martes, 15 de diciembre de 2015

GENERACIÓN DESCARTABLE II

Capítulo 8

LA FUGA





"Envidio, aunque no sé si envidio, a aquellos de quienes se puede escribir una biografía, o que pueden escribir sobre sí mismos. En estas impresiones sin nexo ni deseo de nexo, narro con indiferencia mi autobiografía sin hechos, mi historia sin vida. Son mis Confesiones y si en ellas nada digo es porque en ellas nada tengo que decir."
Fernando Pessoa 


Un día me conseguí unas cajas de ampollitas y me fui desde la mañana con mi bolso con material de dibujo y escritura a ese lugar en las barrancas del río donde habíamos estado aquella noche fugaz con Kris y Tango. ¡Qué extraño había sido todo! Miraban por encima de mi cabeza y decían: “Si, ahí está.” Pero también era extraño que yo no hubiese mirado hacia arriba mas que ligeramente sin parar mi interminable monólogo, porque yo tenía la sensación de que si dejaba de parlotear por un momento, ellos dejarían de ver lo que estaban viendo por sobre mi cabeza. Si hubiese preguntado qué veían, la visión se hubiese interrumpido.
Pero lo mas raro es que si lo que veían mis amigos estaba realmente ahí ¿por qué no nos quedábamos en ese lugar? ¿Por qué no nos quedábamos habiendo recorrido tan largo camino?
Ahora yo volvía solo después de mucho tiempo. Llegué hasta la vereda y el terraplén ese donde habíamos estado y bajé por la barranca siguiendo un sendero entre los pastos hasta llegar al río, ese ancho río de barro y plata, y en esa playita me instalé a pasar el día.
Me piqué y anduve por ahí caminando y estudiando el lugar. Sobre la barranca podía ver una vieja casona señorial y espléndida entre los árboles del parque. No podía equivocarme, desde el primer momento se me ocurrió que podía ser la casa de los Ocampo, la finca donde Victoria reunía a sus amigos.
Pasé el día en ese lugar solitario. Improvisé mi nido entre los arbustos y me volví a picar. Era un hermoso día de verano y el sol del mediodía achicharraba el planeta. Dibujé, escribí algo, y ya desnudo al atardecer cuando el sol doraba la casa, bailé a la orilla del río entre los altos pastos y los retorcidos arbustos. Contrariamente a lo que me pasa siempre, que cuando busco un lugar solitario enseguida empieza a llegar caravanas de gente, nadie apareció aquel día por ese lugar, ni en la playita ni en el parque de la casona. Solo a lo lejos por el río las velas de los veleros. El verano… Bailé desnudo allí al caer la tarde y encendí el fuego de la noche con ramas secas. Y cuando se hizo completamente de noche me fui.
Por entonces no salía mucho. Leía “Fulcanelli y el Misterio de la Catedrales”.
Casi no comía porque las anfetas me quitaban el hambre, pero solía  darme minúsculos festines en medio de la noche. Por ejemplo: típica mentalidad clase media, las copas y los juegos de té del trinchante no se usan para diario, solo para las fiestas… yo acostumbraba tomar un suculento desayuno americano cada tres o cuatro días a las tres de la mañana, nada menos que con el juego de té holandés, el de las tacitas azules con las caritas de los niños sonriendo, el que se usaba solo para los cumpleaños. Té con tostadas, manteca y mermelada y… huevos revueltos con jamón y queso. En medio de la noche mientras todos dormían. Después volvía a mi habitación a leer, escribir, dibujar… Empezaba a hacer macrobiótica y pretendía cocinar mis alimentos sobre la estufa en mi habitación. Me aislaba. Compré unos cartones y con unos oleos viejos de una caja de pinturas que había sido de mi mamá, comencé a pintar. Mi primer cuadro fue “El Ángel”, y no resultó una buena pintura, yo no conseguía dominar la técnica de pintura al óleo. Pero eso no me impedía intentarlo. Y el Ángel desnudo, notablemente androide volaba sin alas sobre una pirámide egipcia en medio del desierto. Púdicamente una punta de su flotante manto púrpura cubría su sexo imprevisible.
Yo acostumbraba inyectarme por la noche, esperando la hora en que todos dormían.
Al poco tiempo las consecuencias fueron siniestras, ya que a raíz de que yo me drogaba mis padres se enfermaron. Aunque mamá siempre vivía enferma de diversas enfermedades, pero yo establecía culposas relaciones entre mis acciones y los males que los aquejaban. Todo estaba muy interrelacionado. Durante el tiempo que yo experimenté con artane, peligrosísima droga de venta libre, cuyo prospecto advertía que su uso podía producir glaucoma, mi papá fue perdiendo la vista. Mientras yo deliraba en mis experiencias psicodélicas mi papá comentaba con mi mamá el avance de la ceguera, y cuando yo me inyectaba pervitín, mi mamá volaba de presión. El karma era instantáneo, así de simple. Además por sus interminables conversaciones que yo escuchaba todo el día, dejaban traslucir que intuían que algo estaba pasando  conmigo. Para algo eran mis viejos y se preocupaban, pero exageraban. Revisaban palmo a palmo mi habitación como experimentados detectives cada vez que yo salía. Pero aunque eran hábiles en requisar yo ponía el hilo de chicle en la puerta y sabía que habían entrado.
Hasta que un día mi mamá se animó a decirme:
     -    Yo se lo que hacés vos… -dijo.
Creí que había encontrado la jeringa y que me iba a sermonear por la droga, pero enseguida agregó:
     -      … esas revistas puercas que tenés escondidas en el placard…
Al menos debía agradecer que nunca me hubiesen sorprendido en mis prácticas solitarias.
Por otro lado revisaban todo con pelos y señales. Yo creaba inmensos desordenes en mi habitación, daba vueltas todo, corría los muebles e improvisaba mesas y bibliotecas creando un gran caos donde fuera imposible orientarse, pero igual andaban  como sabuesos detrás de mis rastros.
Por esos días para colmo asaltaron varias veces el almacén de mi viejo. Ese barrio era el lejano oeste, Lanús (L´anus) oeste al fondo, por el lado de Caraza. El caso es que yo asociaba todas esas calamidades con mis experiencias nocturnas. Cuando yo me
inyectaba se rompían cosas en la casa y en el negocio, botellas, sifones… Yo me resistía a establecer relaciones culposas, y me decía que todo sucedería igual aunque yo no me drogase, pero en algunas cosas las relaciones eran demasiado evidentes.
Para entonces mis delirios ya eran marcadamente eróticos. Complejas escenas de acoples múltiples, que configuraban “extraños mapas de Marte” como decían las voces que hablaban en el interior de mi cerebro y parecían ver a través de mis ojos.
Una noche yo había estado pensando insistentemente en el factor crueldad en el arte.
Y recordaba esos inquietantes dibujos de Renée, realmente obras maestras de crueldad: crímenes, torturas, cuerpos decapitados y mutilados; aunque ella también sabía hacer dibujos llenos de ternura, y también otros muy divertidos, pero esa faceta suya en el campo de la crueldad y el sadismo, era notable.
