miércoles, 20 de enero de 2016

“GENERACIÓN DESCARTABLE II” - Capítulo 9

                                                                                                                                                                                                                                                  




                                                                                                                                                                                            
“El Viaje”

"Si quería ser cabal, mi corazón se tornaba malévolo, y la menor ofensa parecía convencerlo de la gran maldad y lo diabólico de los hombres, y de que hay que guardarse y evitar la menor familiaridad con ellos."       
   FRIEDRICH HÖLDERLIN



Nada me hubiese hecho sospechar que ese viaje se tornaría infernal en pocos momentos. Porque todo parecía estar bien. Sin duda las puertas se abrían a mi paso con total naturalidad, aunque, como hubiesen dicho mis amigos, “estaba muy cargado”. Ya mientras esperaba la salida del ómnibus en un café de la avenida Corrientes cerca del bajo, fui hasta el baño, me encerré en el oscuro compartimiento y me inyecté un par de ampollitas.
Después volví a la mesa y me puse a escribir en mi cuaderno mientras tomaba un café doble y esperaba la hora de salida.
Al volver a la agencia me encontré con un amigo que venía de Río y nos saludamos cambiando algunas impresiones: Río estaba maravilloso, pero aquí era una pálida como siempre y buen viaje.
Me senté adelante en uno de los primeros asientos del lado izquierdo, y en el comienzo de la noche entre el denso tráfico que se iba encendiendo en las avenidas salí de Buenos Aires Capital. Me sentía exaltado, finalmente salía de aquella tortuosa city donde todas las calles conducían, para mi, a ninguna parte.
Después, en la autopista, el ómnibus se deslizó suave y velozmente a través de la noche.
 Algunos pasajeros dormían extendiendo sus asientos y otros leían con sus luces direccionales el material de lectura que habían preparado para el largo viaje. Alguien desplegaba un periódico, otros hojeaban revistas o se enfrascaban en la lectura de algún libro. Algunos conversaban con las luces encendidas, pero otros que por cierto aún no dormían, preferían hablar entre sí con leves murmullos en la penumbra.
Yo intentaba sin conseguirlo concentrarme en la lectura de “El Tarot” de Papus que llevaba como material de estudio para el viaje. Mi atención prefería desviarse hacia la ventanilla para ver pasar las raudas luces del tránsito. Como si se tratase de la presentación de un show pasaban los camiones con sus coloridos juegos de luces. Una luz violeta brillaba sobre casi todas las cabinas. Toda mi atención estaba hipnóticamente centrada en las luces del tránsito que pasaban en sentido inverso por la otra mano de la autopista: luces amarillas con bocinas estridentes, triángulos de luces verdes, lineas de luces rojas, y las encandilantes luces blancas de los faros, todo pasando por la pantalla de mi ventanilla, con la poderosa vibración del bus entre las ráfagas de viento que se producían al cruzarse con los otros vehículos.
En un bar donde el ómnibus hizo una parada al amanecer me alejé caminando algunos pasos del lugar, y mas allá me arrodille en el pasto de una suave ondulación mirando hacia donde ahora huía la noche, hacia donde había quedado Buenos Aires y me pregunté hacia donde iba. ¿Qué estaba haciendo? Tal vez todavía estuviese a tiempo de volver como solía volver tantas veces al amanecer en mis reiteradas fugas frustradas. Pero entonces recordé a Gabrielito: “la llave que no abre nada”… De alguna manera me parecía que Gabriel me había ayudado a salir de aquel laberinto, porque después de nuestro encuentro todas las cosas se precipitaron hacia el viaje, y sentado ahí en el pasto al amanecer decidí que ya era imposible volverse atrás, así que regresé al ómnibus y volvimos a partir.
Durante la noche anterior ya había hecho un par de incursiones hasta el bañito del ómnibus para picarme. Era el lugar perfecto y nada se podía comparar a darse un pico en pleno trayecto en aquel gabinete secreto ambulante. Y a media mañana volvía a picarme, y creo que fue entonces cuando comencé a advertir las primeras señales.
