escoba que la mucama no supo donde apoyar.
Luego un médico me destapó como para mirar a un gato y me arrancó de un tirón la gasa pegada, pero claro, era el doctor.
-Disculpe.-dije yo que iba por el cuarto barrote masticado.
Mi convalecencia prosiguió. Yo no sabía que fuesen tan veloces los carritos que traen la comida a los enfermos.
-Perdón, perdón.
Yo fui siempre tan torpe y más ahora…
(falta un párrafo y luego sigue)
Por ejemplo los artistas de la publicidad tendrían que
tener avisos como este:
-“Tome Uvasol. No cura pero refresca.”
Incitar a toda la gente a que fume, trasnoche, haga experimentos como los de tirarse desde un tercer piso y de cabeza (no digo desde lo mas alto porque corren el peligro de matarse y ya dejaría de ser un negocio). Mandar al mundo entero al psicoanalista, a un psicoanalista bien caballo de esos que trabajan con métodos modernos donde te encajan desde marihuana hasta Bidú. De esta manera pararíamos el tráfico de científicos argentinos al exterior y también pararíamos la inflación en materia de medicamentos, porque como todos sabemos: “A mayor venta, mayor…”, bueno yo que sé. Lo importante es que sería muy lindo, claro, porque ¿a quién de nosotros no le gusta somatizar? Decir que nos duele esto o lo otro delante de nuestros amigotes convenientemente opiados. Uno se pasaría si por ejemplo sacase una cajita de medicamentos (preferentemente con una calavera dibujada en rojo) y se tomara dos o tres comprimidos. Esto está de última moda.
Epilogo estilo moraleja:
¿Es usted culto? ¿Se considera usted un artista? ¿Se considera usted sensible?:
¡COLABORE SIENDO UN ENFERMO MÁS!
También los artistas del vestido podrían colaborar con esta campaña confeccionando vestidos de lata oxidada que pueden traer consecuencias como la gangrena o para no ser tan drásticos podrían hacer…”
(aquí se interrumpe)
Leí el artículo con creciente desencanto. Salvo algunas
líneas me parecía que no era muy bueno, pero los míos que se habían publicado hasta el momento no eran mucho mejores. No era tan fácil escribir humor, se caía fácilmente en la pavada. Quedamos en que lo presentaría a la redacción de la re- vista para ver qué pasaba. Salimos del boliche y aún frente al Estaño, Miguel se paró y me dijo:
-¿Sabes lo que necesito yo en realidad, Omar? A mí ahora me
gustaría seducir a un marica, por ejemplo. Pero no una marica vieja, no, tendría que ser una linda mariquita joven. Eso es lo que quiero: un puto joven que se enamore locamente de mí.
Nos miramos un largo rato en silencio.
Yo me sentía confundido y avergonzado, pero no me puse en evidencia. ¿Cómo tenía que entender las palabras de Miguel? Hasta entonces yo había tenido solo un par de experiencias de amor con amigos, pero no por eso me consideraba homosexual y menos “puto”.¿Se trataría de una confesión íntima o de una burla encubierta? O tal vez solo se tratase de una forma de agresión. Quizás intuía que mi amistad hacía él estaba compuesta de sentimientos confusos y contradictorios y trataba de ponerme en evidencia.
Atravesamos la plaza Lavalle y llamamos desde la vereda gritando hacia los pisos altos del Conventillo de las Artes de la calle Libertad. De arriba nos gritaron que bajaban a abrirnos. Garuaba muy fino y nos estábamos empapando. En- tramos y como el ascensor nunca andaba, subimos por las escaleras en espiral hasta la bohardilla donde vivían unos pintores amigos de Miguel. Allí estuvimos mirando las inmensas telas que se apilaban contra las paredes, charlando y tomando ginebra, hasta que nos pusimos bastante locos. Yo me sentía eufórico, me veía bien con mi pelo largo y mi barba florida, enfundado en unos jeans ajustados y con una polera de yérsey color lila. Posiblemente el hecho de pensar que yo le gustaba me hacía sentir bien, verme bien. Me sentía resplandeciente, un poco motivado por las palabras de Miguel y notaba que él estaba muy seductor. Una nueva forma de energía irradiaba sobre nuestra amistad. Me parecía que había un acuerdo tácito entre nosotros. Algo así como un pacto de amor secreto.
Nos fuimos de ahí a la tarde del día siguiente.