 ¿Qué pasaría si yo experimentara con la crueldad?... Me parecía imposible, había que nacer para eso. Aparte de mis obsesivos dibujos de poéticos puñales nunca había incursionado en el dibujo macabro. Pero aquella noche me vi de pronto en el mundo del terror. Dibujaba con lápiz negro de punta afinada como un estilete sobre la corrugada textura de la hoja de dibujo. Impasible veía salir de mis trazos rápidos extraordinarios personajes que configuraban una complicada escena. Dibujé como hipnotizado durante varias horas y no resultó un buen dibujo. Lo noté cuando en la noche avanzada pude distanciarme un poco de mi delirio como para poder verlo objetivamente. No era un buen dibujo pero estaba bien claro, era una escena sangrienta, había tipos  desnudos encapuchados, cuerpos tajeados y mutilados.
 Esa misma mañana las noticias de la radio anunciaron la matanza de Los Ángeles, el múltiple crimen del clan Manson, y mis terribles dibujos desaparecieron devorados por el fuego…
Se dijeron cosas muy extrañas de ese caso. Hasta se habló de la influencia de un tema de los Beatles en los asesinos. Una orden explícita de masacre en un tema musical… Pero el caso es que yo había dibujado la escena, esa misma noche, en el mismo momento en que aquel horror estaba aconteciendo.
Muchas veces me he cuestionado la realidad a la que se hace alusión a través de los medios de información. Esos hechos ¿existen realmente?... Parece un sacrilegio pensarlo, pero no sería yo el único, otros han dudado por ejemplo, de la realidad del holocausto judío durante la segunda guerra. Insinúan que tal vez nunca haya habido tales matanzas y que solo se trataría de una “maqueta” de los medios de información. Eso estaría a la altura de las ficciones de Orwell en “1984”.
 Una realidad que existe solo como información. Yo “creía” que verdaderas personas habían sido asesinadas en Los Ángeles por un grupo de hippies. Ahí estaban sus rostros en
las primeras páginas de todos los periódicos. ¿Quién era ese ser crístico-diabólico
que aparecía en actitud desafiante en las fotos y en los noticieros de la
televisión? El caso estaba conmocionando al mundo entero. (Al mismo tiempo
sepultando para siempre en el desprestigio al floreciente movimiento hippie.)
De todos modos, en ningún momento me atreví a pensar que en realidad todo eso
podía no existir. Lo único cierto era que había ocurrido “en otro lugar”. Y lo
que yo cuestionaba en el fondo era exactamente eso: que pudiese existir “otro
lugar”.
El múltiple crimen de Los Ángeles perpetrado según los medios por el clan Manson
cobró ante mis ojos la fabulosa dimensión de la revolución francesa del siglo
XVIII. En aquella ocasión el pueblo había acabado con el sistema monárquico
haciendo rodar las cabezas de los reyes. En el siglo XX la más rancia
aristocracia del planeta estaba representada por las estrellas de Hollywood. Y
Sharon Tate era la nueva estrella en ascenso cuando un grupo de cualquieras
acabó con su reinado a la vez que con su descendencia. La siniestra escritura
de la palabra “PIGS” escrita con sangre en las paredes cobraba un sentido marcadamente
político. Como en Versalles la turba había irrumpido para descuartizar a María
Antonieta y al Delfín. Y los "cerdos" eran sin duda los mismos nuevos ricos de siempre.
El asesino, de rasgos notables, se parecía un poco a todos y a cualquiera de
nosotros, los hippies que en ese mismo tiempo andábamos rodando por el mundo.
De alguna forma, el hecho implicaba a toda una generación, un modo de vida y
una forma de expresión. Implicaba nada menos que al nuevo modelo de la época. Desde entonces se dijo siempre que el hippismo fue un movimiento fracasado y abortado del
siglo XX, pero lo cierto es que fueron hechos extraños como la matanza de Los
Ángeles y mas tarde el suicidio masivo de Guayanas lo que contribuyó al
desprestigio del movimiento. Se acusó a nuestra generación de tender oscuramente hacia esos fines terribles: asesinatos rituales de clanes anárquicos y el nihilismo del suicidio colectivo.
Por entonces, todo eso me perturbó profundamente y no podía evitar el sentirme
culpable. No lograba olvidar que yo había dibujado la escena. Y todo lo que pasaba
en mi vida iba dejando su lastre de culpa. Releía la sublime crueldad de Los
Cantos de Maldoror y pensaba: la culpa es para los necios. Intentaba
desesperadamente superar toda relación basada en la culpa, en la puta culpa,
como decía por entonces. ¿Por qué tenía que haber una conexión psico-biológica
entre mis viejos y yo? Yo pretendía ser libre… sentía que debía serlo. ¿por qué
mi cuerpo tenía que estar conectado al de mis viejos? Yo era un INDIVIDUO y
tenía derecho, si quería, a explorar mi cerebro con drogas y experimentar con mis venas y con mi propia sangre. Intentaba decirme que “solo yo existía” en realidad, y que todo el
mundo y los demás seres humanos eran como robots o clones de un juego de
espejos infinitos, total Maya, total ilusión. Mis padres, mi familia, mis amigos, eran solo desdoblamientos de mi mismo. Proyecciones. Pero entonces ¿yo quién era? Debía ser el Cero, el Loco del tarot, la llave del planeta !!! ...Pero aunque la teoría pareciese impecable no lograba convencerme, desde que parecía haber algunos seres que sin duda no eran yo de ningún modo. Algunos de mis amigos no eran yo. Lo mismo que algunos otros seres sumamente inteligentes  y extrañamente poéticos y surrealista en cuyas mentes superdesarrolladas yo apenas podía intentar penetrar, sin duda tampoco eran yo. ¿Cómo podía ser posible una idea tan descabellada? Pero entonces ¿quién era yo? ¿Por qué yo era yo? Y por último: ¿dónde diablos estábamos... si lo que yo dibujaba sobre una hoja de papel en un suburbio de Buenos Aires estaba pasando en una ciudad de la costa oeste del norte del continente?... No quería que fuese un recurso para dejar de sentir a mis
semejantes, sin duda alguna los seres humanos debían existir al menos las veces
que se los encontraba y yo ya sabía bien lo difícil que era encontrarnos… Y
cada vez que nos encontrábamos con mis amigos era fatal y nos pasaba de todo y
terminábamos de lo peor. ¿A qué se debía esto? Yo todavía no sospechaba de mis
propios amigos. Era jóven y creía que lo que nos pasaba era lo que sucedía,
pero el caso era que había un magnetismo fatal entre nosotros.
Mi prontuario de detenciones iba engrosando: vagancia, segundo hache (homosexualidad), ebriedad y otras intoxicaciones, escándalo en la vía pública, etc. Faltas menores, si se quiere, pero ahí estaban y significaban algo.
Tramité mi pasaporte. Me metí en la boca del lobo del falso decorado burocrático
operístico de la policía federal y obtuve mi pasaporte para poder viajar.
Volvía y me encerraba en mi habitación, me desnudaba y hacía collares de fideos
pintados de colores. Pensaba: ¿me dejarían salir? ¿Podría finalmente escapar?
En la radio pasaban un tema:

