“El Viaje”
"Si quería ser cabal, mi corazón se tornaba malévolo, y la menor ofensa parecía convencerlo de la gran maldad y lo diabólico de los hombres, y de que hay que guardarse y evitar la menor familiaridad con ellos."
FRIEDRICH HÖLDERLIN
Nada me hubiese hecho
sospechar que ese viaje se tornaría infernal en pocos momentos. Porque todo
parecía estar bien. Sin duda las puertas se abrían a mi paso con total
naturalidad, aunque, como hubiesen dicho mis amigos, “estaba muy cargado”. Ya
mientras esperaba la salida del ómnibus en un café de la avenida Corrientes
cerca del bajo, fui hasta el baño, me encerré en el oscuro compartimiento y me
inyecté un par de ampollitas.
Después volví a la mesa y me
puse a escribir en mi cuaderno mientras tomaba un café doble y esperaba la hora
de salida.
Al volver a la agencia me
encontré con un amigo que venía de Río y nos saludamos cambiando algunas
impresiones: Río estaba maravilloso, pero aquí era una pálida como siempre y
buen viaje.
Me senté adelante en uno de
los primeros asientos del lado izquierdo, y en el comienzo de la noche entre el
denso tráfico que se iba encendiendo en las avenidas salí de Buenos Aires
Capital. Me sentía exaltado, finalmente salía de aquella tortuosa city donde
todas las calles conducían, para mi, a ninguna parte.
Después, en la autopista, el
ómnibus se deslizó suave y velozmente a través de la noche.
Algunos pasajeros dormían extendiendo sus
asientos y otros leían con sus luces direccionales el material de lectura que
habían preparado para el largo viaje. Alguien desplegaba un periódico, otros
hojeaban revistas o se enfrascaban en la lectura de algún libro. Algunos
conversaban con las luces encendidas, pero otros que por cierto aún no dormían,
preferían hablar entre sí con leves murmullos en la penumbra.
Yo intentaba sin conseguirlo concentrarme
en la lectura de “El Tarot” de Papus que llevaba como material de estudio para
el viaje. Mi atención prefería desviarse hacia la ventanilla para ver pasar las
raudas luces del tránsito. Como si se tratase de la presentación de un show
pasaban los camiones con sus coloridos juegos de luces. Una luz violeta
brillaba sobre casi todas las cabinas. Toda mi atención estaba hipnóticamente
centrada en las luces del tránsito que pasaban en sentido inverso por la otra
mano de la autopista: luces amarillas con bocinas estridentes, triángulos de
luces verdes, lineas de luces rojas, y las encandilantes luces blancas de los
faros, todo pasando por la pantalla de mi ventanilla, con la poderosa vibración
del bus entre las ráfagas de viento que se producían al cruzarse con los otros
vehículos.
En un bar donde el ómnibus
hizo una parada al amanecer me alejé caminando algunos pasos del lugar, y mas
allá me arrodille en el pasto de una suave ondulación mirando hacia donde ahora
huía la noche, hacia donde había quedado Buenos Aires y me pregunté hacia donde
iba. ¿Qué estaba haciendo? Tal vez todavía estuviese a tiempo de volver como solía
volver tantas veces al amanecer en mis reiteradas fugas frustradas. Pero
entonces recordé a Gabrielito: “la llave que no abre nada”… De alguna manera me
parecía que Gabriel me había ayudado a salir de aquel laberinto, porque después
de nuestro encuentro todas las cosas se precipitaron hacia el viaje, y sentado
ahí en el pasto al amanecer decidí que ya era imposible volverse atrás, así que
regresé al ómnibus y volvimos a partir.
Durante la noche anterior ya
había hecho un par de incursiones hasta el bañito del ómnibus para picarme. Era
el lugar perfecto y nada se podía comparar a darse un pico en pleno trayecto en
aquel gabinete secreto ambulante. Y a media mañana volvía a picarme, y creo que
fue entonces cuando comencé a advertir las primeras señales.
