lunes, 27 de diciembre de 2010

Generación Descartable: Capítulo: Volubilis variada

"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo
"VOLUBILIS VARIADA"
“Procure el gentilhombre que se pone a contar algún cuento o fábula, que sea tal, que no tenga palabras deshonestas, ni sucias, ni tan puercas que puedan causar asco a quien las oye, pues se puede decir por rodeos y términos limpios y honestos, sin nombrar claramente cosas semejantes, especialmente si en el auditorio hubiese mujeres.”
Gracian Dantisco
“La Tía Julia y el Escribidor”
Mario Vargas Llosas
Un día fuimos con Cylbia a lo de Juanito y la conexión anduvo bien, a pesar de que Juanito era del grupo Mod y Cylbia se insinuaba como la vanguardia Hipp. El caso es que apenas se conocieron se gustaron y se hicieron amigos.
No había pasado lo mismo con otros experimentos anteriores. Por ejemplo, cuando un amanecer de puro naufragio aparecí por la pensión de Plaza de Mayo donde vivía Juanito acompañado de Miguel y Pipo, la cosa no resultó. Yo ya sabía que en otro tiempo Miguel y Juanito habían sido amigos y tal vez algo más y como en una proyección de mi compleja relación con Miguel, trataba de imaginar lo que podría haber sido su amistad. Ambos eran a mi modo de ver seres tan hermosos y geniales que yo hubiese querido presenciar al menos algunos de sus diálogos. Pero parecía que había pasado mucha agua bajo los puentes desde entonces y ellos se hallaban ya muy lejos del tiempo en que el destino los había hecho coincidir en alguna historia. Y ese amanecer fue un rotundo fracaso, porque Juanito estaba somnoliento y nos recibió envuelto en una sábana como un emperador romano después de una noche agitada. Por otro lado, Miguel, Pipo y yo estábamos bastante necios. Nos reíamos de sonseras y el mundo apolineo de Juanito nos parecía ridículo visto desde nuestra óptica mas dionisíaca. La conversación se empantanaba y al rato nos fuimos a terminar el naufragio en una plaza.
Otra conexión que también se había frustrado fue cuando lleve a Melina a conocer el santuario intelectual de Juanito. Esa vez Juanito se demoró horas en el teléfono mientras Melina revisaba la extensa biblioteca pop de Juanito para concluir desconcertada diciéndome:
-¿Toda la colección de Tarzán? Omar, ¿Dónde me trajiste?
Y salimos sin esperar a que Juan terminara su llamada.
Pero con Cylbia fue diferente. Se gustaron de entrada y todo anduvo bien. Eso me tranquilizaba, porque por lo general, mis amigos tienden más a rechazarse que a simpatizar entre sí. Cosa que siempre me costó admitir si se piensa que deberían ser como diferentes partes de uno mismo. Pero ahí estaban Cylbia y Juanito juntos, tomando sol en el balcón y hablando de miles de cosas y entendiéndose de maravillas.
Le contábamos a Cylbia, como un domingo, hacía poco tiempo atrás, Juanito había tenido la extraña ocurrencia de invitarnos a conocer su “casa natal”, como él mismo había dicho. Así que con los hermanos Carlos y Joe además de Armandito y Daniel, un poco antes del mediodía nos habíamos tomado un ómnibus hacia el sur y habíamos aparecido caminando a través del descampado por Florencio Varela. Y así habíamos llegado hasta un chalecito que tenía toda la linea nostálgica de una casa de campo italiana con su tejado rojo y su jardín y su huerta junto a la parra del patio. Su familia no estaba. Habían ido a visitar a unos parientes y nos podríamos quedar hasta el día siguiente. Esperamos un poco mientras Juanito buscaba algo y enseguida llevando un par de libros nos dijo:
-Vengan, los voy a llevar a conocer los campos de mi infancia.
Salimos de la casa y caminamos a través de unos campos soleados, por unos potreros que rodeaban el barrio, a través de sinuosos senderos entre altos pastizales. El sol del mediodía pegaba fuerte y nos sacamos las camisas hasta que enseguida el grupo daba la impresión de un safari a través del África.
Por allá se veían caballos sueltos pastando y montes de arboledas lejanos y gente que cruzaba a campo traviesa y chicos que jugaban a la pelota. Joe iba cantando una canción y Carlos lagrimeaba emocionado ante la belleza del paisaje, mientras que Armandito y Daniel nos hacían notar que esos no eran lugares adecuados para damas tan distinguidas y que hubiese sido imposible andar con tacos altos por un terreno con tantos desniveles.