Ya hacía un par de noches largas que no dormía pero me acomodé en el asiento y cerré los ojos prestando atención a los sonidos que me rodeaban con el continuo deslizarse de lo neumáticos sobre el asfalto de la ruta. Pero por más que tratase de escuchar las múltiples conversaciones de los pasajeros me resultaba imposible percibir alguna en especial. Lo único audible era un murmullo general indiferenciado. Me parecía extraño no poder pescar una sola palabra. Sin embargo, algunos conversadores estaban lo suficientemente cerca como para poder seguir la conversación paso a paso si lo hubiese deseado. Pero por más que tratase no lograba entender una sola palabra, ni el más mínimo sentido. Abrí los ojos sobresaltado. El murmullo se había vuelto como un cántico que se elevaba y del que me era imposible comprender nada. Entonces observé atentamente a los pasajeros del otro lado del pasillo: el hombre gordo de pelo blanco hablaba con la señora junto a su asiento. Es decir, supuestamente hablaban, porque yo no alcanzaba a escuchar nada, el canto de las llantas sobre el asfalto anulaba cualquier otro sonido y se me ocurrió que bien podían estar haciendo la pura mímica de una conversación.
 Fue entonces que noté que el hombre hacía continuamente señas con las manos y los dedos durante la charla. Y la señora también, hacía el mismo simulacro de hablar sin emitir palabras, pero en cambio expresaba con cuidadosos movimientos de manos y dedos lo que estaba simulando decir. Y tras el primer golpe de vista tuve la certeza de que lo que decían y lo que expresaban sus manos eran cosas bien diferentes. Por mas que me concentrase tratando de leer el movimiento de los labios no distinguía palabra alguna, pero en cambio, extrañamente, las señales de sus manos y sus dedos me parecían cobrar por momentos un sentido cada vez mas reconocible, porque cuanto mas observaba esos movimientos mas me parecía reconocer en los trazos invisibles de esos dedos y esas manos en el aire, especies de… figuras,,, signos… dibujos veloces de ángulos y arcos con la punta del dedo índice… arcos paralelos con el índice y el pulgar… giros y rotaciones con los demás dedos y diferentes puntos de señalización. A veces con ambas manos formaban una figura especial. Los interlocutores se miraban entre sí y veían sus manos entre sí, y de pronto vi con asombro que todo el ómnibus practicaba el mismo código: todos hablaban con sus manos.  El murmullo  que yo podía oír junto al rodar de las ruedas, era, lo supe entonces, el inductor hipnótico que emitían los “pasajeros”, mientras que con sus manos y sus dedos… ¿qué hacían?... (y esto tardé mucho tiempo en darme cuenta). …¿Qué hacían esas manos y sus volátiles dedos flotando como ingrávidos delante de esos rostros vagos? Era pleno mediodía y atravesábamos el calor húmedo de la mesopotamia… sentí que debía ir otra vez… una vez mas atravesando el largo pasillo del bus hasta el bañito. En el trayecto comprobé que todos dialogaban con manos muy versátiles. Y en el privado gabinete del bañito me inyecté las últimas ampollitas que quedaban en la caja. Estábamos por llegar a la frontera, no debía faltar mucho para Paso de los Libres y el pico entró bien en vena. Solté la banda elástica con los dientes y empujé el émbolo. Llegábamos a la frontera y sin duda revisarían el equipaje. Arrojé la jeringa por el inodoro, después hice un bollo con las cajas y las ampollas vacías y lo tiré también. Apreté el botón y todo desapareció bajo el agua. Me bajé la manga de la camisa, abrí la puerta y volví por el pasillo entre los pasajeros hasta mi lugar. Y fue entonces, en esa ráfaga de observación que comprendí lo que estaban haciendo los pasajeros con sus manos y dedos… Estaban CONDUCIENDO EL VEHÏCULO… Desde ya podía ver cómo todos los gestos y señales se reflejaban perfectamente  en el espejo retrovisor del chofer y este iba recibiendo todos los signos a través del espejo traduciéndolos en movimientos. ¿Qué significaba semejante código y técnicas tan esotéricas para un simple viaje lineal terrestre por una de las tantas rutas nacionales? Pero cuando volví a sentarme en mi asiento noté que algo estaba empezando a cambiar sensiblemente, porque estábamos aproximándonos a algo como “otra dimensión”. Y mientras caía la noche y llegábamos al puesto fronterizo comprendí tratando de mantener la calma que los pasajeros y yo estábamos íntimamente conectados en el plano mental. Ellos sabían todo lo que yo hacía y pensaba. Leían mis más recónditos pensamientos y podían hablar directamente a mi mente. Enseguida yo también podía comprender de manera espontánea el oculto lenguaje de las manos. Al menos en parte me parecía comprenderlo, aunque no hubiese podido decir concretamente en qué consistía. El sentido se me ofrecía abiertamente y a la vez se ocultaba a mi razonamiento. Yo lo sabía… pero cómo lo sabía? Las voces de sus mentes me invitaban a la calma.
