"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo
"CYLBIA"
(Tercera parte)
Capítulo
"CYLBIA"
(Tercera parte)
Cuando volví al centro un par de semanas después, me enteré que Cylbia había desaparecido. Tango la buscaba por todas partes. Si, aquella vez habían pasado algunos días juntos y después se habían separado apenas un momento para ir a sus casas a cambiarse, a comer algo, a dormir un poco. Y ella estaba muy loca, se habían tomado todas las pastillas y se habían fumado todo el grass. Así que a él le pareció que mejor no dejarla sola tan delirante como estaba sin dejar de hablar y manejando todo con pases magnéticos y maniobras energéticas. Pero igual ella se borró en algún momento diciéndole que se encontrarían esa misma noche en la puerta del Moderno. Pero todo eso ella se lo había dicho en medio de un largo parlamento acerca de otra cosa y ya como desde lejos, así que no estaba seguro si era esa misma noche o el día siguiente a la noche. Así que él también se fue a su casa y paso dos o tres días durmiendo y cuando se acordó salió a buscarla por todos lados con la viola, claro. Había estado plantado ahí en la puerta del Moderno unas noches largas pero ella no apareció. Entonces la buscó por todos los boliches del ghetto encontrándose con todo el mundo pero nadie la había visto. Por momento se olvidaba que la estaba buscando porque anduvo por muchos lugares y con mucha gente hasta que volvía a acordarse y entraba a preguntar:
-Decime… ¿no la viste a Cylbia?
Pero nadie la había visto, entonces pidió plata y tomó un taxi y una noche se apareció en el Melancólico donde Rennée le dijo que por ahí no iba desde hacía mucho y que mejor que no fuese porque había estado con Kranch y le habían robado la maconha cuando se quedó dormida y que la venganza es el placer de los dioses, pero que no nos iba a matar, no, que era lo primero que se le había ocurrido a la mañana siguiente cuando vió la caña vacía. Iba a seguir siendo nuestra amiga, pero para poder vengarse nomás. Ël había intentado calmar su furia con una sonrisa mientras le preguntaba distraídamente:
-¿Si?...¿Te parece?... Andáaa…
Hasta que logró hacerla sonreír y ella le dijo que sin duda Cylbia estaba en su casa porque el padre la había andado buscando hacía unos días por el Melancólico y había estado hablando con la negra recordándole amenazador que Cylbia era menor de edad y que él sabía muy bien que Cylbia se drogaba con pastillas y otras cosas y que los amigos de Cylbia no le gustaban nada.
Entonces Tango se había armado de coraje y había ido a buscarla a la casa donde lo atendió el propio padre que para peor era jefe de policía y de la peor manera le había dicho a gritos que Cylbia no estaba y que si no se iba lo iba a meter preso y hasta la abuela se había asomado por la ventana para gritarle:
- ¡Degenerado. Drogadicto!
Ya hacía casi un mes desde que se habían separado por un rato y ni el menor rastro de Cylbia. Nos miramos en silencio sin saber que pensar hasta que él dijo:
Y bueno… ¡Qué se yo!
-Decime… ¿no la viste a Cylbia?
Pero nadie la había visto, entonces pidió plata y tomó un taxi y una noche se apareció en el Melancólico donde Rennée le dijo que por ahí no iba desde hacía mucho y que mejor que no fuese porque había estado con Kranch y le habían robado la maconha cuando se quedó dormida y que la venganza es el placer de los dioses, pero que no nos iba a matar, no, que era lo primero que se le había ocurrido a la mañana siguiente cuando vió la caña vacía. Iba a seguir siendo nuestra amiga, pero para poder vengarse nomás. Ël había intentado calmar su furia con una sonrisa mientras le preguntaba distraídamente:
-¿Si?...¿Te parece?... Andáaa…
Hasta que logró hacerla sonreír y ella le dijo que sin duda Cylbia estaba en su casa porque el padre la había andado buscando hacía unos días por el Melancólico y había estado hablando con la negra recordándole amenazador que Cylbia era menor de edad y que él sabía muy bien que Cylbia se drogaba con pastillas y otras cosas y que los amigos de Cylbia no le gustaban nada.