Pronto llegamos a un arroyito, donde en medio de una depresión del terreno corría un cauce de agua límpida. Más allá, unos chicos jugaban en el agua. Nos sentamos al borde del cauce y allí nos quedamos contemplando el paisaje, hasta el momento en que nos causó gracia descubrir que todos estábamos mirando hacia el mismo lugar, hacia allá adelante donde los chicos jugaban y se bañaban.
Juanito abrió el libro y comenzó a leer los poemas del “Canto a Mí Mismo” de Walt Whitman. Y mientras leía todos mirábamos a esos chicos jugando en el arroyo. Eran chicos que atravesaban la edad entre la infancia y la adolescencia. Chicos pobres de los alrededores de piel morena y expresiones brutales en sus juegos. Se perseguían y se empujaban, se reían y se peleaban. Gritaban con voces estridentes, se zambullían y al salir del agua sus cuerpos brillaban al sol. No nos veían o no les interesaba que estuviésemos ahí, y mientras tanto las palabras de Whitman en la voz de Juanito empezaban a coincidir con aquella situación y precisamente, esa coincidencia entre las imágenes y las palabras daba como resultante algo que no nombrábamos para no romper la magia y que debía ser sin duda “el campo de la infancia” como bien lo había llamado Juanito.
Después dimos un largo rodeo, llegamos hasta un monte de eucaliptos desde donde vimos caer la tarde y ya al anochecer regresamos a la casa.
Le contábamos a Cylbia de aquella excursión y Carlitos y Joe dijeron que el sábado próximo podríamos organizar un safari a la antigua finca donde habían pasado la niñez. Nos invitaban a pasar la noche en la casa donde habían vivido de chicos y que hacía años que estaba abandonada. Podíamos ir en patota porque había muchas habitaciones. Joe llevaría la guitarra y no habría que preocuparse por la comida, con unos termos para el mate y unas despabiletas la pasaríamos de lo mejor.
El sábado a la tarde nos encontramos todos en la Plaza de Mayo. Éramos unos diez entre chicos y chicas. Miguel llegó acompañado por Paty que era una chica extraña y muy hermosa que afirmaba tener aptitudes paranormales: contaba sus experiencias extrasensoriales y aveces parecía bastante loca. Parecía una típica hechicera transplantada del medioevo directamente a nuestros días, con largos pelos rojizos brillantes y magníficos ojos de gato huyendo de las hogueras de la Inquisición. Miguel hacía las cosas más insólitas para seducirla y ella lo seguía encantada, como embrujada. Ya se habían tomado unas despabiletas (término acuñado por Miguel) y estaban ahí en la plaza muy concentrados haciendo pases magnéticos tratando de mover por telekinesia un automóvil estacionado en la vereda de enfrente. Cada tanto, muy entusiasmados se volvían hacia nosotros para decirnos:
-Vieron como lo movimos. Vieron… Vieron…
Aunque a todos nos parecía que el auto estaba completamente inmóvil. Pero nadie se atrevió a desencantarlos. Hasta que fueron llegando todos: Juanito, Joe con la guitarra, Carlos, Cylbia, Gaby, (un amigo de Juanito).
Yo estaba un tanto temeroso, porque en ese tiempo, en Florencio Varela había sucedido un hecho criminal que había ocupado la atención pública. Yo nunca leía las noticias ni miraba jamás los noticieros de la tele, pero… mi papá y mi mamá tenían la morbosa costumbre de leerse las crónicas policiales del diario La Razón en voz alta todas las noches. Después de comer, mientras yo trataba de dormir, mamá le leía a papá en voz alta, en la cocina, a la luz del velador, las páginas rojas del diario. Después la lectura seguía en la cama y como teníamos habitaciones contiguas, casi todas las noches hasta que me dormía, tenía que escuchar la lectura detallada de los crímenes del diario. A mis viejos parecía encantarles la lectura de esos terribles hechos de sangre y las lecturas abundaban en detalles siniestros y continuaban a través de largas investigaciones donde generalmente nunca se descubría al culpable. Otras veces, personajes demenciales se confesaban autores de crímenes escalofriantes, admitían actos sádicos con total naturalidad y se declaraban abiertamente genocidas, parricidas, infanticidas o envenenadores. Oír esas lecturas era para mí una tortura infernal. Para ellos en cambio parecía ser su Club de Misterio. No leían Agatha Cristie, pero en cambio seguían durante meses las investigaciones de algún crimen. Sin duda tenían fuerte atracción por el terror. Mi casa estuvo siempre llena de cerraduras y cerrojos, cadenas y pasadores, trabas en las puerta y rejas en las ventanas. Yo trataba de no escuchar las siniestras lecturas pero por más que hiciese funcionar mi imaginación, siempre algo se filtraba. Es verdad que mi viejo era un apasionado por la política y mientras tuvo buena vista se leía todos los temas de la política nacional e internacional del maldito diario, pero con mamy compartían su pasión por la crónica policial. Durante el almuerzo y la cena escuchaban los noticieros de radio Colonia del Uruguay a todo volumen. Y allí también junto a los largos informes políticos abundaban las noticias policiales. Una buena ambientación para acompañar las comidas de la clase media.