Ya hacía un par de noches
largas que no dormía pero me acomodé en el asiento y cerré los ojos prestando
atención a los sonidos que me rodeaban con el continuo deslizarse de lo
neumáticos sobre el asfalto de la ruta. Pero por más que tratase de escuchar
las múltiples conversaciones de los pasajeros me resultaba imposible percibir
alguna en especial. Lo único audible era un murmullo general indiferenciado. Me
parecía extraño no poder pescar una sola palabra. Sin embargo, algunos
conversadores estaban lo suficientemente cerca como para poder seguir la
conversación paso a paso si lo hubiese deseado. Pero por más que tratase no
lograba entender una sola palabra, ni el más mínimo sentido. Abrí los ojos
sobresaltado. El murmullo se había vuelto como un cántico que se elevaba y del
que me era imposible comprender nada. Entonces observé atentamente a los pasajeros
del otro lado del pasillo: el hombre gordo de pelo blanco hablaba con la señora
junto a su asiento. Es decir, supuestamente hablaban, porque yo no alcanzaba a
escuchar nada, el canto de las llantas sobre el asfalto anulaba cualquier otro
sonido y se me ocurrió que bien podían estar haciendo la pura mímica de una
conversación.
Fue entonces que noté que el hombre hacía
continuamente señas con las manos y los dedos durante la charla. Y la señora
también, hacía el mismo simulacro de hablar sin emitir palabras, pero en cambio
expresaba con cuidadosos movimientos de manos y dedos lo que estaba simulando
decir. Y tras el primer golpe de vista tuve la certeza de que lo que decían y
lo que expresaban sus manos eran cosas bien diferentes. Por mas que me
concentrase tratando de leer el movimiento de los labios no distinguía palabra
alguna, pero en cambio, extrañamente, las señales de sus manos y sus dedos me
parecían cobrar por momentos un sentido cada vez mas reconocible, porque cuanto
mas observaba esos movimientos mas me parecía reconocer en los trazos
invisibles de esos dedos y esas manos en el aire, especies de… figuras,,,
signos… dibujos veloces de ángulos y arcos con la punta del dedo índice… arcos
paralelos con el índice y el pulgar… giros y rotaciones con los demás dedos y
diferentes puntos de señalización. A veces con ambas manos formaban una figura
especial. Los interlocutores se miraban entre sí y veían sus manos entre sí, y
de pronto vi con asombro que todo el ómnibus practicaba el mismo código: todos
hablaban con sus manos. El murmullo que yo podía oír junto al rodar de las
ruedas, era, lo supe entonces, el inductor hipnótico que emitían los
“pasajeros”, mientras que con sus manos y sus dedos… ¿qué hacían?... (y esto
tardé mucho tiempo en darme cuenta). …¿Qué hacían esas manos y sus volátiles
dedos flotando como ingrávidos delante de esos rostros vagos? Era pleno
mediodía y atravesábamos el calor húmedo de la mesopotamia… sentí que debía ir
otra vez… una vez mas atravesando el largo pasillo del bus hasta el bañito. En
el trayecto comprobé que todos dialogaban con manos muy versátiles. Y en el
privado gabinete del bañito me inyecté las últimas ampollitas que quedaban en
la caja. Estábamos por llegar a la frontera, no debía faltar mucho para Paso de
los Libres y el pico entró bien en vena. Solté la banda elástica con los
dientes y empujé el émbolo. Llegábamos a la frontera y sin duda revisarían el
equipaje. Arrojé la jeringa por el inodoro, después hice un bollo con las cajas
y las ampollas vacías y lo tiré también. Apreté el botón y todo desapareció
bajo el agua. Me bajé la manga de la camisa, abrí la puerta y volví por el
pasillo entre los pasajeros hasta mi lugar. Y fue entonces, en esa ráfaga de
observación que comprendí lo que estaban haciendo los pasajeros con sus manos y
dedos… Estaban CONDUCIENDO EL VEHÏCULO… Desde ya podía ver cómo todos los
gestos y señales se reflejaban perfectamente
en el espejo retrovisor del chofer y este iba recibiendo todos los
signos a través del espejo traduciéndolos en movimientos. ¿Qué significaba
semejante código y técnicas tan esotéricas para un simple viaje lineal
terrestre por una de las tantas rutas nacionales? Pero cuando volví a sentarme
en mi asiento noté que algo estaba empezando a cambiar sensiblemente, porque
estábamos aproximándonos a algo como “otra dimensión”. Y mientras caía la noche
y llegábamos al puesto fronterizo comprendí tratando de mantener la calma que
los pasajeros y yo estábamos íntimamente conectados en el plano mental. Ellos
sabían todo lo que yo hacía y pensaba. Leían mis más recónditos pensamientos y
podían hablar directamente a mi mente. Enseguida yo también podía comprender de
manera espontánea el oculto lenguaje de las manos. Al menos en parte me parecía
comprenderlo, aunque no hubiese podido decir concretamente en qué consistía. El
sentido se me ofrecía abiertamente y a la vez se ocultaba a mi razonamiento. Yo
lo sabía… pero cómo lo sabía? Las voces de sus mentes me invitaban a la calma.