Llegábamos a la frontera y las mentes de los pasajeros me decían: “Estamos llegando a casa”.
Y no hubo ningún problema con los empleados de aduana. Bajamos del ómnibus y mientras revisaban ligeramente el equipaje y sellaban nuestros pasaportes sentí que un cambio más profundo y fundamental se estaba produciendo. Así fue que pasamos a Uruguayana, y extrañamente mientras cruzábamos la linea divisoria de la frontera los pasajeros comenzaron a cantar. Era una canción muy dulce que todos los pasajeros entonaban muy suavemente y que expresaba la emoción de aquellos que tras largo tiempo en el exilio regresaban a la patria.
 Ahora yo podía descifrar mensajes muy complejos aunque me costase comprender las cosas mas simples. Tal vez fuese probable que en aquel ómnibus todos los pasajeros fuesen brasileros que regresaban a su país. ¿Pero cómo no había alcanzado a oir ninguna palabra en portugués? Acaso las había oído todo el tiempo solo que hasta entonces no las había registrado, y ahora si, me parecía que oía fragmentos de palabras con la cálida cadencia brasilera.
Pasamos sin inconvenientes el control brasilero. El ómnibus paró un momento en la rodoviaria y para estirar las piernas me paseé  por el hall de la terminal. En la mesa de un bar había tres elegantes mujeres tomando refrescos, y al verme pasar con mi mochila me llamaron. Resultaron ser brasileras que viajaban para Buenos Aires, y poniendo en práctica mis básicos conocimientos de portugués dialogamos. Me invitaron a sentarme y me convidaron algo fresco. Querían saber qué hacía, adonde iba… ¿era hippie? Si bien no tenía el pelo largo iba vestido un tanto exótico, (casi nada: camisa floriada y pantalón de terciopelo azul), pero veían que tenía numerosos anillos y pulseras y un collar colgante… Me dijeron que Brasil era un país muy hermoso y que yo iría a ¡adorar!, y mientras se alejaban a tomar su ómnibus una de ellas se apresuró a decirme casi como un secreto:
- No esqueça que so vocé pode saber o que acontece no seu corazón e na sua mente. Ninguein pode saber, mais so vocé pode saber.
Me pareció un extraño consejo, y me apresuré yo también en tomar mi ómnibus.
Al rato atravesábamos un amplio paisaje de verdes praderas ondulantes. Me paré junto al conductor para observar el camino a través del panorámico parabrisas y a la vez podía ver mi propia imagen reflejada en aquel espejo retrovisor. Ahí pude observar con asombro que ¡yo ya no era el mismo! Algo imperceptible había cambiado. Sin duda era yo, pero ya no era exactamente igual a mi mismo. Era probable que estuviese contemplando al fin al del otro lado, el revés de la trama. Hasta ese desparejo corte de pelo con su rapado escalonado parecía poseer cierto orden arbitrario surgiendo del caos de mis pensamientos.. Y detrás de mi imagen podía ver también el ballet de las manos y los dedos flotantes de los pasajeros.
Aquellas tres hadas de la estación me habían dicho que nadie podría saber lo que pasaba por mi mente y por mi corazón, pero lo cierto es que los pasajeros leían mis pensamientos y hablaban a mi mente. Y yo, por mi parte, ya comprendía el alado lenguaje de sus dedos. Veía como con ángulos y arcos veloces trazados con la punta de los dedos en el aire indicaban lineas de desplazamiento, direcciones y sentidos.
Volví a mi asiento. El gordo de pelo blanco le decía a la mujer de al lado: “Casi no lleva equipaje en su mochila. Apenas unos trapos revueltos. Pude verlo bien cuando revisaron su equipaje en la aduana.. Una camisa con puntillas y después puro papeles desordenados y algunos libros.”