Entonces Tango se había armado de coraje y había ido a buscarla a la casa donde lo atendió el propio padre que para peor era jefe de policía y de la peor manera le había dicho a gritos que Cylbia no estaba y que si no se iba lo iba a meter preso y hasta la abuela se había asomado por la ventana para gritarle:
- ¡Degenerado. Drogadicto!
Ya hacía casi un mes desde que se habían separado por un rato y ni el menor rastro de Cylbia. Nos miramos en silencio sin saber que pensar hasta que él dijo:
Y bueno… ¡Qué se yo!
Así pasaron tres meses sin que supiéramos nada de Cylbia, hasta que una tarde yo estaba en una mesa de Moderno con unos amigos cuando entra Miguel buscando por entre las mesas, me ve, se acerca y me dice al oído:
-Vení a ver lo que tengo.
Así que salí tras él que caminaba velozmente. Llegamos a Maipú, cruzó la calle y se metió en un bar. Entonces la vi, sentada en una mesa del fondo. Pero no era ella. Avancé como magnetizado analizando rápidamente mis sensaciones, abriéndome paso entre la gente bajo la mirada escrutadora de Miguel que sonreía mostrándola como un mago que hace aparecer una paloma de la galera. Yo veía una mujer desconocida con una grotesca careta de Cylbia. Cuando llegué a la mesa nos abrazamos. La miré y sentí horror: una cara gorda y aplastada como impresa con una máquina. El pelo cortado en escuadra a la altura del cuello, muy liso, muy peinado. Y todo el cuerpo como inflado. Hizo un par de movimientos torpes y habló con una lengua pastosa.
-¡Omar, no me conocés, ¿viste?, estoy horrible!
-¿Dónde estabas? –fue lo primero que quise saber.
Y ella enseguida me largó todo el rollo.
-No sabés… El hijo de puta de mi viejo me encerró en el loquero… ¡Bah!, una clínica superprivada en Turdera, por allá, por el sur… Clínica San Gabriel. Yo estaba en mi casa tocando la viola y de pronto veo que entran unos tipos de blanco. Quise saltar por la ventana pero me agarraron, me inyectaron no sé qué y me desperté en el loquero. –hablaba lentamente, con dificultad para pronunciar las palabras.
-Fue horrible. Me desperté en un calabozo en clinoterapia donde solo había espacio para una cama, con los brazos y las piernas atadas, y todos los días me inyectaban una dosis de insulina. No sabés lo qué es… ¡un infierno! Y te van aumentando de a raya, cada día una raya más. Entrás en estado de coma, te tienen colgado al borde de la muerte, después te hacen tomar una bebida muy azucarada y te reviven de golpe. Bueno, todo eso y electroshock. Tratamiento insulínico y electroshock y mucho suero y cócteles de pastillas, Halopidol, Ampliactil, Fenergam, Artane -decía con asco. No se, toda basura de laboratorio. No sabía qué hacer. ¿Cómo avisarles? No me dejaban tener nada para escribir ni para leer. Quemaron mis ropas en el incinerador y tiraron a Pelgy Pataslargas al fuego. Quemaron todos mis dibujos, mi serie de Pájaros de Fuego. Y me hacían comer todo el tiempo esos guisos horribles, mirá como estoy. Pero las pastillas no las tomo porque me dan tembleque y me duermen. Estaba incomunicada, no podía ver a nadie. Recién al mes me pasaron a los pabellones y después pude salir al jardín. Una loca me prestó este libro alucinante.
Y me mostraba el grueso volumen de la “Rayuela” de Cortazar que estaba sobre la mesa.
-No te imaginás cómo los extrañaba. Pensé en ustedes todo el tiempo. En vos, en Tango… Cuando me pasaron a los pabellones conseguí lápiz y papel y empecé a escribir. Escribí poesía. Muchas poesías. Oí, oigan esta:
-Vení a ver lo que tengo.
Así que salí tras él que caminaba velozmente. Llegamos a Maipú, cruzó la calle y se metió en un bar. Entonces la vi, sentada en una mesa del fondo. Pero no era ella. Avancé como magnetizado analizando rápidamente mis sensaciones, abriéndome paso entre la gente bajo la mirada escrutadora de Miguel que sonreía mostrándola como un mago que hace aparecer una paloma de la galera. Yo veía una mujer desconocida con una grotesca careta de Cylbia. Cuando llegué a la mesa nos abrazamos. La miré y sentí horror: una cara gorda y aplastada como impresa con una máquina. El pelo cortado en escuadra a la altura del cuello, muy liso, muy peinado. Y todo el cuerpo como inflado. Hizo un par de movimientos torpes y habló con una lengua pastosa.