Llegábamos a la frontera y
las mentes de los pasajeros me decían: “Estamos llegando a casa”.
Y no hubo ningún problema con
los empleados de aduana. Bajamos del ómnibus y mientras revisaban ligeramente
el equipaje y sellaban nuestros pasaportes sentí que un cambio más profundo y fundamental
se estaba produciendo. Así fue que pasamos a Uruguayana, y extrañamente
mientras cruzábamos la linea divisoria de la frontera los pasajeros comenzaron
a cantar. Era una canción muy dulce que todos los pasajeros entonaban muy
suavemente y que expresaba la emoción de aquellos que tras largo tiempo en el
exilio regresaban a la patria.
Ahora yo podía descifrar mensajes muy
complejos aunque me costase comprender las cosas mas simples. Tal vez fuese
probable que en aquel ómnibus todos los pasajeros fuesen brasileros que
regresaban a su país. ¿Pero cómo no había alcanzado a oir ninguna palabra en
portugués? Acaso las había oído todo el tiempo solo que hasta entonces no las
había registrado, y ahora si, me parecía que oía fragmentos de palabras con la
cálida cadencia brasilera.
Pasamos sin inconvenientes el
control brasilero. El ómnibus paró un momento en la rodoviaria y para estirar
las piernas me paseé por el hall de la
terminal. En la mesa de un bar había tres elegantes mujeres tomando refrescos,
y al verme pasar con mi mochila me llamaron. Resultaron ser brasileras que viajaban
para Buenos Aires, y poniendo en práctica mis básicos conocimientos de
portugués dialogamos. Me invitaron a sentarme y me convidaron algo fresco.
Querían saber qué hacía, adonde iba… ¿era hippie? Si bien no tenía el pelo largo
iba vestido un tanto exótico, (casi nada: camisa floriada y pantalón de
terciopelo azul), pero veían que tenía numerosos anillos y pulseras y un collar
colgante… Me dijeron que Brasil era un país muy hermoso y que yo iría a
¡adorar!, y mientras se alejaban a tomar su ómnibus una de ellas se apresuró a
decirme casi como un secreto:
- No esqueça que so vocé pode
saber o que acontece no seu corazón e na sua mente. Ninguein pode saber, mais
so vocé pode saber.
Me pareció un extraño
consejo, y me apresuré yo también en tomar mi ómnibus.
Al rato atravesábamos un
amplio paisaje de verdes praderas ondulantes. Me paré junto al conductor para
observar el camino a través del panorámico parabrisas y a la vez podía ver mi
propia imagen reflejada en aquel espejo retrovisor. Ahí pude observar con
asombro que ¡yo ya no era el mismo! Algo imperceptible había cambiado. Sin duda
era yo, pero ya no era exactamente igual a mi mismo. Era probable que estuviese
contemplando al fin al del otro lado, el revés de la trama. Hasta ese desparejo
corte de pelo con su rapado escalonado parecía poseer cierto orden arbitrario
surgiendo del caos de mis pensamientos.. Y detrás de mi imagen podía ver
también el ballet de las manos y los dedos flotantes de los pasajeros.