Y por ese tiempo el interés público estaba centrado en el crimen de Florencio Varela. Habían encontrado asesinada a una joven muchacha, Mirtha Penjerek, después de haber sido drogada y brutalmente violada y las culpas recaían sobre el viejo Veccio, un zapatero de la zona. Y las noticias abundaban en detalles de las fiestas negras en un chalet así como de truculentas historias de sexo y drogas. Mi mente estaba habitada por esos terribles fantasmas de la información. No quería hacer asociaciones, pero el solo hecho de una fiesta en Florencio Varela ya despertaba en mí los más oscuros pensamientos.
Al anochecer llegamos a la casa. Hacía mucho tiempo que los antiguos dueños se habían mudado a un departamento del centro en la zona de Congreso, y la vieja casa donde los chicos habían pasado su infancia, permanecía vacía. Entramos y recorrimos la casa andando a través de las habitaciones con esa nostálgica sensación que se descubre siempre en las casas deshabitadas. Había muchas habitaciones y al fondo un patio con árboles y un cercado de alambre que había sido un gallinero.
Enseguida nos concentramos en lo que había sido el comedor porque era el único lugar donde subsistía aún una mesa rodeada de sillas como único mobiliario en toda la casa. Ya no había conexión eléctrica, pero íbamos bien provistos de velas. Joe templó la guitarra y con Miguel se pusieron a hacer unos temas. Al mismo tiempo empezaron a circular los frasquitos de pastillas que ingeríamos en dosis arbitrarias, como siempre, tomando café caliente del termo. Y cuando estábamos empezando a despegar, de pronto oímos que golpéan fuertemente la puerta de calle, y como no podía ser de otra manera, resultó que era… la policía. Fue alguien que abrió y nos pareció natural ver aparecer media docena de milicos uniformados alrededor de la mesa del comedor, blandiendo sus armas en actitudes amenazantes. Nos pusieron contra la pared, nos palparon de armas y revisaron todo. Y cuando nos preguntaron qué estábamos haciendo ahí, al tiempo que hurgaban entre los libros que teníamos sobre la mesa, miraban los frasquitos y olfateaban todo, no se nos ocurrió nada mejor que decirles que éramos estudiantes (de Derecho, por las dudas) y que estábamos preparando unos exámenes, que ahí estaban los termos de café y unas pastillas para no dormirnos y estar fresquitos para el otro día, para el examen. Los vecinos nos habían visto entrar y habían hecho la denuncia y ahora los teníamos que acompañar. Sentíamos que nos estaban cortando el mambo. Era toda una interferencia pero había que bancársela. Los milicos eran muy cuadrados y no querían entender razones. Alegamos que era la casa de los chicos, que cualquier vecino podría reconocerlos y que nos iríamos por la mañana temprano, pero no hubo caso y nos llevaron a la comisaría. Entonces empezamos a concentrarnos y a tratar de manejar la cosa. Nos pidieron documentos y como no había menores no hubo historia.
El comisario nos miraba extrañado. ¿Qué estábamos haciendo ahí? Sin duda se trataba de esos hippies que empezaban a verse por ahí con sus pelos y sus flores. Lástima, porque esas chicas tan lindas no deberían pasar la noche fuera de sus casas aunque fuesen estudiantes. Pero de última los copamos. Les hicimos toda la simpatía y copamos la comisaría. Y como entonces los estimulantes eran venta libre, no podían hacernos nada. Nos anotaron en el parte de entrada y nos dieron la salida. Así que al rato estábamos de vuelta en la casa, gritando y alborotando de alegría y sintiéndonos muy poderosos.