-¡Omar, no me conocés, ¿viste?, estoy horrible!
-¿Dónde estabas? –fue lo primero que quise saber.
Y ella enseguida me largó todo el rollo.
-No sabés… El hijo de puta de mi viejo me encerró en el loquero… ¡Bah!, una clínica superprivada en Turdera, por allá, por el sur… Clínica San Gabriel. Yo estaba en mi casa tocando la viola y de pronto veo que entran unos tipos de blanco. Quise saltar por la ventana pero me agarraron, me inyectaron no sé qué y me desperté en el loquero. –hablaba lentamente, con dificultad para pronunciar las palabras.
-Fue horrible. Me desperté en un calabozo en clinoterapia donde solo había espacio para una cama, con los brazos y las piernas atadas, y todos los días me inyectaban una dosis de insulina. No sabés lo qué es… ¡un infierno! Y te van aumentando de a raya, cada día una raya más. Entrás en estado de coma, te tienen colgado al borde de la muerte, después te hacen tomar una bebida muy azucarada y te reviven de golpe. Bueno, todo eso y electroshock. Tratamiento insulínico y electroshock y mucho suero y cócteles de pastillas, Halopidol, Ampliactil, Fenergam, Artane -decía con asco. No se, toda basura de laboratorio. No sabía qué hacer. ¿Cómo avisarles? No me dejaban tener nada para escribir ni para leer. Quemaron mis ropas en el incinerador y tiraron a Pelgy Pataslargas al fuego. Quemaron todos mis dibujos, mi serie de Pájaros de Fuego. Y me hacían comer todo el tiempo esos guisos horribles, mirá como estoy. Pero las pastillas no las tomo porque me dan tembleque y me duermen. Estaba incomunicada, no podía ver a nadie. Recién al mes me pasaron a los pabellones y después pude salir al jardín. Una loca me prestó este libro alucinante.
Y me mostraba el grueso volumen de la “Rayuela” de Cortazar que estaba sobre la mesa.
-No te imaginás cómo los extrañaba. Pensé en ustedes todo el tiempo. En vos, en Tango… Cuando me pasaron a los pabellones conseguí lápiz y papel y empecé a escribir. Escribí poesía. Muchas poesías. Oí, oigan esta:
No me digan que sigo siendo
una pobre mujer equivocada...
Eso yo ya lo sé
y sé mas cosas todavía:
sé que he soñado tanto
que convertí en inútiles
las mas puras verdades.
Sé que inventé yo misma
los mas altos obstáculos.
Sé que la vida era otra cosa...
(¡y entonces, entonces yo lo sabía!)
pero una nace aveces así:
torpe y desmesuradamente triste,
y todo cuanto toca
se va convirtiendo en cenizas...
Porque yo tuve quince años
y aspiré a ser como un dios en la tierra,
aspiré a dignificar a los hombres,
a enorgullecerme de mi misma...
Pero ya pasó...
todo cuanto puedan echarme en cara
hace ya mucho tiempo que me lo vengo repitiendo...
Extranjera en el mundo
he contemplado la dicha de todos
con una desesperada indiferencia,
pero ya nada importa.
Aquí sigo en mi puesto
con mi adolescente actitud de ávido hastío;
con mi lamentable corazón
de muchacha apasionadamente muerta.
¿Qué mas da sentirse desdichada?
si apenas queda tiempo para llorar.
Es tarde para rectificar toda una vida...
Además, ya lo saben: soy indolente.
una pobre mujer equivocada...
Eso yo ya lo sé
y sé mas cosas todavía:
sé que he soñado tanto
que convertí en inútiles
las mas puras verdades.
Sé que inventé yo misma
los mas altos obstáculos.
Sé que la vida era otra cosa...
(¡y entonces, entonces yo lo sabía!)
pero una nace aveces así:
torpe y desmesuradamente triste,
y todo cuanto toca
se va convirtiendo en cenizas...