Aquellas tres hadas de la
estación me habían dicho que nadie podría saber lo que pasaba por mi mente y
por mi corazón, pero lo cierto es que los pasajeros leían mis pensamientos y
hablaban a mi mente. Y yo, por mi parte, ya comprendía el alado lenguaje de sus
dedos. Veía como con ángulos y arcos veloces trazados con la punta de los dedos
en el aire indicaban lineas de desplazamiento, direcciones y sentidos.
Volví a mi asiento. El gordo
de pelo blanco le decía a la mujer de al lado: “Casi no lleva equipaje en su
mochila. Apenas unos trapos revueltos. Pude verlo bien cuando revisaron su
equipaje en la aduana.. Una camisa con puntillas y después puro papeles
desordenados y algunos libros.”
Al mismo tiempo noté que otro
grupo de mas atrás decía: “Nosotros te vamos a llevar… hasta un lugar perdido
en esas colinas… Hasta nuestra casa… donde vamos a hacer una gran fiesta… y
donde nadie te va a encontrar…”
Me sobresalté ¿Qué estaba
escuchando? ¿Qué acababan de decir? Tuve una oscura persecuta. ¿Quiénes eran
los extraños pasajeros? Era muy probable que se tratase de una misteriosa secta
oculta. Se comunicaban con el lenguaje de los sordomudos y se habían instalado
en mi propia mente. Me conducían. Me llevaban. Pero eso de la “gran fiesta” me
resultaba inquietante, sospechoso, amenazador... Yo estaba en franco bajón y
tenía pensamientos siniestros. ¿Adonde pretendían llevarme los pasajeros? Tal
vez había leído demasiados cuentos de terror, pero el caso es que… tenía miedo.
Miraba por la ventanilla y me sentía perdido. ¿Dónde estaba? Me revelé entonces
desafiando a las voces con mis propios pensamientos: yo no iba a ir a ningún
lugar y no iba a participar en ninguna fiesta de locos fanáticos. No estaba
atado al ómnibus, si quería podía bajarme allí mismo. “Si, claro –decían los
pasajeros – pero no lo harías ¿verdad?” ¿Por qué no? Solo bastaba con que me
acercase al conductor, me parase bien frente al espejo tratando de interferir
las órdenes manuales de los pasajeros y dijese que parase un momento que quería
bajar. Pero no lo haría ¿verdad?, eso solo se dice… Cada vez mas los pasajeros
me parecían componentes de una secta satánica. ¡Me estaban raptando! Me
sacrificarían en sus rituales. Vi con horror cómo el gordo de pelo blanco decía
con los dedos: “Cuidado, se está dando cuenta.” (O tal vez había dicho: “Atado
que va dando vueltas.)”. Noté que el gordo ahora hacía los signos con una
velocidad sorprendente y no tuve duda alguna de que era el Maestro Mayor.
Entonces, sabiendo que estaba
completamente loco y que estaba haciendo una pura locura, salté de mi asiento y
corrí por el pasillo hasta el conductor gritando:
- ¡Pare, chofér, por favor,
pare que quiero bajar!
Todo el pasaje se
convulsionó. Sentí que algunos decían:
- Está loco… pero si quiere
bajar déjenló.
El chofér se mostraba muy
contrariado. No podía parar así en medio del camino sin previo aviso. Le pedí
que parase porque me sentía muy mal y tenía que bajarme ahí mismo, en cualquier
lugar, aunque fuese en medio del desierto. Yo temblaba de la cabeza a los pies,
tenía miedo, estaba furioso pero al final logré que el ómnibus parase. El
conductor abrió con violencia el portaequipaje y me tiró la mochila junto al
camino. Después me miró incrédulo y preguntó:
- ¿Está seguro que se quiere
quedar aquí?
- Si, si, claro. –me apresuré
a contestar. –Vayasé. Dejemé solo.
El pobre tipo parecía no
entender, pero volvió a subir al bus, se instaló frente al volante y el ómnibus
se alejó del lugar con un fuerte bramido.
Me quedé parado ahí viendo
cómo se alejaba por ese largo camino que subía y bajaba. Y finalmente solo, me
sentí tranquilo. Comprendí que había logrado, al menos, apagar el ensordecedor
murmullo de las llantas lamiendo el asfalto.