Reunidos alrededor de la mesa repartimos otra vuelta de pastillas. Juanito nunca había tomado pero era una situación especial, después de lo pasado, había que festejarlo, así que después de intensas dudas aceptó tomar…una.
Cylbia había traido semillas de Ipomea. Decenas de paquetitos de semillas de Campanillas azules violaceas, también llamadas Volúbilis Variada que según Cylbia eran las famosas Maravillas Mexicanas, fuertemente alucinógenas. Había que machacarlas y hacer un té muy cargado. Así que tomamos un té entre todos. Y ya los estimulantes nos introducían en su mundo extático así que empezamos a dispersarnos.
Primero se formó un grupo en una habitación chiquita que había sido la habitación de los chicos. Allí nos reunímos en torno a Joe, que sentado sobre una alfombrita que había quedado abandonada bajo la ventana, empezó a hacer unos temas con la viola. Miguel le hacía una segunda voz. Miguel todavía no había formado su grupo, pero Joe ya dirigía Los Tíos Queridos. Hacía unas canciones simples, para adolescentes y se divertía sabiendo que hacía una música sentimental sin mayores pretenciones.
Le pedimos que cante "El Globo Rojo", su hit del momento. Joe hacía lindas melodías y tenía una hermosa voz de gordito que alcanzaba registros muy altos. Tenía fuelles poderosos, Joe. Y esa noche también se habia tomado unas pastillitas.
Empezó a cantar. Casi todos los músicos que experimentaban con estimulantes aseguraban que les daba más potencia a la voz, tenían un sentido mas profundo de la armonía y que podían hacer insólitos falsetes y registros inucitados. Así que el tema de Joe venía como los ángeles
"El globo rojo era ese amigo
a todas partes iba con él
lo acompañaba hasta la escuela
a la plaza también."
Sonaba formidable y la repitió un par de veces con Miguelito haciendo voces y otros que hacían percusión. Y de pronto al llegar a un registro muy alto en un final de fraseo sentimos que algo estaba pasando, porque Joe subió la voz muy alto y atravesó cierto límite arrastrándonos a todos hacia las cumbres de lo que parecía ser el Nirvana mismo del sonido y ahí quedamos suspendidos del fino hilo de su voz durante interminables segundos y cuando parecía que iba a bajar, todavía nos llevó mucho mas lejos, pero después quedamos recolgados en un remolino en medio del aire más alto cuando la viola saltó de sus manos y Joe se desmayó cayendo lentamente hacia atrás.
Carlos se inclinó alarmado sobre él y Armandito nos pidió que los dejásemos solos, así que salimos confundidos de la habitación de los niños. Al rato salió Carlos para decirnos que estaba todo bien, que Joe estaba como en un trance y que no nos preocupásemos que pronto se le pasaría.
Hubo una especie de desbande porque al rato hubiese jurado que no había nadie en toda la casa y sin embargo nadie había salido. Permanecíamos todos ahí, pero se habían formado pequeños grupos en las diferentes habitaciones. Si, se podían ver sombras fugases moverse a la luz de las velas y voces apagadas y murmullos silenciosos.
Yo estaba en medio de un corredor oscuro y no sabía hacia donde ir… Después de la súbita iluminación que nos había provocado Joe con su música sentía que estaba entrando en la siguiente etapa de la experiencia: El Ataque de Amor. Comenzaba a sentir una fuerza de amor incontenible y todos los seres me parecían maravillosos. ¿Hacia donde iría? ¿Con quién deseaba encontrarme? Finalmente antes de quedarme catatónico en la semipenumbra del corredor decidí que estaría bien tomar un poco de café en el comedor.
Apenas entré me pareció una habitación inmensa donde las lejanas paredes ondulaban suavemente, y en un rinconcito a la luz de una vela donde parecía haberse refugiado todo el universo existente en forma abigarrada estaba Gaby.
Era un amigo de Juanito y a primera vista se parecían aunque en realidad eran muy diferentes. Ojos celestes muy claros, pelo cortito, boca sensual y una piel blanca casi fantasmal. Era un chico solitario que sólo lograba comunicarse a través de complicadas mentiras que inventaba para llamar la atención. Pero en general era bastante agradable y a veces hasta lograba ser afectuoso.
A mi me gustaba, pero Juanito ya me había prevenido. Me había dicho que tenía que tener cuidado con él porque siempre se estaba metiendo en algún lío.