Porque yo tuve quince años
y aspiré a ser como un dios en la tierra,
aspiré a dignificar a los hombres,
a enorgullecerme de mi misma...
Pero ya pasó...
todo cuanto puedan echarme en cara
hace ya mucho tiempo que me lo vengo repitiendo...
Extranjera en el mundo
he contemplado la dicha de todos
con una desesperada indiferencia,
pero ya nada importa.
Aquí sigo en mi puesto
con mi adolescente actitud de ávido hastío;
con mi lamentable corazón
de muchacha apasionadamente muerta.
¿Qué mas da sentirse desdichada?
si apenas queda tiempo para llorar.
Es tarde para rectificar toda una vida...
Además, ya lo saben: soy indolente.
Salimos del bar ya muy tarde esa noche y caminamos por el centro. Estábamos dispuestos a no dejar sola a Cylbia. La protejeríamos para que nada malo pudiese pasarle. Ella adoptaba una actitud infantil y se dejaba conducir sin preguntar a donde iríamos. Recorrimos los bares de ghetto como buscando a alguien. Cylbia y yo nos quedábamos en la puerta y Miguelito entraba y recorría las mesas hablando con la gente y finalmente salió de un bar de Corrientes con un tipo raro que parecía el modelo de oficinista. Había conseguido un lugar donde naufragar. El tipo cuidaba las oficinas de un edificio y había un lugar allá arriba donde podíamos pasar la noche.
Caminamos hasta avenida de Mayo y entramos en un banco iluminado y desierto a las doce de la noche. El hombre abrió una puerta lateral y pasamos a un corredor largo y en penumbras. Atravesamos varias oficinas. El trabajo del tipo consistía, según nos explicaba, en andar toda la noche dando vueltas por el edificio vigilando todo. Subimos a un ascensor y tocó el botón del último piso. A mi me parecía todo muy extraño, como un lugar desolado del futuro. Era un ámbito completamente ajeno a los lugares que solíamos frecuentar. Miguel se veía muy natural, como si estuviésemos encanutándonos en una pensión y Cylbia parecía ni darse cuenta de que habíamos montado en un ascensor. Llegamos al último piso, pasamos un hall y de pronto abriendo una puerta entre dos columnas, el hombre nos mostró el lugar donde podíamos dormir. Entramos y me quedé maravillado. Estábamos exactamente en la cúpula de un edificio antiguo de avenida de mayo. Y era una belleza: un amplio recinto circular rodeado de columnas de mármol, con altas ventanas abiertas a las luces de la noche de Buenos Aires. Recorrimos en silencio todas las ventanas mirando el puerto, los iluminados edificios de la city y la densa oscuridad del río de la Plata.
El hombre sacó de atrás de una columna una colchoneta y unas mantas que puso en el centro del recinto. Nos deseo buenas noches recordándonos que a las siete menos cuarto teníamos que salir porque enseguida entraba a llegar el personal. Y salió silenciosamente hacia su laberinto nocturno.
Nos sentamos los tres juntos en la colchoneta y mientras sentíamos alejarse el ascensor, miramos hacia arriba, sobre nuestras cabezas el magnífico techo abovedado del interior de la cúpula. Las luces de la ciudad a través de las ventanas proyectaban juegos de luces móviles y cambiantes contra el techo. Entonces nos miramos y yo dije lentamente:
-Chau, ¿qué es esto?, el Capitolio…
Cylbia buscó en su bolso y encendió una vela que puso en el piso. Miguel encendió un cigarrillo en la vela y yo empecé a circular entre las columnas asomándome a las ventanas. Las columnas brillaban, el piso espejeaba, todo de un blanco perfecto. Parecía un templete antiguo. El efecto era imponente. Yo quería ver desde todos los planos posibles. Mis amigos sentados en el centro iluminados por la luz de la vela. El arco perfecto de la cúpula allá arriba, los delicados ornamentos de las columnas y el murmullo de Miguel y Cylbia como en el fondo de una gruta. Volví a la colchoneta. Cylbia estaba hablando en un suave murmullo. Y esa colchoneta era una balsa en medio del océano. Sobre nosotros la cúpula oficiaba de pantalla de planetarium, reflejando las luces del transito de la avenida. Los sonidos llegaban amortiguados y la textura del silencio era perfecta. Cylbia decía que no se podía quedar en la city y que el padre la buscaría por todos los boliches del ghetto. Había salido de la clínica pero no le habían dado el alta, así que la buscarían. Sacó un frasquito de su bolso y tomó unas leboglutaminas CH. Miguel y yo buscamos nuestros tubos de despabiletas. Después Cylbia sacó las pastillas que le daban en la clínica y Miguel dijo que eso era todo basura mata loco y tiró todo el pastillaje psiquiátrico por una ventana. Le dijo que no tenía que tomar más esa mierda y le aseguramos que entonces volvería a ser la misma de siempre. Se pondría linda otra vez. Flaquita y poderosa como antes. Y sus pelos volverían a crecer libres y alborotados.