Hacía medio día que habíamos
atravesado la frontera. Yo tenía pasaje hasta Río de Janeiro y bien podría
decirse que en mi caso, el viaje había terminado a poco de empezar. ¿Qué iba a
hacer ahora? Cargué mi mochila y comencé a caminar junto a la ruta, siempre
hacia el norte, hacia donde había desparecido el ómnibus de los locos
satánicos. Yo bien podría llegar a Río de Janeiro caminando. Pero… ¿dónde
estaría exactamente?... Caminaba a grandes pasos pateando iracundo sobre el
asfalto, al borde de las lágrimas apretando fuertemente los maxilares. Era sin
embargo un hermoso día de sol y yo pensaba que por el momento había logrado
escapar. Pero… ¿qué era eso que presentía oscuramente y que me daba tanto
miedo? Bueno, no lo sabía, pero acudían a mi mente siniestras escenas de una
ceremonia ritual en la que yo era ofrecido en sacrificio. ¿De dónde podía
provenir esta idea? ¿Una imaginación novelesca? ¿Recuerdos del futuro? ¿Memoria
ancestral? ¿Delirio paranoide? Imposible saberlo. ¿Qué podía hacer sino seguir
caminando? Hice dedo y un camión me levantó. Iba unos pocos kilómetros mas
adelante, me aclaró el conductor, pero allí podría conseguir otra carona.
El camionero era un brasuca joven y enseguida se entabló una conversación. Él iba hasta Curitiva, pero yo… ¿qué hacía? ¿De dónde venía? ¿Cómo estaba ahí en medio del camino? ¿Hacía dónde iba? Todavía me sentía conmocionado por el bajón de pico y pensé que lo mejor sería contarle toda la verdad. El tipo parecía confiable y me sinceré: hablé del ómnibus encantado y de los brujos locos. Él parecía entender todo bastante bien, pero cuando hablé de los brujos el camionero me interrumpió sobresaltado preguntando:
El camionero era un brasuca joven y enseguida se entabló una conversación. Él iba hasta Curitiva, pero yo… ¿qué hacía? ¿De dónde venía? ¿Cómo estaba ahí en medio del camino? ¿Hacía dónde iba? Todavía me sentía conmocionado por el bajón de pico y pensé que lo mejor sería contarle toda la verdad. El tipo parecía confiable y me sinceré: hablé del ómnibus encantado y de los brujos locos. Él parecía entender todo bastante bien, pero cuando hablé de los brujos el camionero me interrumpió sobresaltado preguntando:
- ¿Vocé quer dizer bruxos?
Me costaba mucho comunicarme
en portugués, pero no podía haber demasiada diferencia entre brujos y bruxos.
Pero si, en el idioma del camionero la misma palabra tenía una resonancia más
misteriosa y él me miraba atentamente mientras volvía a preguntarme:
- Bruxos?... Bru… xos… Mais
bruxos mesmo?
- Eso… -respondía yo –
brujos. Eran todos brujos… -de repente recordé el film de Polansky: “Todos
ellos brujos.”
Entramos en un pueblito y al
llegar a una calle central noté consternado que el camionero paraba en la
puerta misma de la comisaría, un caserón colonial pintado de amarillo. Me quedé
sentado ahí en la cabina del camión mientras el tipo entraba en la seccional.
¿Era mejor quedarse ahí o tratar de escapar?
Pero… escapar ¿adonde?... El
pueblo era chico, me perseguirían y sería peor. Así que decidí esperar ahí y
enseguida los policías salieron a buscarme.
Ya de entrada me trataron con
violencia. Me agarraron y me sacaron a empujones del camión. El camionero salió
de la comisaría en ese mismo momento. Se subió al camión y se alejó velozmente del lugar.
Simplemente me había entregado.
Me llevaron hasta la oficina
del comisario y allí me rodearon entre cinco o seis monos. Eran unos negrazos
bastante feos.
- ¿O qué vocé esta fazendo aquí,
menino? –inquiría impaciente el
comisario.
Le mostré mi pasaporte y lo
arrojó sonriendo sobre la mesa. Entonces le extendí mi pasaje del ómnibus.