Anduvimos caminando por el ghetto, buscando a alguien. Pero llovía y no encontramos a nadie. Finalmente ya muy tarde a la noche Miguel decidió que fuésemos a copar en casa de un amigo suyo. Yo ya me estaba marchitando. Necesitábamos dormir un poco. Llevábamos varios días sin comer ni dormir, tomando anfetas y con resaca de ginebra de la noche anterior. Para colmo no paraba de llover, estábamos empapados hasta los huesos y hacia frío. Caminamos de una punta a otra de la ciudad bajo la lluvia hasta que llegamos a un grupo de edificios del tipo monoblocs de varios cuerpos, todos iguales. ¿Dónde quedaría ese lugar? Finalmente después de buscar entre un laberinto de pisos y pasillos encontramos el departamento. Nos recibió su amigo y nos hizo pasar. Había un clima un tan- to siniestro. Lúgubremente nos contó que un amigo suyo con quien había estado conviviendo hasta entonces se había suicidado ahorcándose en ese mismo lugar hacía unos pocos días. Él estaba destrozado. Hablamos muy poco en medio de pesa- dos silencios, mientras afuera se desencadenaba una terrible tempestad. Nos dijo que podíamos quedarnos a dormir ahí, en lo que había sido la habitación de su amigo. Nos dio las buenas noches y desapareció.
Afuera el viento rugía enloquecido. Nos sacamos la ropa húmeda y nos acostamos tapándonos con la manta beige del suicida. Apagamos la luz del velador y la habitación quedó iluminada por la luz oscilante del farol de la calle que se balanceaba agitado por el viento.
Como la cama era estrecha, nos acostamos “al revés”, haciendo coincidir los pies de uno con la cabeza del otro, posición que me pareció realmente zodiacal para nosotros puesto que Miguel era de Aries mientras que yo de Piscis. Y ahí estábamos configurando la cabeza y los pies del zodiaco Nuestros cuerpos componían una especie de elipse con dos puntos de coincidencia: cabezas con pies. Principio y fin. Alfa y Omega. Estábamos delirantes pero a mi me vencía el sueño de tantas noches sin dormir y me parecía bien, estaba de acuerdo y aceptaba por fin dormir. Pero Miguel, en cambio no parecía tener sueño. Estaba intranquilo y se agitaba continuamente. Sentí que me acariciaba los pies y que les hablaba. Si, le hablaba a mis pies en un suave murmullo del que yo no alcanzaba a entender ninguna palabra, pero les hablaba y los acariciaba ligeramente. Aún sin llegar a entender las palabras su tono era el de un niño que juega con otros niños. Pero el sueño me arrastraba pesadamente muy lejos de todo y me dormí. Desperté tal vez un poco después, por la ventana empezaba a clarear y Miguel seguía hablando con los dedos de mis pies. Y debió haberse hecho amigo de los chicos porque ahora hablaba con cada uno de ellos. Agarraba los dedos y los manipulaba como si fueran pequeños títeres. Así pasó un tiempo, porque yo no me atrevía a interrumpir ese diálogo.
Salimos de ese lugar cerca del mediodía cuando
la tormenta hubo pasado. Afuera el temporal había destrozado plantas y árboles que se veían abatidos por todas partes, y sin saber que hacer nos fuimos para su pensión.
Me hizo entrar de canuto como de costumbre y se sin-
tió muy contrariado cuando comprobó que Diana no estaba. Hubiese sido mejor encontrar a Diana esperándolo en esa pie-
cita gris, pero él hacía varios días que no iba y a ella no le gustaba esperar. Andaría por ahí con los amigos y sin duda no tardaría en llegar. Nos sentamos ante la mesita y desplegamos nuestros cuadernos y nuestros papeles. Yo estaba entusiasma- do con mi obra de teatro y le pedía que trabajásemos juntos alguna escena. Entonces él se puso a hablar de algo que andaba rondando insistentemente por su mente. Si, la obra estaba bien, pero él quería que trabajásemos un tema en especial. Era cierto, el personaje pasaba por una serie de enfrentamientos con los seres que lo rodeaban de los que inevitablemente saldría frustrado, vencido, abatido. Eso estaba bien, el rechazo social, la incomprensión de sus allegados, hasta la imposibilidad de realizarse en el amor de su mujer. Y así el personaje iba entrando en una lenta agonía. Pero algo más tenía que su- ceder. Miguel creía que debía, necesariamente, suceder algo más. No sabía decirme bien qué, exactamente, pero en cambio pensaba que tenía que ser algo muy importante. Sí, algo mágico y misterioso. Precisamente en el momento en que todo estaba perdido se tenía que producir … un encuentro. Sí, era eso, milagrosamente el personaje agónico debía encontrarse con un ser excepcional. Entonces algo pasaba. Tenía alguna experiencia fundamental y se producía lo que él llamaba una “mutación”. Si, se produciría un cambio repentino que modificaría todas las cosas dentro y fuera del personaje, un cambio que afectaba su mundo interior al mismo tiempo que su entorno. ¿Comprendía yo lo que él trataba de decir?
- Te entiendo. –le decía yo como la virgen loca al marido infernal, pero él no estaba muy seguro.