Ella nos contaba los horrores de la clínica en esa noche que duró una eternidad. Para eso habíamos llegado hasta allí. Hasta ese lugar fantástico donde yo tenía cada vez más la sensación de que otros seres nos percibían. Como si estuviésemos en una cámara de resonancia que nos comunicaba con miles de mentes que en esos momentos dormían en la noche de Buenos Aires.
Mientras Cylbia hablaba las lágrimas entraron a rodar por sus mejillas. ¿Cómo era posible tanta violencia? Ese tratamiento traumático que era una violación a la naturaleza íntima de los seres. Y ellos sabían muy bien que no estaban curando nada, que era solo castigo y sopor.
-Pero lo mas terrible de todo, -nos decía Cylbia. –fue haber tenido que fingir cordura todo el tiempo, porque comparados con ellos nosotros estamos relocos, ellos son máquinas perfectas.
Había ocultado su preciosa locura tratando de aparentar ser razonable y coherente.
En su largo aislamiento en los boxer de clinoterapia, sin poder leer ni escribir, decidió hacer algo para sobrevivir. Hacer algo con las manos, sin herramientas. Antes de la internación había tenido un ataque autodestructivo y se había arrancado una a una todas las pestañas, entonces en su celda de reclusión empleó todo su ingenio en hacerse un par de pestañas postiza con su propio pelo. Ató un par de pelos largos entre los barrotes de la cama. Entonces fue arrancándose pelos cortos y atandolos a los pelos del telar. Así fue completando dos lineas hasta formar un par de pestañas que luego del armado, recortado y pegado correspondiente eran las que tenía puestas.
-¿Te das cuenta, nene?, pestañas artesanales. –No cualquiera. –me dijo.
-Es cierto. –dije yo. –Desde ahora Cylbia quiere decir también: via del sil o camino del pelo… hacia la libertad.
Tenía calor y se sacó la camisa. Entonces se vió el corpiño que le hacían usar en la clínica y se lo arrancó con rabia llorando. Lo arrojó lejos diciendo:
-Si yo nunca usé esas cinchas.
Y siguió hablando con total lucidez de todo su dolor, toda su indignación. Y lentamente la claridad del amanecer fue iluminando la cúpula con una luz dorada y el día nos encontró ahí en el medio, naufragando en la colchoneta formando un extraño trío de dos chicos contemplando a una muchacha llorosa y en tetas.
Caminamos hasta avenida de Mayo y entramos en un banco iluminado y desierto a las doce de la noche. El hombre abrió una puerta lateral y pasamos a un corredor largo y en penumbras. Atravesamos varias oficinas. El trabajo del tipo consistía, según nos explicaba, en andar toda la noche dando vueltas por el edificio vigilando todo. Subimos a un ascensor y tocó el botón del último piso. A mi me parecía todo muy extraño, como un lugar desolado del futuro. Era un ámbito completamente ajeno a los lugares que solíamos frecuentar. Miguel se veía muy natural, como si estuviésemos encanutándonos en una pensión y Cylbia parecía ni darse cuenta de que habíamos montado en un ascensor. Llegamos al último piso, pasamos un hall y de pronto abriendo una puerta entre dos columnas, el hombre nos mostró el lugar donde podíamos dormir. Entramos y me quedé maravillado. Estábamos exactamente en la cúpula de un edificio antiguo de avenida de mayo. Y era una belleza: un amplio recinto circular rodeado de columnas de mármol, con altas ventanas abiertas a las luces de la noche de Buenos Aires. Recorrimos en silencio todas las ventanas mirando el puerto, los iluminados edificios de la city y la densa oscuridad del río de la Plata.