Me acerqué a la mesa y me serví café. Claro que enseguida noté que estaba triste y comprendí que no a todos les pegaba de amor. También sentí que quería hablar, que le preguntase qué le estaba pasando y esas cosas. Miraba insistentemente un frasco de desodorante vacío que estaba entre el desorden de la mesa y sonreía de manera estúpida.
-¿Qué pasa, Gaby? –le pregunté.
-Nada. –dijo y se tapó la cara con las manos. Después como imponiéndose seriedad me dijo: -Ese frasco… -y lo señaló.
-Ese frasco es el mismo… es igual…
Miré el frasco de forma cilíndrica. ¿Era el mismo o era igual?
¿Empezaría mintiendo o había alguna opción de poder oír la verdad?
-Es el mismo frasco aquel… -dijo en forma precipitada. –Ves… las mismas letras verdes de Dolly Pen y la tapa de plástico.
-¿Y de qué te hace acordar? –le pregunté porque era eso lo que quería.
Entonces dudó un momento como para lograr cierto efecto.
-Me hace acordar… un gran amor. –dijo finalmente bajando la vista avergonzado. Y agregó: -Hace mucho tiempo…
Y comenzó a referirme la historia que tal vez lo había sobresaltado cuando vio el frasquito de Dolly Penn sobre la mesa mientras estaba solo en el comedor.
-Cuando entré a la cárcel de Villa Devoto me pareció que era el fin del mundo, que la verdadera vida quedaba atrás para siempre del otro lado de las rejas. Por una boludez, viste, cosas de chicos, habíamos agarrado unos autos para pasear con unos amigos y las minitas y en eso nos pescaron. Pero como también habíamos roto una vidriera para sacar unos aparatos y después encontraron todo en el auto, estaba bastante complicado. Me repetía todo el tiempo que había que tener paciencia y aguantarse tranqui, pero la verdad es que estaba desesperado y no me la bancaba. Lloraba todo el tiempo y no quería hablar con nadie. Al principio en el pabellón no me dejaban tranquilo, pero después logré que se olvidasen un poco de mi y ya no me molestaban tanto. Había que dejar pasar el tiempo y tratar de sobrevivir. Bueno, ahí se vive a mate y puras pajas, ¿sabés? Si, no te niego que había algunos matrimonios, pero era gente brava, capaces de matarse entre ellos por cualquier cosa y yo quería que me dejasen solo… Caminaba todo el tiempo por el pasillo del medio ida y vuelta, ida y vuelta sin hablar, sin mirar a nadie. Y cuando podía me tiraba en la cama y repasaba mi propia vida como una película repetida una y otra vez.
Había logrado que me dejaran solo porque un par de veces que me hostigaban entré a romper todo y después me reventé la cabeza contra la pared. Así pasó un tiempo, allí es mejor no llevar la cuenta. Hasta que una mañana, (empezaba el invierno y yo no quería despertarme del todo para no tener que ver ese lugar gris y desolado) oí como entre sueños que las rejas se abrían y volvían a cerrarse con un fuerte golpe. Amanecía y todos dormían todavía, pero yo me asomé al pasillo del medio y ahí lo vi por primera vez. Estaba parado delante de las rejas en el mismo lugar donde lo habían empujado las manos de los guardias. Sostenía entre sus brazos sus pocas pertenencias y miraba el pabellón con ojos de loco, el pelo recién rapado en chusas desparejas y las mandíbulas fuertemente apretadas. Era flaquito y medio se tambaleaba. Tenía puesto un vaquero, una campera de jean y unas hermosas botas negras de cuero.
Sin duda era mayor, porque ahí no van menores, pero parecía un chico. Me quedé mirándolo. Después de mucho tiempo dio un paso adelante, pero le debe haber parecido imposible avanzar por propia voluntad en semejante lugar, así que enseguida retrocedió. Y ahí se quedó hasta más entrada la mañana en que los presos empezaron a despertarse y se le fueron acercando.
Era un nuevo. Caía alguno cada tanto. Yo me había vuelto a la cama tratando de dormir un poco más hasta que llegase el mate pero cuando oí las voces y el tumulto me levanté y me fui para adelante. Lo habían rodeado y lo estaban acosando, como siempre con los nuevos. Era el recibimiento, pero el chico se apretaba contra las rejas y miraba con ojos de loco temblando como una hoja. Algunos trataban de calmarlo pero él se agitaba cada vez más y cuando alguien intentó tocarlo se empezó a agitar con movimientos de epiléptico. Grito un :-Nooooo! –ronco y largo y se enrolló en el suelo como una pelota. Tiraba patadas y brazadas al aire y todos se abrieron dejándolo ahí.