“Tu, que has elegido la prisión
no tienes por qué condenar
a los que quieren escapar.
Cada cual escoge su razón
la tuya es la del corazón
abre los ojos y verás.”

Asistí al estreno mundial de “Woodstock”. Ahí estaba la parte vital del movimiento, en la
música de rock, en el hecho comunitario, en la poesía y la belleza, en el amor y la paz.
También debo haber visto por entonces la grandiosa epopeya del “Submarino Amarillo”.
Esos dibujos formidables con esa música excepcional. Yo me identificaba modestamente con el pobre “Hombre de Ningún Lugar”. Era tonto y casi insignificante, pero ellos igual lo llevarían en el viaje.




Adoraba “Canción del Norte” con sus secuencias geométricas y numéricas. Pensaba si en lugar de continuar mi tratamiento psicológico, no sería más terapéutico irme de viaje a
Brasil y salir a vagabundear por el mundo. Desde mi habitación, en mis largas noches solitarias no dudaba para nada en la existencia real de los seres humanos, del factor humano. Pero, un tanto más escéptico en cambio ponía en duda la existencia del mundo. Sospechaba que las distancias y hasta el tiempo estaban como superpuestos y plegados en el espacio. También era cierto que yo formaba parte de un grupo social, y aunque algunos parecían ser meras proyecciones mentales, afectivas y volitivas de mi mismo, otros en cambio, parecían ser seres autónomos con voluntad y existencia propia. La realidad
parecía ser como había escrito Gracielita en mi cuaderno:

“Un camino
entre paredes de hielo
 que separa en surcos
 los animales salvajes de los cereales
 desde hace diezmil años
 para llegar hasta este momento.”

Decidido a viajar, recorrí el mismo laberinto de pasillos administrativos y salas de
hospitales que habíamos atravesado con Krishya. Quería salir. Me iría. Ya casi
no había más tiempo para nada. Pero… ¿dónde estaría Gato? ¿Por donde andaría
Gatito? Habíamos hablado de viajar juntos. La llamé por teléfono y no la
encontré. Fui a buscarla a su casa y no estaba. Y no aparecía. Insistí en el
teléfono. Me pareció que se hacía negar. Tal vez no quería atender. Pero lo más
insólito era que yo había visto su foto en todos los periódicos. Era ella sin
duda la que salía fotografiada entre los miembros del clan Manson junto a los
demás inculpados por la matanza de Los Ángeles. Ahí estaba en primera plana su
mismo rostro felino, sus mismas adorables trenzas negras… Y buscándola por las
calles y los barrios de Buenos Aires no la encontraba. Nadie la había visto.