Al mismo tiempo noté que otro grupo de mas atrás decía: “Nosotros te vamos a llevar… hasta un lugar perdido en esas colinas… Hasta nuestra casa… donde vamos a hacer una gran fiesta… y donde nadie te va a encontrar…”
Me sobresalté ¿Qué estaba escuchando? ¿Qué acababan de decir? Tuve una oscura persecuta. ¿Quiénes eran los extraños pasajeros? Era muy probable que se tratase de una misteriosa secta oculta. Se comunicaban con el lenguaje de los sordomudos y se habían instalado en mi propia mente. Me conducían. Me llevaban. Pero eso de la “gran fiesta” me resultaba inquietante, sospechoso, amenazador... Yo estaba en franco bajón y tenía pensamientos siniestros. ¿Adonde pretendían llevarme los pasajeros? Tal vez había leído demasiados cuentos de terror, pero el caso es que… tenía miedo. Miraba por la ventanilla y me sentía perdido. ¿Dónde estaba? Me revelé entonces desafiando a las voces con mis propios pensamientos: yo no iba a ir a ningún lugar y no iba a participar en ninguna fiesta de locos fanáticos. No estaba atado al ómnibus, si quería podía bajarme allí mismo. “Si, claro –decían los pasajeros – pero no lo harías ¿verdad?” ¿Por qué no? Solo bastaba con que me acercase al conductor, me parase bien frente al espejo tratando de interferir las órdenes manuales de los pasajeros y dijese que parase un momento que quería bajar. Pero no lo haría ¿verdad?, eso solo se dice… Cada vez mas los pasajeros me parecían componentes de una secta satánica. ¡Me estaban raptando! Me sacrificarían en sus rituales. Vi con horror cómo el gordo de pelo blanco decía con los dedos: “Cuidado, se está dando cuenta.” (O tal vez había dicho: “Atado que va dando vueltas.)”. Noté que el gordo ahora hacía los signos con una velocidad sorprendente y no tuve duda alguna de que era el Maestro Mayor.
Entonces, sabiendo que estaba completamente loco y que estaba haciendo una pura locura, salté de mi asiento y corrí por el pasillo hasta el conductor gritando:
- ¡Pare, chofér, por favor, pare que quiero bajar!
Todo el pasaje se convulsionó. Sentí que algunos decían:
- Está loco… pero si quiere bajar déjenló.
El chofér se mostraba muy contrariado. No podía parar así en medio del camino sin previo aviso. Le pedí que parase porque me sentía muy mal y tenía que bajarme ahí mismo, en cualquier lugar, aunque fuese en medio del desierto. Yo temblaba de la cabeza a los pies, tenía miedo, estaba furioso pero al final logré que el ómnibus parase. El conductor abrió con violencia el portaequipaje y me tiró la mochila junto al camino. Después me miró incrédulo y preguntó:
- ¿Está seguro que se quiere quedar aquí?
- Si, si, claro. –me apresuré a contestar. –Vayasé. Dejemé solo.
El pobre tipo parecía no entender, pero volvió a subir al bus, se instaló frente al volante y el ómnibus se alejó del lugar con un fuerte bramido.
Me quedé parado ahí viendo cómo se alejaba por ese largo camino que subía y bajaba. Y finalmente solo, me sentí tranquilo. Comprendí que había logrado, al menos, apagar el ensordecedor murmullo de las llantas lamiendo el asfalto.
Hacía medio día que habíamos atravesado la frontera. Yo tenía pasaje hasta Río de Janeiro y bien podría decirse que en mi caso, el viaje había terminado a poco de empezar. ¿Qué iba a hacer ahora? Cargué mi mochila y comencé a caminar junto a la ruta, siempre hacia el norte, hacia donde había desparecido el ómnibus de los locos satánicos. Yo bien podría llegar a Río de Janeiro caminando. Pero… ¿dónde estaría exactamente?... Caminaba a grandes pasos pateando iracundo sobre el asfalto, al borde de las lágrimas apretando fuertemente los maxilares. Era sin embargo un hermoso día de sol y yo pensaba que por el momento había logrado escapar. Pero… ¿qué era eso que presentía oscuramente y que me daba tanto miedo? Bueno, no lo sabía, pero acudían a mi mente siniestras escenas de una ceremonia ritual en la que yo era ofrecido en sacrificio. ¿De dónde podía provenir esta idea? ¿Una imaginación novelesca? ¿Recuerdos del futuro? ¿Memoria ancestral? ¿Delirio paranoide? Imposible saberlo. ¿Qué podía hacer sino seguir caminando? Hice dedo y un camión me levantó. Iba unos pocos kilómetros mas adelante, me aclaró el conductor, pero allí podría conseguir otra carona.