Cuando trajeron el mate, los guardias lo hicieron a un lado y ahí se quedo hasta cerca del mediodía en que dos o tres lograron hacer que se levantara y lo convencieron de que tenía que buscarse un lugar. Las camas estaban todas ocupadas, pero tal vez podría conseguirse un colchón. Yo ya sabía. Había visto ese juego otras veces. Trataban de que entrara en confianza para volver al acoso. Y el chico entró como todos. Lo llevaron hasta el rancho y le dieron un par de mates y ya empezaban a hacerle el filo:
-Un chico tan lindo como vos… (cierto, era lindo pendejo) -¿cómo viniste a parar aquí? Aquí te vamos a ayudar. Aquí somos todos hermanos, ¿sabés? (claro, si eran todos unos hijos de puta). Aquí podés estar bien. Lo único que tenés que arreglar. Ya estaba, y el tonto encima pisó el palito y preguntó:
-¿Arreglar qué?
(Listo, ahora no iban a parar). Uno se le sentó al lado y le paso la mano por los hombros, otro le agarró el mentón y le levantó la cabeza:
-Sos un lindo guacho, vos. Aquí no te va a faltar nada pero tenés que arreglarte con alguien. Es lo mejor, sino te pasan todos. Pero no tengas miedo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué temblás? Vos siempre podés elegir…
El chico temblaba como afiebrado. El que estaba sentado junto a él lo apuntó con un fierro entre las costillas.
-Mirá que esto no es un colegio pupilo, pibe. Si te hacés el loco la vas a pasar mal. Mirá que aquí somos todos pesados.
Vi que el chico no podía contener los temblores y antes que volviese a gritar me metí, sabiendo que igual estaba perdido.
En ese momento Carlitos abrió la puerta del comedor y me llamó. Gaby interrumpió su historia y en el corredor en penumbras Carlos me preguntó qué hacía. Y que tuviese cuidado, me dijo, porque Gaby era de tirar mala onda con sus propios rollos.
-Tranquila, tía. –le dije. –Está todo bien. ¿Y Joe?
-Sigue como en un trance. –dijo Carlitos. –De vez en cuando me habla, pero está como ido.
-Ya se va a poner bien. Bueno, vieja, quédese tranquila. –le dije y volví al comedor.
Gaby pareció apartarse de un abismo que lo atraía inexorablemente y siguió contando.
Sí, me metí dispuesto a todo dándola por pedida. Me planté ahí en el medio y les grité:
-¡Basta! Dejenló. Ustedes son como los lobos que se comen entre ellos.
Las palabras me venían solas con una fuerza que a mi mismo me causaba asombro. Y algo raro debe haber pasado, porque cuando creía que me iban a destrozar, se paró la máquina y se desbandaron mientras uno me decía:
-Hubieses dicho que la querías para vos. Ahí la tenés. Llevatelá, te la ganaste.
Y lo empujaron hacia mí. Entonces lo agarré y me lo llevé al fondo. Todavía temblaba y cuando lo vi más de cerca me pareció que tanto podía ser un chico… como una chica. Había algo en esa mirada agradecida… Fue una sensación inquietante.
Cylbia se asomó al comedor y me dijo:
-Ah, estás aquí, Omar. Cuando puedas pasá por la pieza del fondo. Estoy ahí. Te quiero leer algo que escribí.
-Si, ya voy, -le dije. –unos eones mas y estoy allí.
-Bueno, te espero. –dijo sonriendo y volvió a cerrar la puerta.
Durmió en un colchón en el suelo junto a mi cama. –siguió diciendo Gaby. –Pero en algún momento me desperté sintiendo que me había agarrado la mano. Después se pasó a mi lado y estuvimos juntos hasta el amanecer.
Ese día empezó otro infierno. Parecía que sabían todo lo que había entre nosotros. Se burlaban y nos perseguían con sus bromas. Pero lo peor fue que cuando llegó el rancho no nos dejaron ni tocar la comida. Enseguida se acapararon todo el pan y nadie nos quiso dar ni un mate. Y así durante dos o tres días, hasta que al final el pibe me dijo que no podía seguir así, que nos estaban matando y… que él iba a arreglar.