“Miro alrededor para buscar el sol quizás,
Ese que me entibie cuando el día no está más.
Oh, no, lo sé… Sos vos mujer que no estás.
Dime tu destino si la puedo yo encontrar
Ella es mi verdad, dime dónde está
En la gran ciudad o en la eternidad
Dime si está y si existe en realidad
Que con mis manos la pueda alcanzar…”

Me iba. No podía andar buscándola ni seguir esperando. Ya había reunido el dinero para
el pasaje. Quería viajar en ómnibus aunque fuese un poco más caro que el tren y preparaba
mi equipaje.
Eso era tal vez lo más complicado: el equipaje. Ponía y sacaba, agregaba y desechaba.
Tenía una mochila que me había regalado Miguel con la que había recorrido Brasil y su contenido se modificaba a cada momento. No pensaba despedirme de mis viejos. Ellos estaban inmersos en el sistema y formaban hasta tal punto parte del sistema que sin duda tratarían de impedir mi partida. Esperaba el momento. Todavía recibí alguna carta de la Polaca desde Londres, escrita sobre fino papel via aerea con el misterioso membrete de la Wellcome Fundation Ltd. Y el enigmático unicornio impreso en azul. El mismo unicornio de las cajas de Methedrine que ya se fraccionaban en los laboratorios argentinos.
Finalmente mi equipaje parecía estar listo. Iría con lo puesto y llevaba en la mochila
algunas herramientas para trabajar metales. En ese tiempo hacía marcos de espejos muy elaborados con chapas de bronce o aluminio. Llevaba el grueso volumen de “El Tarot de los Bohemios” de Papus. Y llevaba como atuendo festivo la blanca y puntillosa túnica de monaguillo que me había robado de la capilla de Glew. Además material para escribir y dibujar. Mis pantalones de terciopelo azul… y nada mas. Nada complicado, pero sospechaba que me sería difícil salir de allí.
Tal vez la idea parezca ahora un tanto estrafalaria, pero el caso es que yo, un poco en
broma y un poco en serio había descubierto algo que me parecía de suma importancia durante mis frecuentes idas y venidas entre los suburbios y el centro de la ciudad. Algunas paranoias y ciertas veladas persecuciones de las voces que yo oía en mi mente pretendían que:

 “En el centro está el tiempo y los vivos y, como el lado de afuera de una media, los suburbios son la nada y los muertos.”

Desde mi regreso de Brasil en el viaje anterior, ya Renée había despertado mi curiosidad
al leerme de “El Libro Tibetano de los Muertos” aquellas extrañas palabras:
“Los vivos son los muertos y los muertos son los vivos.”
 Tanto los habitantes de capital como las personas suburbanas parecían estar vivos, orgánicamente vivos. Aunque en la zona suburbana la gente parecía menos vital, menos
imaginativa, menos creativa, menos original. Sin duda que los originales
estaban bien en el centro. Pero el caso es que yo mismo me sentía diferente en los diferentes lugares. Y en los largos viajes en colectivo desde mi casa al guetto yo percibía que algo cambiaba hasta tal punto que me parecía que aquí y allá yo no era el mismo yo. A medida que me aproximaba a las luces del trocen, mientras leía los anuncios publicitarios de las calles, un cambio profundo aunque imperceptible se iba operando en mi ser. Pensaba con más agilidad y tenía mayor capacidad asociativa. Pensamientos que nunca se me ocurrían en la soledad de mi habitación surgían de repente durante el largo trayecto en
ómnibus. Pensaba otros pensamientos. Creía recibir otros mensajes. Hasta parecía
despertarse otros sentimientos. De alguna manera cuando me sumergía en la sopa
de ostras de la capital me parecía que me tornaba un tanto mas genial, y hasta mas
brillante y talentoso. Aunque era siempre el mismo. No sabía bien qué pero algo
cambiaba. Algún cambio se producía en el trayecto.
Entonces comencé a analizar minuciosamente el viaje desde mi casa al guetto.
 Primero tomaba el ómnibus local en Carlos Gardel y Lavalleja la esquina de mi casa hasta la estación Lanús. En solo quince minutos estaba ahí, en la plaza central. A partir de entonces tenía varias opciones: podía tomar el tren a Constitución que era mi medio de
transporte preferido en mis primeros años de incursiones al centro; o bien podía tomar algún ómnibus directo en la avenida Pavón. El verde y rojo 45, o el blanco y verde 37. Eran las líneas más directas y veloces. La linea 45 pasaba por el puente Victorino de la
Plaza
, agarraba Velez Sarsfield, se metía por Constitución y aparecía cruzando Corrientes por el bajo hasta Retiro. Y la linea 37 cruzaba por el mismo puente pero seguía derecho hasta Congreso, agarraba Callao y cortaba Corrientes en la esquina de la confitería La Ópera donde empezaba el guetto. Ahí me bajaba siempre yo y el ómnibus seguía hacia Palermo.
Yo tomaba siempre una de estas dos líneas de transporte que eran diametralmente opuestas. Hasta era diferente la gente que acostumbraba viajar en cada línea y el clima
general del trayecto.
El 45 llegaba hasta la zona portuaria del bajo después de pasar por la turbulenta
Constitución. Y la 37 en cambio remontaba por Las Heras hasta la Plaza Italia. Eran por lo tanto dos mundos diferentes, pero tenían un punto en común: la entrada a la Capital, el acceso a la zona urbana por el puente Victorino de la Plaza. Yo siempre había considerado esa etapa del viaje como un lugar sumamente importante. Si algo pasaba era en ese lugar.
Al cruzar el negro Rio de la Matanza llamado también Riachuelo un olor fétido inundaba el colectivo. Un penetrante olor nauseabundo que indefectiblemente siempre y en todos los viajes hacía irrupción en las membranas olfativas de los pasajeros…
Estudié ese fenómeno y llegué a considerarlo muy seriamente. Sería posible que por
medio de un olor muy potente y especial se pudiese producir un cambio psíquico
considerable en la modalidad de los seres que viajan en esas máquinas interespaciales… ¿Sería posible a través del olfato, ese sentido menos desarrollado que la vista y el oído, poder producir cambios esenciales en las personas? Como en las operaciones alquímicas, un olor nauseabundo precedía la combinación de los elementos…
Me concentré en el momento del cruce. Cerraba los ojos y analizaba mis sensaciones. Entonces descubrí que algo más sucedía en esa álgida frontera. Por más que el ómnibus contase con un buen sistema de suspensión, al entrar en el puente descendía bruscamente unos pocos centímetros; y del otro lado del denso y negro río, al salir del puente volvía a ascender otra vez un escalón. Era una  sensación muy poco notable, pero con los ojos cerrados se hacía más evidente cada vez y pronto pude explicarme el fenómeno en forma lógica. Había un desnivel entre el puente y la calle a ambos lados del río. Era una diferencia casi insignificante, apenas unas decenas de milímetros, pero lo cierto era que
en el trayecto se producían durante el cruce del puente dos movimientos bruscos
hacia arriba y hacia abajo parecidos a los llamados “pozos de aire” en los
vuelos aéreos, por lo que se me dio por llamar a ese lugar “el cruce del agujero negro”.
Por lo demás seguía estudiando el fenómeno en forma rigurosa y con los métodos más
científicos. En un viaje de una hora de duración, a velocidades irregulares, siempre, en algún momento había que pasar por el repulsivo olor y los sacudones del agujero negro. Analicé en detalle la sensación corporal en esos momentos.
Evidentemente, a poco de aparecer el olor había que soportar una especie de
golpe pronunciado en el estómago  y en la base de la cabeza. Entonces me pareció suficiente. Eran elementos mágicos más que suficientes para producir cambios psicológicos. No podía explicar bien cómo se operaba pero estaba convencido de que ahí estaba la clave de todo. Era como si viviésemos congelados y en suspensión en el gran conglomerado suburbano, mientras que el verdadero fluir del tiempo y tal vez hasta la existencia misma era un hecho fundamentalmente Capital.