El hombre sacó de atrás de una columna una colchoneta y unas mantas que puso en el centro del recinto. Nos deseo buenas noches recordándonos que a las siete menos cuarto teníamos que salir porque enseguida entraba a llegar el personal. Y salió silenciosamente hacia su laberinto nocturno.
Nos sentamos los tres juntos en la colchoneta y mientras sentíamos alejarse el ascensor, miramos hacia arriba, sobre nuestras cabezas el magnífico techo abovedado del interior de la cúpula. Las luces de la ciudad a través de las ventanas proyectaban juegos de luces móviles y cambiantes contra el techo. Entonces nos miramos y yo dije lentamente:
-Chau, ¿qué es esto?, el Capitolio…
Cylbia buscó en su bolso y encendió una vela que puso en el piso. Miguel encendió un cigarrillo en la vela y yo empecé a circular entre las columnas asomándome a las ventanas. Las columnas brillaban, el piso espejeaba, todo de un blanco perfecto. Parecía un templete antiguo. El efecto era imponente. Yo quería ver desde todos los planos posibles. Mis amigos sentados en el centro iluminados por la luz de la vela. El arco perfecto de la cúpula allá arriba, los delicados ornamentos de las columnas y el murmullo de Miguel y Cylbia como en el fondo de una gruta. Volví a la colchoneta. Cylbia estaba hablando en un suave murmullo. Y esa colchoneta era una balsa en medio del océano. Sobre nosotros la cúpula oficiaba de pantalla de planetarium, reflejando las luces del transito de la avenida. Los sonidos llegaban amortiguados y la textura del silencio era perfecta. Cylbia decía que no se podía quedar en la city y que el padre la buscaría por todos los boliches del ghetto. Había salido de la clínica pero no le habían dado el alta, así que la buscarían. Sacó un frasquito de su bolso y tomó unas leboglutaminas CH. Miguel y yo buscamos nuestros tubos de despabiletas. Después Cylbia sacó las pastillas que le daban en la clínica y Miguel dijo que eso era todo basura mata loco y tiró todo el pastillaje psiquiátrico por una ventana. Le dijo que no tenía que tomar más esa mierda y le aseguramos que entonces volvería a ser la misma de siempre. Se pondría linda otra vez. Flaquita y poderosa como antes. Y sus pelos volverían a crecer libres y alborotados.
Ella nos contaba los horrores de la clínica en esa noche que duró una eternidad. Para eso habíamos llegado hasta allí. Hasta ese lugar fantástico donde yo tenía cada vez más la sensación de que otros seres nos percibían. Como si estuviésemos en una cámara de resonancia que nos comunicaba con miles de mentes que en esos momentos dormían en la noche de Buenos Aires.
Mientras Cylbia hablaba las lágrimas entraron a rodar por sus mejillas. ¿Cómo era posible tanta violencia? Ese tratamiento traumático que era una violación a la naturaleza íntima de los seres. Y ellos sabían muy bien que no estaban curando nada, que era solo castigo y sopor.
-Pero lo mas terrible de todo, -nos decía Cylbia. –fue haber tenido que fingir cordura todo el tiempo, porque comparados con ellos nosotros estamos relocos, ellos son máquinas perfectas.
Había ocultado su preciosa locura tratando de aparentar ser razonable y coherente.
En su largo aislamiento en los boxer de clinoterapia, sin poder leer ni escribir, decidió hacer algo para sobrevivir. Hacer algo con las manos, sin herramientas. Antes de la internación había tenido un ataque autodestructivo y se había arrancado una a una todas las pestañas, entonces en su celda de reclusión empleó todo su ingenio en hacerse un par de pestañas postiza con su propio pelo. Ató un par de pelos largos entre los barrotes de la cama. Entonces fue arrancándose pelos cortos y atandolos a los pelos del telar. Así fue completando dos lineas hasta formar un par de pestañas que luego del armado, recortado y pegado correspondiente eran las que tenía puestas.
-¿Te das cuenta, nene?, pestañas artesanales. –No cualquiera. –me dijo.
-Es cierto. –dije yo. –Desde ahora Cylbia quiere decir también: via del sil o camino del pelo… hacia la libertad.