Desesperado lo vi acercarse a uno de los ranchos, hablar con los presos y aceptar un mate.
Al tiempo era la mujer de alguno de ellos.
Cuando están seguros que no hay guardias cerca, algunas noches los presos hacen sus fiestitas. Los maridos juegan a las cartas y corre el alcohol que logran hacer pasar. A veces hasta se toman unas pastas mientras sus mujeres revolotean a su alrededor lujosamente ataviadas con sábanas y colchas y altos turbantes de toallas.
Avanzada la noche bailaban y cantaban. Y ella siempre cantaba “Madam Ivon”.
Yo la escuchaba desde mi cama y cuando decía:
“…Y ya nada queda
de aquel argentino
que entre tango y mate
la alzó de París.”
me buscaba con la mirada a través del pabellón.
Y las fiestas terminaban tarde con los matrimonios en las góndolas como llamaban a las camas marineras cubiertas con mantas para ocultar la intimidad del interior de la curiosidad de los demás presos. Y hasta el amanecer las góndolas del amor se mecían a través de los canales de la improvisada Venecia, aunque la mayoría de las veces todo terminaba en gresca y cuchilladas.
Y alguna vez volvió a mi cama y yo lo acepté sin decirle nada sabiendo que para ella nuestros encuentros eran diferentes.
Hasta que una noche los agarraron en plena fiesta y se pudrió todo. A ella la pasaron a Barcelona con las demás locas y durante un tiempo requisaban el pabellón varias veces por noche.
Por los empleados me mandaba cartas delirantes y una vez agredí a un guardia solo para que me llevasen a la celda de castigo que estaba frente a Barcelona. Arreglamos con un guardia y así varias veces pasamos la noche juntos. Hasta que un día se acercó a la reja y me dijo que se iba, que ya había cumplido, que me quería, que me esperaba, que la buscase al salir. Quería darme algo de recuerdo, pero no tenía qué. Hasta que revolviendo entre sus cosas encontró el frasco de desodorante y me lo dio como el presente más valioso.
A mi todavía me faltó para cumplir. Pero por nada del mundo me desprendí del frasco. Un frasquito de vidrio en la carcel es medio imposible. En las requisas me lo escondía en el culo.
Cuando salí la busqué pero ya estaba casada. Era toda una señora con marido y bulin propio. Casi ni me conocío y ahora después de tanto tiempo mirá donde vengo a encontrar el frasco.
Se quedó mirando el envase de Dolly Penn y yo aproveché para deslizarme por el corredor.
Cuando llegué a la habitación grande donde había estado el dormitorio de los padres descubrí que allí se habían refugiado Miguel y Patty. Entré y como si no me hubiesen visto la acción no se interrumpió. Habían puesto una silla en el medio de la habitación y Miguel estaba parado sobre la silla tratando de alcanzar el techo con las manos. Abajo Patty caminaba lentamente alrededor de la silla trasladando entre sus manos la vela encendida, sin dejar de mirar a Miguel y mientras tanto iban improvisando un extraño poema. Enseguida me sentí como implicado en el juego y comencé a girar alrededor de la habitación con la espalda pegada a las paredes y en el sentido inverso a los giros de Patty. Parecía como que ella le alcanzaba algo. Se estiraba bien con las manos hacia arriba, Miguel hacía como si tomara lo que Patty le alcanzaba y a su vez trataba de dárselo a alguien que estaba allá arriba, supuestamente en el techo. Miguelito se estiraba y se estiraba hasta que soltaba lo que tenía en la mano y volvía a buscar más de lo que le alcanzaba Patty. A veces ella mordía lo que le daba como probándolo y Miguel también lo mordisqueaba un poquito antes de pasarlo para arriba. Y mientras tanto iban largando las palabras de un largo poema hecho de…malas palabras. Si, todas las malas palabras conocidas, las más comunes, las vulgares, las mas brutales malas palabras. Miguel parecía un chico terrible, de esos que saben enhebrar sarta de malas palabras con el solo fin de escandalizar a los mayores. Ella en cambio era como una bruja madre que traducía las palabrotas de Miguel remitiendo los términos a un lenguaje secreto y tal vez muy antiguo con todas las variantes posibles.
Así que ella le pasaba la palabra después de probarla un poquito y Miguel la recibía también saboreándola un poco para largar como una travesura un sonoro :
-“Concha”.
A la vez que ofrecía la palabra para arriba y Patty traducía el término y lo digería como:
-Onch…Cha-c…Ach…Noc…
Y después fue la palabra :
-“Pija”.