Pero, si iba para Río, ¿por qué me había bajado del bus en medio del camino?...
¿Y que era esa historia de brujos? Me rodearon y entraron a darme sin esperar respuesta.
Me pegaban y me pasaban entre ellos. Parecían tranquilos, recién empezaban,
pero yo sentía que me estaban matando. Caí arrodillado al piso cubriéndome la
cabeza con los brazos entre golpes y patadas cuando de pronto sonó el teléfono
y se paró todo. El comisario atendió y escuchó atentamente. Los negros,
mientras tanto esperaban. Pensé que era una tregua y que enseguida volverían a
llover los golpes después de la llamada, pero entonces sucedió lo mas extraño.
Mientras escuchaba en el teléfono y afirmaba brevemente, el comisario tomó mi
pasaporte de encima del escritorio, lo observó y replico en el tubo:
- Sim senhor… Muito bom…
Obrigado… -y colgó el receptor.
Después se acercó a mi que
parecía ovillado en el suelo y me alcanzó el pasaporte, y cambiando de tono,
pero con violencia aún latente me dijo:
- Va embora, menino. Y eu no
quero ver vocé nunca mais por aquí. ¿Ta entendendo?
Tomé mi documento, alguien me
arrojó la mochila y casi corriendo salí de la comisaría y remonté las calles
hasta la ruta.
Era increíble, no podía
explicarme. ¿Qué había pasado? Me había encontrado exactamente con lo mismo de
lo que estaba huyendo. Había dejado el ómnibus por miedo al sacrificio y me
había dirigido por mis propios medios al encuentro del ritual tan temido… ¿y
allí?... ¿qué había pasado?... El infierno había durado unos pocos segundos y
de repente todo se había interrumpido. Esa llamada… aquella llamada telefónica…
¿Qué había sido?... ¿Quién había llamado por teléfono? ¿Quién me había salvado
interrumpiendo todo aquel horror? No podía hacer la más mínima conjetura. Pero
había algo extraordinariamente cierto: ALGUIEN había llamado dando órdenes
concretas para que me dejasen inmediatamente en libertad.
Al llegar a la ruta había un
bar donde paraban los ómnibus, y tuve suerte, porque después de largas
explicaciones, logré subir al ómnibus que venía detrás del que yo había dejado.
Al principio el chofér no quería llevarme, pero le mostré mi pasaje de la misma
línea y le dije que me había distraído en el bar y que mi ómnibus se había ido
sin mí. Lo convencí. Finalmente me llevaban. Subí y me ubiqué en uno de los
confortables asientos, y al fin dejamos aquel fatídico lugar. Enseguida me
dormí y desperté en medio de la noche. Vi que todo el pasaje estaba sumido en
la oscuridad. Avanzábamos velozmente y los pasajeros invisibles parecían
dormir. El ómnibus me pareció mas suntuoso que el anterior, mas confortable,
mas moderno. De vez en cuando sonaba un susurrante timbre y me pareció que se
producían cambios de ubicación en medio de la oscuridad entre los pasajeros
adormecidos. Ahí mismo frente a mi asiento había un pulsador de timbre.
Repentinamente recibí información telepática. Este era un ómnibus especial, con
servicio erótico incorporado. Si llamaba por el timbre recibiría inmediatamente
una visita agradable. Solo tenía que pulsar… Pero…¿no estaría metiéndome en
otro lío? Decidí que por esa noche podía prescindir del servicio erótico y me
dormí.
Desperté a media mañana. Me
sentía inquieto. Llevaba ya tanto tiempo viajando. Me habían pasado tantas
cosas… Estaba otra vez con síndrome… volvía a oír voces en mi mente. Me
fastidiaba. No sabía qué hacer. Me revolvía en el asiento. Me sentía nuevamente
localizado. Focalizado. Tenía que hacer algo y ganarles de mano. Busqué en mi
bolso la caja de pinturas. Ahí estaban los pomos de óleo. Destapé el amarillo y
lentamente, con los mismos dedos me pinté las manos. Las miré a la intensa luz
del día: manos amarillas… el ómnibus adquirió súbitamente un aspecto subreal.