Tenía calor y se sacó la camisa. Entonces se vió el corpiño que le hacían usar en la clínica y se lo arrancó con rabia llorando. Lo arrojó lejos diciendo:
-Si yo nunca usé esas cinchas.
Y siguió hablando con total lucidez de todo su dolor, toda su indignación. Y lentamente la claridad del amanecer fue iluminando la cúpula con una luz dorada y el día nos encontró ahí en el medio, naufragando en la colchoneta formando un extraño trío de dos chicos contemplando a una muchacha llorosa y en tetas.
A las ocho de la mañana nos abríamos paso entre la gente de la avenida que iban hundidos en sus rutinas y que parecían despertar sobresaltados al vernos pasar. Así atravesamos caminando la ciudad que despertaba y aparecimos en plaza Francia. Allí nos tendimos en el pasto junto a las palmeras y nos quedamos dormidos hasta la tarde. Conseguimos unos panes y unas frutas y comimos en un banco junto a la fuente. Ese lugar que el tiempo ha mordisqueado y que hoy ya no está; el largo paredón de las estatuas en medio del cual surgía una fuente semicircular que contenía el agua que salía de una máscara verdosa. Tenía forma de concha y estaba en la mitad del muro que bordeaba la parte de atrás del asilo y la capilla. Y desde ese muro bajaban las barrancas suavemente onduladas con sus altas palmeras hasta av. Del Libertador. Detrás se veía la mole rosada del museo de bellas artes, velada entre el follaje de los árboles y más allá el frente de la facultad de derecho con sus escalinatas y sus columnas de reminiscencia griega. Y junto a nosotros, aquellas fantásticas estatuas. Era el lugar donde sabíamos encontrarnos y por la tarde aparecieron algunos chicos con camperas de cuero y guitarras diciendo que iban para Saint Tropez en la costanera norte donde a la noche se juntaba todo el mundo para encender fogatas y hacer música hasta el amanecer. Siguiendo la onda de California y el Swinging London, empezaban a verse en Buenos Aires guitarras callejeras, pelos largos ropas floreadas, anillos y collares y dibujos psicodélicos pintados en los rostros. Era todo un desafío salir con una camisa colorida en una ciudad de por si gris con gente que había adoptado como tono único para su vestimenta el negro, el azul, el marrón y los grises. Andar con una camisa floreada te convertía en el centro de todas las miradas. Y la policía empezaba a llevarse a esos extremistas del color. Por eso los chicos se juntaban en las plazas, formando grupos numerosos se sentían más protegidos.
Nosotros estábamos paranoicos. No queríamos caer en cana con Cylbia y toda su historia. El Tata la andaba buscando y ahora tendría pedido de captura del psiquiátrico.
Cayó la noche y bajamos hasta Libertador con la idea de tomar un ómnibus a Sain Tropez, pero mientras esperábamos Cylbia hizo un dedo y un autito paró junto a nosotros y se abrió la puerta de atrás. Subimos divertidos entre grititos de alegría y nos apretamos los tres en el asiento de atrás.
-Vieron, vieron… -decía Cylbia. –todavía tengo magia. Todavía manejo la energía.
Los del asiento de adelante eran una pareja joven. Se veían muy serios y rígidos y ella enseguida nos informó:
-Poco diálogo porque estamos mufados. Venimos del Di Tella de ver “Libertad y Otras Intoxicaciones”
No nos importaba mucho, sabíamos que era una obra de teatro que estaba causando escándalo pero nada más.
-En fin, -dijo Cylbia. –a la vida se la contempla o se la vive.
-Total no es lo mismo. –dijo Miguel , completando el pensamiento.
Nos pusimos a mirar por las ventanillas del autito viendo como nos alejábamos del centro de la ciudad y entonces fue surgiendo un esbozo de diálogo entre los intelectuales del Di Tella y los autostopistas de la contracultura con un tema amable y sin sobresaltos. Las bicicletas. El tránsito a esa hora era infernal, tendríamos que ser como los chinos que andan todos en bicicleta, pero sin eso del comunismo, claro, que es mas sano, porque se hace ejercicio físico y al mismo tiempo se respira aire puro.