Adquirí  mi pasaje a Río de Janeiro para los próximos días y regresé a mi casa en el sur.
Ya tenía mi equipaje listo, mi pasaporte, mi vacuna internacional, todo en orden. Solo había que ver cómo hacer para salir de ahí, para escapar del submundo de los muertos…
Salía durante la noche a caminar sin rumbo fijo para estudiar el territorio y notaba con alarma que el tránsito estaba como conectado con mis desplazamientos.
Infinidad de automóviles me seguían adonde fuese. Yo daba grandes rodeos sin sentido con el único fin de despistarlos y perderlos. Ellos querían saber adonde iba, porque cada vez que tomaba una dirección concreta enseguida los tenía a todos detrás mío. Me perdía por las inhóspitas calles de Lomas de Zamora y por los oscuros meandros de Remedios de Escalada. En un momento en que doblaba por una calle tratando de despistar el transito automotor, un conductor se asomó exaltado por la ventanilla de su auto y me gritó brutalmente:
- ¿Pero adonde carajo vas hijo de puta?
No había dudas, querían saber adonde diablos iba…Y aunque yo tuviese en el fondo la
esperanza de que todas esas persecuciones fuesen solo paranoias mías, siempre se evidenciaban como reales.

Todavía fui a un recital en el Luna Parck a ver a Manal y a Espineta. Me piqué varias
ampollitas en el baño y salí fotografiado a toda página en la revista Gente junto a Cylbia Washingto, Actemín y Pappo.




También estuve en el frustrado festival de Lobos. Me piqué a la noche entre las fogatas
de las carpas una ampollita que me dio la Villamor y estuve todo el día siguiente
rematadamente loco.
Acababa de morir Jimmy Hendrix y entre los músicos que llegaban al festival, de pronto,
alucinado, vi aparecer al negro Julio con su pelo afro y vistiendo estridentes colores.
Hizo un tema de Miguel Abuelo:

“A través de mi ser sin ser visto
Realiza el cumplimiento del principio…”