Enseguida agregué un poco de rojo y lo fui extendiendo sobre la piel hasta
formar un bonito tono naranja. Movía las manos en el espacio frente a mis ojos
y los dedos adoptaban extrañas formas como figuras y signos. Los vecinos de
asiento miraban extasiados mientras yo seguía agregando colores: lineas rojas,
puntos verdes, manchas azules, rayos violetas… y las manos danzando coloridas
frente al vertiginoso paisaje de la ventanilla… así durante largas horas hasta
que llegamos a Sao Paulo.
En el baño de la rodoviaria
me lavé bien las manos y cuando volví hacia el ómnibus descubrí sorprendido en
la banca de jornais la tapa de la revista “Veja”: ¡Un par de manos pintadas de
colores!...
En adelante el ómnibus empezó
a descender en zig-zag por caminos de precipicios rodeado de una sugestiva
vegetación tropical. Y cuando finalmente entrábamos en Río de Janeiro me senté
en mi asiento en la mística posición de loto porque tenía la fuerte convicción
de que estaba penetrando en un lugar sagrado.
Una vez en Río me alojé en el
hotelucho aquel de Praça Tiradentes donde habíamos estado con Juanito en el
viaje anterior. Pero ahora estaba solo, me sentía desamparado y aquel hotel sin
Juan era más miserable todavía. Sin duda había sido el brillo de su
presencia lo que había hecho aceptable
aquel lugar que sin él se tornaba insoportable. Tenía dinero para un par de
días más y después ya no sabría qué hacer. Caminaba de una punta a otra de la
ciudad maravillosa buscando algo, alguien, hasta que una mañana, atravesando la
playa de Flamenco me encontré con Gracielita. Me parecía imposible. ¿Qué estaba
haciendo ella justamente ahí en Río de Janeiro? Yo la había llamado por teléfono
varias veces antes de salir de Baires y no me había dicho nada que iba a
viajar. Lo había decidido a último momento y estaba ahí, con Nora.
_ Qué Nora? –pregunté.
- ¿Qué Nora va a ser?… - me contestó – ¡La Única!
Y estamos parando en casa de Newton, un amigo brasilero.
Así que saqué mis cosas del
hotelucho y me instalé con mis amigas en un amplio y luminoso departamento decorado solamente con esteras
de paja pintadas, hamacas paraguayas y plantas tropicales. Y Newton era un tipo
bastante loco que fumaba inmensos charutos todo el tiempo. Tenía una biblioteca
entre cuyos volúmenes encontré una hermosa edición de “El Libro Tibetano de los
Muertos” que habíamos leído con Graciela y Renée en la casona de San Telmo.
Newton acababa de separase de su mujer y vivía solo en aquel departamento que sus numerosos amigos visitaban puntualmente a lo largo del día. Tenía un buen pasar como se dice, ya que desde hacía muchos años era el encargado de la decoración del Sambódromo dela Presidente Vargas
para los carnavales. Era excelente dibujante, y junto con la decoración su
especialidad eran las maquetas y los vestuarios para las carrozas de las escolas de samba.
Nora, pasaba su tiempo tendida en las hamacas de red luciendo exóticas túnicas orientales, tomando refrescos y haciendo comida macrobiótica con Newton y escuchando música a todo volumen. Los Who acababan de editar su ópera rock “Tommy”, y esa música excitante sonaba repetidamente en el equipo de la sala.
Newton acababa de separase de su mujer y vivía solo en aquel departamento que sus numerosos amigos visitaban puntualmente a lo largo del día. Tenía un buen pasar como se dice, ya que desde hacía muchos años era el encargado de la decoración del Sambódromo de
Nora, pasaba su tiempo tendida en las hamacas de red luciendo exóticas túnicas orientales, tomando refrescos y haciendo comida macrobiótica con Newton y escuchando música a todo volumen. Los Who acababan de editar su ópera rock “Tommy”, y esa música excitante sonaba repetidamente en el equipo de la sala.