 El camionero era un brasuca joven y enseguida se entabló una conversación. Él iba hasta Curitiva, pero yo… ¿qué hacía? ¿De dónde venía? ¿Cómo estaba ahí en medio del camino? ¿Hacía dónde iba? Todavía me sentía conmocionado por el bajón de pico y pensé que lo mejor sería contarle toda la verdad. El tipo parecía confiable y me sinceré: hablé del ómnibus encantado y de los brujos locos. Él parecía entender todo bastante bien, pero cuando hablé de los brujos el camionero me interrumpió sobresaltado preguntando:
- ¿Vocé quer dizer bruxos?
Me costaba mucho comunicarme en portugués, pero no podía haber demasiada diferencia entre brujos y bruxos. Pero si, en el idioma del camionero la misma palabra tenía una resonancia más misteriosa y él me miraba atentamente mientras volvía a preguntarme:
- Bruxos?... Bru… xos… Mais bruxos mesmo?
- Eso… -respondía yo – brujos. Eran todos brujos… -de repente recordé el film de Polansky: “Todos ellos brujos.”
Entramos en un pueblito y al llegar a una calle central noté consternado que el camionero paraba en la puerta misma de la comisaría, un caserón colonial pintado de amarillo. Me quedé sentado ahí en la cabina del camión mientras el tipo entraba en la seccional. ¿Era mejor quedarse ahí o tratar de escapar?
Pero… escapar ¿adonde?... El pueblo era chico, me perseguirían y sería peor. Así que decidí esperar ahí y enseguida los policías salieron a buscarme.
Ya de entrada me trataron con violencia. Me agarraron y me sacaron a empujones del camión. El camionero salió de la comisaría en ese mismo momento. Se subió al camión y se alejó velozmente del lugar. Simplemente me había entregado.
Me llevaron hasta la oficina del comisario y allí me rodearon entre cinco o seis monos. Eran unos negrazos bastante feos.
- ¿O qué vocé esta fazendo aquí, menino? –inquiría  impaciente el comisario.
Le mostré mi pasaporte y lo arrojó sonriendo sobre la mesa. Entonces le extendí mi pasaje del ómnibus. Pero, si iba para Río, ¿por qué me había bajado del bus en medio del camino?... ¿Y que era esa historia de brujos? Me rodearon y entraron a darme sin esperar respuesta. Me pegaban y me pasaban entre ellos. Parecían tranquilos, recién empezaban, pero yo sentía que me estaban matando. Caí arrodillado al piso cubriéndome la cabeza con los brazos entre golpes y patadas cuando de pronto sonó el teléfono y se paró todo. El comisario atendió y escuchó atentamente. Los negros, mientras tanto esperaban. Pensé que era una tregua y que enseguida volverían a llover los golpes después de la llamada, pero entonces sucedió lo mas extraño. Mientras escuchaba en el teléfono y afirmaba brevemente, el comisario tomó mi pasaporte de encima del escritorio, lo observó y replico en el tubo:
- Sim senhor… Muito bom… Obrigado… -y colgó el receptor.
Después se acercó a mi que parecía ovillado en el suelo y me alcanzó el pasaporte, y cambiando de tono, pero con violencia aún latente me dijo:
- Va embora, menino. Y eu no quero ver vocé nunca mais por aquí. ¿Ta entendendo?
Tomé mi documento, alguien me arrojó la mochila y casi corriendo salí de la comisaría y remonté las calles hasta la ruta.
Era increíble, no podía explicarme. ¿Qué había pasado? Me había encontrado exactamente con lo mismo de lo que estaba huyendo. Había dejado el ómnibus por miedo al sacrificio y me había dirigido por mis propios medios al encuentro del ritual tan temido… ¿y allí?... ¿qué había pasado?... El infierno había durado unos pocos segundos y de repente todo se había interrumpido. Esa llamada… aquella llamada telefónica… ¿Qué había sido?... ¿Quién había llamado por teléfono? ¿Quién me había salvado interrumpiendo todo aquel horror? No podía hacer la más mínima conjetura. Pero había algo extraordinariamente cierto: ALGUIEN había llamado dando órdenes concretas para que me dejasen inmediatamente en libertad.