Emitida por Miguel y Patty que repetía como un eco lejano:
-Ij… Pij… Pija.. Pij… Ija…Ajip…
Y después fue la palabra :
-“Culo”.
Que los ecos metamorfoseaban en:
-Ul… Tzul… Cul… Oluc… Holluc…
Y la palabra :
-“Coger”.
Que enseguida se transformó en:
-Her… Oj… Coj… Jerez… Ergoc…
Y continuamos destilando todas las malas palabras desde las mas conocidas y comunes hasta las mas secretas e impronunciables para llegar al final con una sabia y erudita combinación de los términos mas marginales del obstruso lenguaje humano en los infinitos matices de la maravillosa voz de Miguel corregidos, aumentados y completados en los sugestivos tonos de la voz encantadora de Patty.
Cuando volví al corredor estaba amaneciendo. Ahí me encontré con Carlos que me dijo que Joe ya estaba bien, que había vuelto en sí con una expresión de inefable beatitud para afirmar que nunca se había sentido tan bien y volver a dormirse.
Entonces le pregunté a Carlos:
-¡y Juanito, ¿Dónde está?
-¿Querés verlo? –me preguntó muy misterioso. Y sin esperar mi previsible respuesta me condujo de la mano a través del pasillo hasta un galponcito que daba a un patio. Se agachó junto a la ventana y miró por una rendija. Enseguida me hizo señas de que mirase por ahí y me dijo al oído:
-Ahí tenés a tu Juanito.
Miré por la rendija de la ventana y entonces, en medio de un círculo iluminado por la luz tenue del amanecer pude ver a Juanito. Estaba sentado bajo el añoso gomero del patio. Miraba el suelo fijamente y movía los labios. Su camisa rosada competía con la claridad de la mañana.
-¿Con quién habla? –le pregunté a Carlos.
-Solo. –me dijo divertido y agregó: -Está loco. Tomó una pastilla sola y se pasó toda la noche hablando solo bajo el gomero.
Entonces salí del galponcito y pasé al patio. Mientras me acercaba al pié del gomero donde estaba Juanito ví que lo que miraba fijamente delante suyo, era un viejo zapato de mujer abandonado ahí. Un antiguo zapato de vieja de taco alto muy ancho de un cuero marrón todo retorcido y acartonado por el tiempo. Todo alrededor el viento había desparramado las gigantescas hojas secas del árbol y Juanito parecía un pobre chico abandonado. Un niño perdido. Y cuando me acerqué lentamente para no sobresaltarlo, me miró dulcemente y me dijo:
-¡Omar, al fin llegaste!
Me arrodillé junto a él, yo también frente al zapato y como si hubiese llegado al término de complejas deducciones me dijo:
-Estoy más solo que ese zapato.
Yo hubiese tenido que hacer algo pero la situación estaba tan dramáticamente estructurada que me dejé atrapar por el silencio y la inmovilidad. Miré el zapato viejo y ví a Juanito y me estremecí al comprobar que mi presencia no alcanzaba para superar la soledad de mi amigo frente al objeto. Dentro de su quietud noté que estaba desesperado, así que lo tomé de la mano y le dije:
-Vamos a ver a Cylbia que nos quiere leer algo. Y lentamente atravesamos el patio y entramos en la casa.
En la última habitación encontramos a Cylbia sentada en el suelo en posición de loto. Hacía pases magnéticos sobre la luz de la vela.
-Los estaba llamando. –dijo cuando nos vió entrar.
Nos sentamos frente a ella en su misma posición como imágenes reflejadas en un espejo con la luz de la vela parpadeando en el centro y ella buscó entre los papeles que estaban desparramados por el suelo a su alrededor y cuando logró ordenar algunas hojas nos dijo:
-Escuchen esta historia. –Y comenzó a leer: -“La Continuidad Interrumpida”. Hizo una pausa y nos miró como estudiando los efectos que había producido el título y después de un momento empezó a leer:
“Mi casa se incendió. Y murieron todos… menos yo.”
¿Qué raza es esta que no mira a los ojos con los ojos,
qué pueblo es este, amigo mío,
que no tiene en qué usar las manos
y está rodeado de maravilla,
que no anda por el borde del sol
y trata de encender todas las lámparas
para no quedarse solo,
qué hijos tendrás, qué padres tuviste,
amarrado de esa manera,
con ese gesto?
Pipo ’68.-

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