Le cambió un poco la letra, hizo su propia versión, pero lo cierto es que en ese festival
de Lobos que no se hizo, el negro Julio canto un tema de las Dionisíacas de
Miguel Abuelo, un proyecto de ópera rock que también nunca se hizo.
 Julio parecía un Jimmy adolescente. De creer en las reencarnaciones tal vez era posible que los que desaparecían allá arriba
apareciesen por aquí abajo... Pero poco después el negro Julio desaparecería también
asesinado por la policía. Creo que debe haber sido la primera víctima del rock
nacional. Aunque era casi desconocido se insinuaba como una gran figura de la música.
Pero lo realmente insólito fue que al final de la tarde yo andaba caminando por ahí y en una de esas pasé junto al Citroen del negro Suarez que era uno de los organizadores del festival. Me saludó como si me conociese de siempre y yo me alejé hacia mi carpa y ahí me senté a ver pasar a la gente. Estaba a unos cien metros del Citroen y entonces vi que desde allí, usando el espejo retrovisor que apuntaba hacia mi lado me hacían señales intermitentes reflejando la luz del sol poniente. Al principio no me daba cuenta, pero enseguida tuve la certeza de que esas señales luminosas estaban destinadas especialmente a mi. Como en una especie de insistente código secreto se dirigían exactamente hacia mis ojos proyectando la luz del sol en rápidos destellos. Yo no lo podía creer pero era así: estaban tratando de hacerme llegar algún mensaje. El efecto duró varios minutos. No
había otro punto de interferencia entre los del Citroen y sus juegos de luces y yo.
 Pero las coincidencias llegaron al máximo cuando esa misma noche andando entre los grupos que se reunían a hacer música junto a los fogones pasé por un grupo donde estaba Ruben de León. Me encantaba el gordo rockero que yo conocía de Plaza Francia y él siempre era muy gracioso y amable. Habíamos estado hablando solo unas pocas veces y esa noche cuando pasé junto a su grupo estaban bluseando un ritmo acentuado con la fonación de dos vocales: O – A. Habían comenzado a cantar mientras yo me acercaba y cuando después de escucharlos un momento pretendí seguir mi camino, noté que si trataba de alejarme el ritmo se tornaba mas acentuado y violento. Así que retrocedí y volví hasta el lugar donde cantaban. Mientras regresaba, el canto se hizo apoteósico y cuando por fin me
uní al grupo, las voces llegaron al máximo de exaltación. Entonces, entre sus risas y sus gritos me pareció posible aceptar que realmente estuviesen cantando las simples vocales de mi nombre: O _ A _ OmAr… Bueno, no estaba seguro, pero no me cabía ninguna duda.

Por último un día fui hasta la casa de Gracielita en su departamento del séptimo piso.
 La encontré con Gabrielito. Supuse que habían tomado ácido porque estaban espléndidos y muy divertidos. No podían entender mis delirios persecutorios donde yo descubría perplejo que en este mundo todo estaba misteriosamente referido a mi mismo. Pero a una parte de mi mismo que me era ajena, que yo desconocía. A una parte de mí con la que me era imposible responder o tratar de comunicarme. ¿Con mi no-yo?... ¿Por qué señales luminosas através del sol?... ¿Por qué mi nombre como una contraseña secreta?...
Estaba tan ensimismado que casi no me di cuenta que Gracielita me decía que a Renée la
vieja la había internado en el Moyano y que había que ir a verla. Me mostraron unas notas que enviaba para sus amigos con sus delirantes dibujos. Parecía
haber una extraña relación entre Gracielita y Gabriel, parecían hermanos
gemelos aunque por supuesto no lo eran, pero se veían como fusionados. La misma
textura de piel, el mismo brillo en las miradas. Fuimos a picarnos a la terraza
del edificio para escondernos de la gente de la casa. Yo olia peligro y empecé
a hablar mecánicamente sin poder parar. Ni yo sabía lo qué decía. Me piqué un par
de ampollitas y la verborragia alcanzó niveles paroxísticos. Gracielita se picó
sin mayores dificultades mientras yo seguía hablando sin parar. Gabrielito se
fue a picar pero no podía encontrar la vena. Se ponía nervioso y me pedía que
me callase pero yo no podía. De pronto el émbolo de la jeringa saltó y un
chorro de sangre brotó salpicando todo. Y recién entonces se hizo un pesado
silencio.