En Libertador y General Paz nos dijeron que doblaban y nos largaron. Pero ya estábamos embalados, así que en medio de la avenida seguimos haciendo dedo y enseguida nos paró una camioneta. El hombre venía de trabajar de su oficina en el centro de la city y con la radio a todo volumen venía escuchando el hit del momento:
Nosotros estábamos paranoicos. No queríamos caer en cana con Cylbia y toda su historia. El Tata la andaba buscando y ahora tendría pedido de captura del psiquiátrico.
Cayó la noche y bajamos hasta Libertador con la idea de tomar un ómnibus a Sain Tropez, pero mientras esperábamos Cylbia hizo un dedo y un autito paró junto a nosotros y se abrió la puerta de atrás. Subimos divertidos entre grititos de alegría y nos apretamos los tres en el asiento de atrás.
-Vieron, vieron… -decía Cylbia. –todavía tengo magia. Todavía manejo la energía.
Los del asiento de adelante eran una pareja joven. Se veían muy serios y rígidos y ella enseguida nos informó:
-Poco diálogo porque estamos mufados. Venimos del Di Tella de ver “Libertad y Otras Intoxicaciones”
No nos importaba mucho, sabíamos que era una obra de teatro que estaba causando escándalo pero nada más.
-En fin, -dijo Cylbia. –a la vida se la contempla o se la vive.
-Total no es lo mismo. –dijo Miguel , completando el pensamiento.
Nos pusimos a mirar por las ventanillas del autito viendo como nos alejábamos del centro de la ciudad y entonces fue surgiendo un esbozo de diálogo entre los intelectuales del Di Tella y los autostopistas de la contracultura con un tema amable y sin sobresaltos. Las bicicletas. El tránsito a esa hora era infernal, tendríamos que ser como los chinos que andan todos en bicicleta, pero sin eso del comunismo, claro, que es mas sano, porque se hace ejercicio físico y al mismo tiempo se respira aire puro.
En Libertador y General Paz nos dijeron que doblaban y nos largaron. Pero ya estábamos embalados, así que en medio de la avenida seguimos haciendo dedo y enseguida nos paró una camioneta. El hombre venía de trabajar de su oficina en el centro de la city y con la radio a todo volumen venía escuchando el hit del momento:
“Baing-Baing”
Contó un par de chistes malos y nos dejó en San Fernando diciéndonos que ahí nomás empezaba la Panamericana. Había comenzado a llover y nos refugiamos en un portón que tenía pintadas las letras de una palabra terminada en “…CION”.
Allí mismo hicimos dedo y nos paró un camión de “Clarín” que repartía los diarios del día y que iba hasta Rosario.
Nos dejó a la entrada de la ciudad y hasta nos dio plata para el colectivo. Unos pibes que jugaban empezaron a tirarnos piedras y tuvimos que correr.
Allí mismo hicimos dedo y nos paró un camión de “Clarín” que repartía los diarios del día y que iba hasta Rosario.
Nos dejó a la entrada de la ciudad y hasta nos dio plata para el colectivo. Unos pibes que jugaban empezaron a tirarnos piedras y tuvimos que correr.
Seguíamos tomando nuestras pastillas y así llegamos a La Cumbre en un camión.
Buscamos a unos amigos inciertos en una dirección que no encontramos así que seguimos haciendo dedo hasta Capilla del Monte. Junto al camino mientras hacíamos dedo hice un retrato de mi mismo en mi cuaderno. Me dibuje desfasado. Evidentemente yo era dos. Mi retrato exhibía dos imágenes mías como una foto movida.
Cylbia y Miguel decidieron volver a Buenos Aires así, sin motivo. Volvimos a Ciudad Córdoba.¿Cómo, volvíamos? No sabíamos muy bien qué buscábamos.
Buscamos a unos amigos inciertos en una dirección que no encontramos así que seguimos haciendo dedo hasta Capilla del Monte. Junto al camino mientras hacíamos dedo hice un retrato de mi mismo en mi cuaderno. Me dibuje desfasado. Evidentemente yo era dos. Mi retrato exhibía dos imágenes mías como una foto movida.
Cylbia y Miguel decidieron volver a Buenos Aires así, sin motivo. Volvimos a Ciudad Córdoba.¿Cómo, volvíamos? No sabíamos muy bien qué buscábamos.
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