Me repitió la idea varias veces y siempre terminaba refiriéndose al fenómeno con la misma palabra: mutación. Se producía un cambio, una transformación y lo que hasta ese momento era el desarrollo lógico y previsible de la historia, de pronto pasaba a otra cosa. Había un salto de octava específico, una levísima pero total alteración en la continuidad dramática y el personaje pasaba a ser… otro. Podía ser que conociese a alguien, otra persona, un amigo y tal vez el cambio afectaría a ambos.
. ¿Quizás uno pasaría a ser el otro, al mismo tiempo que el otro pasaría a ser uno? –Preguntaba yo esperanzado recordando a Alina Reyes, mi heroína predilecta por entonces.
Probablemente fuera eso, una relación entre seres excepcionales que vendrían a ser mutantes. (Yo todavía no había leído el best-seller “El Retorno de los Brujos” por donde Miguel parecía haber estado incursionando y el término me pare- cía totalmente original.)
Después de largo tiempo dando vueltas alrededor de esa idea, pero sin haber escrito nada, estábamos agotados y nos acostamos con intención de dormir. La desvencijada cama era de dos plazas, pero los elásticos vencidos hacían que nos deslizásemos irremediablemente hacia el centro. Miguel me daba la espalda, pero ahora el que estaba inquieto era yo. Mi mente y mis sentimientos se agitaban confusos. Sentía por Miguel una gran compasión. Me parecía que él sufría y que estaba muy solo, infinitamente solo y que nadie podía llegar a comprenderlo. Era un tipo hermoso. Sus ojos tan expresivos, el gesto de su boca dulce y amargo a la vez, sus manos maravillosas… Además me parecía que estaba irremediablemente loco y sentí que lo amaba más precisamente por eso. Pero tal vez se tratase solo de un espejismo, una forma de proyectar en el otro mi propia locura, porque finalmente y al cabo del tiempo iba a ser yo y no él quien habría de debatirse en las ciénagas de la locura. Sentí que para superar la soledad apenas había que hacer un gesto mínimo pero que era inmensamente difícil; entonces avancé con mi mano indecisa hasta tocar el hombro de Miguel. Se sobresaltó y se volvió hacia mí con una inesperada expresión de crueldad. Sonrió de manera perversa y escuché con espanto que me decía burlón:
- ¡Ah, era eso lo que querías!
Y entró a decir las cosas más hirientes y horribles que se puedan imaginar, al mismo tiempo que nos abrazábamos y nos acariciábamos. Y durante todo el tiempo no paraba de hablar. Sus palabras eran muy agresivas y producían en mí un profundo shock. Me alcanzaban en lo más hondo y vergonzoso de mi naturaleza. Me parecía estar viviendo una pesadilla, donde entre simulados gestos de amor, Miguel me insultaba y se burlaba de mis sentimientos. Era una situación altamente contradictoria. Nos desnudábamos y nos acariciábamos y al mismo tiempo él apelaba a todos los recursos verbales posibles para ofenderme. La experiencia para mí fue tan terrible que nunca pude volver a recordar sus precisas palabras, solo sé que despreciaba todo: mi amistad era solo una pantalla para encubrir mis verdaderos deseos, mi admiración hacia él no era más que envidia, mi compasión, vanidad y hasta el amor que creía sentir no era más que un sentimiento perverso y destructivo.
Estábamos desnudos, abrazados y enfrentados como hermanos en armas. Pero sobre todo se burlaba de mi pretendida “sensibilidad”. Ah, todos esos gestos de amor y esas lascivas caricias…eso sí que era pura basura sentimental.
Me sentía indignado. Me parecía imposible tanta violencia. De pronto estaba ante un total desconocido.
Entonces golpearon a la puerta. Nos vestimos rápidamente, él abrió y entró Diana. Intercambiaron unas palabras de reproche y ella se encerró en el baño. Miguel la siguió y comenzaron a discutir. Oí que se golpeaban y que Diana lloraba. Me terminé de vestir rápidamente y hubiese querido salir huyendo hacia la calle, pero estaba encanutado y no podía pasar por la recepción a esa hora sin ser visto, así que me quedé. Después de un largo tiempo volvieron a la habitación. No había pasado nada.
Podíamos salir y llegarnos hasta “Las Lilas” donde había una fiesta. Todos nuestros amigos estaban copando la casona abandonada que había sido de la abuela de Hernán Pujó y que ahora estaba en venta. Sin duda nos estarían esperando.
“Te es difícil llegar al territorio de tu hermano
con la humildad necesaria.
Te duele en el vientre decir “amigo no te olvides de mí”,
y sin embargo, entre toda tu sangre derramada en el camino
a veces le das la espalda al pedido mas pequeño
y sembrás de espinas el camino hacia tu hermano,
el mismo que vas a querer recorrer después.”
Pipo Baires - Primavera /68.

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