Volví a mi casa. Había olvidado preguntarle algo a Gracielita y la llamé por teléfono.
Al oír su voiz del otro lado del tubo le pregunté:
     -     Decime… ¿vos crees que yo podría?...
Pero no pude continuar. Me quedé escuchando el silencio hasta que su voz categórica me
respondió:
     -    Y…si. Yo creo que si.
Entonces corté. Tomé la mochila y el pasaje y me dispuse a salir definitivamente de
allí. Antes, como en un acto ritual me rapé la cabeza. Corté mis largos pelos
hippies y me afeité la barba flower power. Los pelos largos del hippismo que
eran como las aureolas roradas de los ángeles…  Dejé los pelos desparramados sobre las sábanas de mi cama. Me divertía la idea de hacer creer que desaparecía dejando tras de
mi un reguero de pelos. Y recién entonces salí de casa sin decir nada a nadie.
Caminé hasta la estación Lanús. No había ni que pensar en tomar algún ómnibus.
No quería exponerme a la persecución del tránsito automotor ni someterme a los efectos mutantes de los agujeros negros. Tenía que avanzar a pié y dando grandes rodeos para alcanzar el centro de la capital y llegar a la agencia de ómnibus internacionales en Corrientes y el bajo.
Me sentía en un estado intermedio próximo al conocimiento. Podía extender mis miembros
sin saber hacia donde iba, hasta encontrar algo semejante pero cerrado e inviolable. Uno. Otro. Los amigos se me aparecían a veces al doblar una esquina con sus pocas palabras llenas de sentencias, alguna sonrisa ajena a nosotros y aquel principio inmutable de estar jugando un juego y haciéndome notar que ellos ya estaban en otra.
El pasado en tanto me muestra flores secas del desierto que acabamos de atravesar desde
detrás de la mirada. ¿Pero quién agita como un viento el aire que me rodea y me
lleva? Creyendo en la superposición de las percepciones, ya lejos de las tardes en esas playas desiertas, ya lejos del amor que detiene mis pasos o hace más lenta mi fuga y que es como encontrar el puerto seguro donde imprevisiblemente estallará la contienda y la paz será el campo de nadie o el territorio de otros… siempre, en la tierra de nuestros hermanos…
Y el  tiempo es cualquier momento de ausencia de tiempo y nosotros somos los mismos
de siempre, es decir los únicos. Unos múltiples. Ya que en las áridas planicies los
herederos de antiguas razas duermen sus danzas con sus trajes de colores tejidos de plumas. Entonces vamos al encuentro de la cifra o el nombre que nos espera siempre, sin que podamos ver nada, porque la oscuridad de nuestras miradas nunca llegará hasta la luz del día donde el sol vuelve a ser la estrella en el espejo donde yosoy… que busca y busca una imagen para devorar. Con nuestro cuerpo descubriendo en cambio solo el dolor de aceptar finalmente la desnudez erizada  de las vísceras o el mismo miedo al llevar los huesos hacia fuera para quedarse  indolente sin un solo gesto. Definitivamente inexpresivo. Sin nada que vuelva a herirnos sin descanso en el propio espacio que nos limita donde los otros se apretujan empujando torpemente y excitando cada fibra de existencia con el solo
hecho de estar vivos en el mismo espacio, de no comprender sus contenidos interiores, agitando sus sucias banderas donde proclaman igualdad, ellos, que jamás se fascinaron ante la visión de la sangre de los que aman.
Aquella tarde subí y bajé infinidad de veces por estrechas calles suburbanas, por Lanús, por Gerli, por Avellaneda… Calles donde el fantasma irreal del tiempo ya había comenzado a desintegrarse en mi cabeza tan lentamente que era casi posible creer y encantarse con los excipientes que dejaban el transcurso de largos siglos tan improbables como la misma noción de tiempo que invocamos…
Tanto que hasta me detuve frente a una insólita vidrierita que exhibía El Libro de los Beatles con sus maravillosas ilustraciones. No llovía. Imperaba ese sol enceguecedor,
pero el cielo estaba rodeado de nubes. Tal vez fuese Gabriel y su tendencia a adoptar la forma de nubes. Ojalá fuese envolviéndome en un espeso manto de niebla a fin de cubrir mi retirada. Nubes arrastrándose a poca altura de las calles en las que se condensa el humo de las fábricas con el gris inevitable de cada gesto sin amor.
Cada quinientos metros, por estrategia paranoica doblaba hacia cualquier lado seguro
que así lograría despistar a mis perseguidores de siempre hasta perderme en esas calles hacia donde habrían huido todos y donde ya mas nadie pretende saber de los que llegan.
Compré un  par de cajas de Methedrina  en la esquina  más elegante de su barrio, así nomás, sin receta ni nada, de puro guapo nomás hice adquisición.
Primero sentí miedo que después fue una furia violenta como arrojar un boomerang al percibir que por la calle pasaba el ómnibus 14 de la linea 45 y al rato otra vez el 14 de la 45… y enseguida una vez mas el 14 de la 45… ¿Qué estaba pasando?... si yo no tomaba el ómnibus de transporte inter-urbano  un coche fantasma circulaba eternamente siempre… Crucé la calle por el semáforo en la esquina de la avenida. Ver pasar tres veces el mismo vehículo, y comprender en todo ese orden que era la causa de mi huida, el error mas imbecil; hasta esperar algo mejor que mis golpes ciegos, algo como un error en gran escala que hiciese saltar los engranajes de la maquinaria de la infamia que separa el mundo de los vivos y los muertos.
No quería detenerme.
 La vibración de una poderosa fuerza provocaba mis desplazamientos.
Doblando vi la calle casi sin fin con su ingenua perspectiva de casas blancas entre hileras de paraísos. Percibí una agrupación ordenada (no arbitraria) de los colores y las formas. Primero fue todo rojo y a veces amarillo. Después el verde con insistentes llamados. Pero había llegado sin notarlo al lugar de los pantanos infectos saturados del barro donde los gérmenes claramente visibles se agitaban en enjambres de microorganismos, en vibraciones espasmódicas y violentas y movimientos brownoideos. El paso de las esquinas estaba cubierto por ese fango denso donde se desarrollaban blancas larvas que crecían hasta  desprenderse de su fatídico medio para emprender primero un vuelo vacilante cerca del agua de las zanjas y luego, porque la existencia es demasiado veloz, unirse al vuelo acéfalo, torpe y zigzagueante de su grupo. Se desprendía un vapor ceniciento y sin brillo. Volver atrás era enfrentarse otra vez al miedo, a lo ya experimentado. Respirar ese aire me aterrorizaba y me llevaba lejos de los pantanos, a la entrada de la zona.
Recordé de repente unas palabras que la Polaca había escrito en una hoja con membrete del Instituto Di Tella. Había hecho un extraño dibujo y al lado, en una columna había
escrito:

“Antes de llegar, los muertos debían pasar por un terrorífico viaje de cuatro días, deslizarse entre montañas oscilantes, atravesar desiertos y cruzar un río sobre el lomo de un can rojo. Luego llegaban.”  