Al llegar a la ruta había un bar donde paraban los ómnibus, y tuve suerte, porque después de largas explicaciones, logré subir al ómnibus que venía detrás del que yo había dejado. Al principio el chofér no quería llevarme, pero le mostré mi pasaje de la misma línea y le dije que me había distraído en el bar y que mi ómnibus se había ido sin mí. Lo convencí. Finalmente me llevaban. Subí y me ubiqué en uno de los confortables asientos, y al fin dejamos aquel fatídico lugar. Enseguida me dormí y desperté en medio de la noche. Vi que todo el pasaje estaba sumido en la oscuridad. Avanzábamos velozmente y los pasajeros invisibles parecían dormir. El ómnibus me pareció mas suntuoso que el anterior, mas confortable, mas moderno. De vez en cuando sonaba un susurrante timbre y me pareció que se producían cambios de ubicación en medio de la oscuridad entre los pasajeros adormecidos. Ahí mismo frente a mi asiento había un pulsador de timbre. Repentinamente recibí información telepática. Este era un ómnibus especial, con servicio erótico incorporado. Si llamaba por el timbre recibiría inmediatamente una visita agradable. Solo tenía que pulsar… Pero…¿no estaría metiéndome en otro lío? Decidí que por esa noche podía prescindir del servicio erótico y me dormí.
Desperté a media mañana. Me sentía inquieto. Llevaba ya tanto tiempo viajando. Me habían pasado tantas cosas… Estaba otra vez con síndrome… volvía a oír voces en mi mente. Me fastidiaba. No sabía qué hacer. Me revolvía en el asiento. Me sentía nuevamente localizado. Focalizado. Tenía que hacer algo y ganarles de mano. Busqué en mi bolso la caja de pinturas. Ahí estaban los pomos de óleo. Destapé el amarillo y lentamente, con los mismos dedos me pinté las manos. Las miré a la intensa luz del día: manos amarillas… el ómnibus adquirió súbitamente un aspecto subreal. Enseguida agregué un poco de rojo y lo fui extendiendo sobre la piel hasta formar un bonito tono naranja. Movía las manos en el espacio frente a mis ojos y los dedos adoptaban extrañas formas como figuras y signos. Los vecinos de asiento miraban extasiados mientras yo seguía agregando colores: lineas rojas, puntos verdes, manchas azules, rayos violetas… y las manos danzando coloridas frente al vertiginoso paisaje de la ventanilla… así durante largas horas hasta que llegamos a Sao Paulo.
En el baño de la rodoviaria me lavé bien las manos y cuando volví hacia el ómnibus descubrí sorprendido en la banca de jornais la tapa de la revista “Veja”: ¡Un par de manos pintadas de colores!...
En adelante el ómnibus empezó a descender en zig-zag por caminos de precipicios rodeado de una sugestiva vegetación tropical. Y cuando finalmente entrábamos en Río de Janeiro me senté en mi asiento en la mística posición de loto porque tenía la fuerte convicción de que estaba penetrando en un lugar sagrado.

Una vez en Río me alojé en el hotelucho aquel de Praça Tiradentes donde habíamos estado con Juanito en el viaje anterior. Pero ahora estaba solo, me sentía desamparado y aquel hotel sin Juan era más miserable todavía. Sin duda había sido el brillo de su presencia  lo que había hecho aceptable aquel lugar que sin él se tornaba insoportable. Tenía dinero para un par de días más y después ya no sabría qué hacer. Caminaba de una punta a otra de la ciudad maravillosa buscando algo, alguien, hasta que una mañana, atravesando la playa de Flamenco me encontré con Gracielita. Me parecía imposible. ¿Qué estaba haciendo ella justamente ahí en Río de Janeiro? Yo la había llamado por teléfono varias veces antes de salir de Baires y no me había dicho nada que iba a viajar. Lo había decidido a último momento y estaba ahí, con Nora.
_ Qué Nora? –pregunté.
 - ¿Qué Nora va a ser?… - me contestó – ¡La Única! Y estamos parando en casa de Newton, un amigo brasilero.
Así que saqué mis cosas del hotelucho y me instalé con mis amigas en un amplio y luminoso  departamento decorado solamente con esteras de paja pintadas, hamacas paraguayas y plantas tropicales. Y Newton era un tipo bastante loco que fumaba inmensos charutos todo el tiempo. Tenía una biblioteca entre cuyos volúmenes encontré una hermosa edición de “El Libro Tibetano de los Muertos” que habíamos leído con Graciela y Renée  en la casona de San Telmo.