- Vean lo que me envió de
regalo mi ex mujer para navidad… -nos
decía Newton, y nos mostraba una lonja de filete de pescado que parecía un pene
disecado – ¡Arenque ahumado! Filia da puta, ela sabe que o que eu mas gosto no
mundo es o arenque ahumado, e ella me envía so uno en una bandejinha… ¿Qué me
querrá decir?... Curtiçao… y nos miraba con un divertido gesto de interrogación
sosteniendo el arenque con la punta de los dedos.
Y ahí estábamos, todo el día
en la playa, paseando y tomando sorvetes.
Gracielita no podía creerlo cuando yo le contaba mi aventura fatal en el ómnibus de los brujos y el extraño altercado con la policía.. Sentada frente a mí en la estera me miraba profundamente con esos inquietantes ojos que parecían achinarse aún más ante el misterio y volvía a preguntarme por enésima vez:
Gracielita no podía creerlo cuando yo le contaba mi aventura fatal en el ómnibus de los brujos y el extraño altercado con la policía.. Sentada frente a mí en la estera me miraba profundamente con esos inquietantes ojos que parecían achinarse aún más ante el misterio y volvía a preguntarme por enésima vez:
- ¿Pero esa llamada
telefónica tan oportuna?... ¿Quién pudo ser?... Realmente milagroso… ¿verdad?
Después que me digan que no hay magia… ¡Qué increíble! –concluía Gracielita.
-¿Qué suerte que estés aquí con nosotros!
A mi también me parecía increíble
estar en Río con mis amigas. Y la verdad es que, aunque no lo decía, yo
sospechaba que Gracielita y Nora no eran las mismas personas de Buenos Aires.
Me costaba creer que ellas hubiesen viajado como yo, a través del espacio y
kilómetro tras kilómetro para llegar hasta allí. Pensaba en cambio, que su
presencia se debía más a algún tipo de misteriosa operación mágica. ¿Cómo no me
dijeron que viajarían? ¿Cómo nos habíamos encontrado en forma casual en una
ciudad con millones de habitantes? Yo me sentía propenso a creer que mis amigas
eran “otras”, ya no las de Baires, sino reproducciones espectaculares de
aquellas. Pero nunca dije nada respecto a esto. Menos aún cuando me dijeron que
los hermanitos Romero, Carlos, y Kelly con su flamante esposo el esotérico
Suarez, y hasta el Peli Luis Alberto estaban viviendo muy cerca de allí, en un
palacete del residencial barrio de Santa Tereza, donde habían instalado un
taller de artesanía en ropa de cuero que a la vez era un centro de reunión del
sufismo. Me costaba creer tal coincidencia de casualidades y cada vez me
parecía más verdadera la hipótesis de Cylbia cuando decía:
- El mundo es un
caleidoscopio donde estamos reproducidos infinidad de veces.
Una tarde fuimos a visitarlos
subiendo el morro por unas empinadas callecitas entre los elegantes jardines de
las embajadas. Era una casa de dos plantas pintada de un tierno color rosado.
Kelly nos recibió luciendo una hermosa túnica persa y nos condujo al taller en
la planta alta donde estaban trabajando. Hasta Marcela Pascual estaba allí,
solo faltaba que apareciese Tango al abrir una puerta. Con el Peli nos asomamos
a una ventana a contemplar el atardecer en la bahía de Guanabara allá abajo a
lo lejos. La luz crepuscular se fusionaba en rosaceos y lilaceos mientras nos
mirábamos sonrientes tomados de la mano.
Y fue precisamente unos días
después que Nora nos dijo a Graciela y a mí que quería ir a Sao Paulo a buscar
esa valija que había dejado y donde estaban los vestidos más bonitos, la túnica
violeta de crepe de seda, y los pantalones de pana y muchas cosas más. Era una
lástima… esa ropa tan linda que podíamos usar en Río para lucirnos como
príncipes… todo abandonado en aquel valijón allá en Sao Paulo… Inmediatamente
organizamos el safari a fin de rescatar aquellos adorable trapos. Y un mediodía
tropical salimos a la ruta a hacer carona para Sao Paulo, Gracielita, Nora y
yo. Y también se habían unido a nosotros el Peli y Marcela. Al anochecer
podíamos estar allá.
(continuará)