Recité mentalmente esas líneas que siempre me habían parecido indescifrables. Y que ahora cobraban un significado evidente. Después de algunas curvas a través de las últimas avenidas ondulantes, divisé a lo lejos frente a mí la pesada y oscura  estructura del puente Victorino de la Plaza. Sabía bien, porque lo había visto al pasar, que frecuentemente estaba vigilado por la policía y en caso de disturbios políticos por el ejército. Pero a medida que me aproximaba me parecía ver que no había nadie, y poco después llegaba al borde del río, al comienzo del puente. Al atravesarlo vi bien de cerca la unión de la calle con el puente, con el desnivel que provocaba el agujero negro al pasar en el ómnibus y salté por encima sin detenerme. Era mucho más notable de lo que me había imaginado.
Sus bordes acerados parecían los filos de un abismo insondable dispuesto a devorarme y al fondo del cual entreví moverse oscuramente las aguas servidas del negro Riachuelo de La Matanza. Desde que había entrado en la zona el olor era insoportable y castigaba mi cerebro implacablemente. Pasé el puente por la estrecha vereda viendo con pánico que en la vereda de enfrente había un policía en una cabina haciendo guardia. Pero yo crucé mirando inocentemente el sórdido paisaje del Docke allá abajo envuelto en el humo de las fábricas entre oscuras barcazas. Pasé de largo como si hubiese tenido un salvoconducto, repitiendo la escritura mágica como una oración, sintiendo que estaba exactamente sobre el lomo del can rojo.
 Me parecía estar en esos sueños donde avanzar resulta imposible.
Al final del puente vi que pasaba raudamente sobre el segundo desnivel del agujero negro.
El desnivel del lado urbano no parecía tan amenazador como el anterior. Estaba disimulado con vigas y tablones pero estaba ahí también. Lo que del otro lado era abrupta fisión, de este lado parecía elaborada fusión. Y así pasé al otro lado.
 Todavía conteniendo la respiración y  reteniendo las lágrimas de violencia, si, pero también como un dolor por todo eso capaz de alterar nuestra natural esencia y que (me obstinaba en negarlo  aunque ya lo supiese) se originaba, aunque real,  en la locura mas disparatada. Exactamente dentro mío.
Es esa hora en que los operarios abandonan su trabajo de monotonía circular invariable. Los veo pasar con sus pequeños bolsos donde llevan la comida del  día o la ropa de trabajo. Y un chico volviendo de la escuela, todo delantal blanco, con manchas de tinta azul en los dedos, perseguido por las babas del diablo. Y todo por haber entendido apenas un tiempo atrás, como algo evidente e  irreparable  el milagro inalterable de estar muerto y de habitar un extraño mundo donde me tortura la sola presencia de los otros, es decir de los muertos que yo ya he sido y de los muertos ya inertes y completamente vencidos que alguna vez seré.
Eran las cinco de la tarde y como idea no había nada comparable a meterse en una panadería y comprar unas medialunas, cosa de ir comiendo algo y detenerse en las vidrieras de las librerías volviendo al lento desplazamiento del ocio cuando el miedo ha pasado y los pantanos y el olor, y ya no queda sino meterse como se pueda en los giros del mismo aire de los otros, enemigos feroces o inofensivos  vegetales y cereales, mecanismos inertes u hombres iguales a uno mismo, con ojos de  miradas que se asombran a mi paso de viejo tigre iracundo. Tratando de armonizar con sus giros y movimientos diferentes en nada al nebuloso enjambre de insectos sobre el agua de los pantanos.
En  cualquier esquina volví a doblar y atravesando la humedad fresca de un portal
entré en la panadería. Gran decepción: como un escenario abandonado hacía ya mucho tiempo. Un lugar deprimente, amarillo, enfermizo y polvoriento. Lo más notable era sentir una gran ausencia.
Faltaban objetos que parecían haber sido arrebatados durante un saqueo en huida precipitada. Al entrar, no más, en la pared del frente se veía el espacio marcado donde faltaba el reloj. Un perfecto octágono de pura ausencia donde alguna vez había estado el reloj. ¿Acaso hasta el mismo tiempo se  estaba fugando?.. Y para peor no había nadie. Solo las medialunas ahí ordenadas en fila sobre una bandeja. Como nadie atendía fui hasta el viejo teléfono público que había resistido a la fugacidad de todas las cosas en su oscuro rincón. Marqué el memorable número de Gracielita y cuando oí su voz inconfundible de demorado estilo blusero a lo Janis Joplin, le dije:
     -    Hola, ahora estoy de este lado. ¿De veras… vos crees que yo podría?...
Sabía que la pregunta estaba mal expresada. Con espanto comprendí de repente que ese
“podría” del verbo poder podía interpretarse también como una acepción del verbo “podrir” y entonces en vez de poder se podría todo el significado. Pero oí que ella decía:
-Si, creo que si. –y después de un corto silencio y una risita de iguana siguió diciendo:
-¿Qué te pasa che?...
Y entonces me pareció que todo estaba bien.
Tuve la certeza de que en ese lugar con sus inequívocos signos de miseria, de total
inercia, de aire oliendo a desinfectante, el panadero que acababa de aparecer detrás del mostrador, no podía ser otro que Dios mismo, si, Dios padre, mudo, confuso y atontado por el calor de los hornos de su universo local. Se presentó exactamente cuando yo colgué el tubo del teléfono sobre la horquilla del aparato, los hombros caídos hacia delante, la barba de tres días y torpes y pesadas manos de trabajador hipnótico. Envolvió las medialunas y las pesó en la balanza como fascinado, olvidándose de planetas y galaxias para observar la oscilante aguja roja de la balanza y calcular el precio de acuerdo al peso. Era como Dios, sin duda, inobjetable, y soltando las monedas en la palma de su mano  me alejé furioso e impotente (por todo el fuego que no había alcanzado aun a estallar), mientras Él se inclinaba a contar su dinero lentamente a la vez que me espiaba con un ojo por detrás de la balanza.
A pocas cuadras de ahí pasé disimulando, como pasan los locos, por delante del loquero de la calle Vieytes. Iba comiendo mis medialunas despreocupadamente, tenía mi pasaje, y tenía la bendición de Dios, el panadero. Cargando mí  liviana mochila, con la cabeza recientemente rapada a desprolijos tijeretazos y  mal afeitado, lleno de tajos… Debía tener el equivoco aspecto de un loco en plena fuga. Mas adelante pasé imperturbable frente al imponente edificio del Congreso de la Nación  y esa misma tarde al ponerse el sol de la larga jornada tomaba el bus a Paso de los Libres.




(continuará)


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