 Newton acababa de separase de su mujer y vivía solo en aquel departamento que sus numerosos amigos visitaban puntualmente a lo largo del día. Tenía un buen pasar como se dice, ya que desde hacía muchos años era el encargado de la decoración del Sambódromo de la Presidente Vargas para los carnavales. Era excelente dibujante, y junto con la decoración su especialidad eran las maquetas y los vestuarios para las  carrozas  de las escolas de samba.
 Nora, pasaba su tiempo tendida en las hamacas de red luciendo exóticas túnicas orientales, tomando refrescos y haciendo comida macrobiótica con Newton y escuchando música a todo volumen. Los Who acababan de editar su ópera rock “Tommy”, y esa música excitante sonaba repetidamente en el equipo de la sala.
- Vean lo que me envió de regalo mi ex mujer  para navidad… -nos decía Newton, y nos mostraba una lonja de filete de pescado que parecía un pene disecado – ¡Arenque ahumado! Filia da puta, ela sabe que o que eu mas gosto no mundo es o arenque ahumado, e ella me envía so uno en una bandejinha… ¿Qué me querrá decir?... Curtiçao… y nos miraba con un divertido gesto de interrogación sosteniendo el arenque con la punta de los dedos.
Y ahí estábamos, todo el día en la playa, paseando y tomando sorvetes. 
Gracielita no podía creerlo cuando yo le contaba mi aventura fatal en el ómnibus de los brujos y el extraño altercado con la policía.. Sentada frente a mí en la estera me miraba profundamente con esos inquietantes ojos que parecían achinarse aún más ante el misterio y volvía a preguntarme por enésima vez:
- ¿Pero esa llamada telefónica tan oportuna?... ¿Quién pudo ser?... Realmente milagroso… ¿verdad? Después que me digan que no hay magia… ¡Qué increíble! –concluía Gracielita. -¿Qué suerte que estés aquí con nosotros!
A mi también me parecía increíble estar en Río con mis amigas. Y la verdad es que, aunque no lo decía, yo sospechaba que Gracielita y Nora no eran las mismas personas de Buenos Aires. Me costaba creer que ellas hubiesen viajado como yo, a través del espacio y kilómetro tras kilómetro para llegar hasta allí. Pensaba en cambio, que su presencia se debía más a algún tipo de misteriosa operación mágica. ¿Cómo no me dijeron que viajarían? ¿Cómo nos habíamos encontrado en forma casual en una ciudad con millones de habitantes? Yo me sentía propenso a creer que mis amigas eran “otras”, ya no las de Baires, sino reproducciones espectaculares de aquellas. Pero nunca dije nada respecto a esto. Menos aún cuando me dijeron que los hermanitos Romero, Carlos, y Kelly con su flamante esposo el esotérico Suarez, y hasta el Peli Luis Alberto estaban viviendo muy cerca de allí, en un palacete del residencial barrio de Santa Tereza, donde habían instalado un taller de artesanía en ropa de cuero que a la vez era un centro de reunión del sufismo. Me costaba creer tal coincidencia de casualidades y cada vez me parecía más verdadera la hipótesis de Cylbia cuando decía:
- El mundo es un caleidoscopio donde estamos reproducidos infinidad de veces.
Una tarde fuimos a visitarlos subiendo el morro por unas empinadas callecitas entre los elegantes jardines de las embajadas. Era una casa de dos plantas pintada de un tierno color rosado. Kelly nos recibió luciendo una hermosa túnica persa y nos condujo al taller en la planta alta donde estaban trabajando. Hasta Marcela Pascual estaba allí, solo faltaba que apareciese Tango al abrir una puerta. Con el Peli nos asomamos a una ventana a contemplar el atardecer en la bahía de Guanabara allá abajo a lo lejos. La luz crepuscular se fusionaba en rosaceos y lilaceos mientras nos mirábamos sonrientes tomados de la mano.
Y fue precisamente unos días después que Nora nos dijo a Graciela y a mí que quería ir a Sao Paulo a buscar esa valija que había dejado y donde estaban los vestidos más bonitos, la túnica violeta de crepe de seda, y los pantalones de pana y muchas cosas más. Era una lástima… esa ropa tan linda que podíamos usar en Río para lucirnos como príncipes… todo abandonado en aquel valijón allá en Sao Paulo… Inmediatamente organizamos el safari a fin de rescatar aquellos adorable trapos. Y un mediodía tropical salimos a la ruta a hacer carona para Sao Paulo, Gracielita, Nora y yo. Y también se habían unido a nosotros el Peli y Marcela. Al anochecer podíamos estar allá.




(continuará)

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