viernes, 15 de julio de 2011

Capítulo "En las lilas"

"GENERACION DESCARTABLE" - (Primera Parte)
Capítulo
"EN LAS LILAS"
Nos fuimos a Las Lilas a pasar el fin de semana. Era un caserón muy antiguo, de principios de siglo con muros color amarillo y puertas y ventanas marrón oscuro y estaba en medio de un parque inmenso con muchos árboles y plantas. Había sido la casa de los abuelos de Hernán, pero hacía mucho tiempo que estaba deshabitada y la familia la había puesto en venta, entonces Hernán había conseguido las llaves y desde hacía un tiempo llenaba la casa de locos amigos antes que hubiese que dejarla para siempre.
Llegamos con Miguel y Diana a la hora mágica del atardecer. Empujamos la pesada puerta de hierro de la entrada y cruzamos el parque. Ya nos habían avisado que había que entrar por la puerta de atrás, por la cocina y desde el jardín empezamos a oír el sonido del piano. Estaban tocando “Satisfaction” de los Stones y guiándonos por la música pasamos puertas y corredores hasta el salón. Allí estaban todos reunidos bailando el tema de los Rollings que Hernán aporreaba en el destartalado piano.
El salón estaba en penumbras iluminado apenas por la última luz del atardecer que entraba por las ventanas. No había más muebles que una pocas sillas sobre la alfombra y la forma grotesca de los bailarines se proyectaba sobre la pared. Tampoco había mucha gente. Tal vez seis u ocho personas bailando descalzos y con ropas exóticas sobre las largas tablas del piso. Saltamos al centro del salón y nos pusimos a bailar. Mientras tanto íbamos reconociendo y saludando a los amigos presentes. Casi todos bailaban solos con todos. Reconocí a Mario Rabey y a Pedro Pujó y más allá girando como una sonámbula estaba Ana, una muchacha muy hermosa, alta, de largos pelos rubios casi blancos y bellos ojos celestes. Estaba vestida de blanco con una pollera larga de paisana y un chal tejido sobre la blusa. Era una aparición mágica y giraba y se balanceaba siguiendo el ritmo. Nos contaron que Hernán hacía horas que estaba tocando todos los temas de los Stones y que a cada rato volvía sobre satisfaction.
Después de bailar hasta perder el aliento saltando y girando nos fuimos a conocer el caserón. Alumbrándonos con una vela atravesamos los largos corredores de madera crujiente, subimos las escaleras y nos asomamos a todos los cuartos. Había muchas habitaciones con suntuosas camas antiguas, con los colchones desnudos doblados como fardos, roperos de madera tallados y pesados aparadores oscuros. Elegimos una habitación al final del corredor y allí dejamos nuestras cosas para volver al salón donde estuvimos hasta tarde bailando y conversando. Ana se acercó a saludarnos y ya se quedó con nosotros. Nos habíamos conocido en la Villa. Ella era la mujer de un artesano picapiedra de la galería y tenían una hijita que se llamaba Paula. Y Ana era de ese tipo de personas muy reservada e introvertida. Siempre la veíamos un poco aparte y distan- ciada de los locos.
Ya tarde a la noche nos alejamos conversando por el corredor hacia la habitación, buscando un lugar tranquilo donde poder continuar la conversación. Inmediatamente ordenamos el lugar tratando de hacerlo habitable. Abrimos las ventanas a la noche sobre el parque y directamente nos ubicamos los cuatro sobre la cama grande. Ana había hecho aparecer una botella de vino tinto fino y con una copa que extrajo de su bolso empezamos a tomar haciéndola rodar. Miguel tenía Dexamil y yo Neotón así que también destapamos los frasquitos. Ana dijo que nunca había tomado pero que esa noche quería experimentar, así que le dimos dos que tomó con un poco de vino. Miguel y yo tomamos una dosis mayor porque estábamos habituados. Diana, como de costumbre no quiso tomar porque tenía sueño y quería dormir y mientras se acurrucaba a un lado y se iba sumergiendo en el sueño nos decía que lo que estábamos haciendo era totalmente idiota, que siempre teníamos que estar tomando anfetas y todo eso. Yo sabía que Diana me culpaba a mí de que Miguel tomara estimulantes pero enseguida pareció dormirse mientras nosotros seguíamos conversando en voz baja tomando pequeños sorbos de vino.
Yo había empezado a hablar y estaba alcanzando tal velocidad y dominio del lenguaje que hubiese seguido hablando toda la noche. Ingenuamente me había puesto a contar una de esas historias delirantes y psicodélicas porque sabía que a Miguel le gustaban y por momentos parecía engancharse, pero de pronto me miró divertido y me dijo:
- ¿Por qué no te dejás de decir boludeces?
Me quedé cortadísimo y me sentí totalmente estúpido. En ese tiempo todos jugábamos un poco con el lenguaje. Un lenguaje artificial, delirante, psicodelico con influencias del comics y de los monólogos interiores del “Ulyses” de Joyce. Abundante en exclamaciones y disminutivos. Descomponiendo, deconstruyendo. Era el paradigma de la época. Lleno de vacilaciones y contradicciones. Sin duda era un lenguaje enervante, muy agresivo para escuchar pasivamente y difícil de seguir con sus infinitas digresiones. En el tenso silencio que se hizo de pronto, Ana dijo:
- A mi me deprime ese tono ansioso que le imprime a las palabras…
Listo, suficiente se habían aliado contra mi. No tenía más remedio que callarme pero estaba furioso y sentía un fuerte impulso agresivo hacia ellos. Así que dejé la cama, atravesé la habitación y me senté en el marco de la ventana mirando hacia el jardín. Sentía que los estimulantes estaban comenzando a hacer fuerte implosión en mi cerebro y la leve agresión de mis amigos empezaba a tomar características exorbitantes.
Sentía ruido de agua en el parque. Pero mis percepciones se hallaban en total confusión. No alcanzaba a saber con certeza si estaba lloviendo o no. Pregunté a la oscuridad del otro lado de la ventana:
- ¿Está lloviendo?
- No. –dijo Ana.
- Es la canilla del parque. –aseveró Miguel.
Y tal vez ellos estuviesen tan confundidos como yo, porque las lozas del marco de la ventana estaban empapadas. Pero no podía saber si estaba lloviendo o no. Oía el sonido del agua, pero Ana decía que no llovía. ¿Cómo podía saberlo ella desde la cama si yo no lo sabía desde la ventana? Pero asegurar que era la canilla del parque tenía que ser una broma de Miguel. Nuestras percepciones o nuestras alucinaciones no coincidían. Me hubiese bastado estirar la mano fuera de la ventana para informarme empíricamente, pero prefería quedarme con la duda, por alguna razón. Mirando hacia la oscuridad del parque me parecía ver como se agitaban extraños vegetales allá abajo y enseguida empezó a latir como un corazón una gotera en medio de la habitación.
Me aparté de la ventana y fui hasta donde caían las gotas rítmicamente en la mesita donde estaba la vela sobre un desdibujado tablero de ajedrez salpicando el tapizado rosa de una silla vieja. Era un ruido que me resultaba especialmente molesto, así que me saqué la camisa, la hice un bollo y la puse sobre la mesa sofocando al instante el latido de la gotera. Me quedé en pantalones, descalzo y con el torso desnudo y empecé a pasearme lentamente a través de la habitación. Diana se había dormido y Miguel y Ana hablaban en voz baja tendidos junto a ella. No me miraban. Me ignoraban olímpicamente y yo hubiese podido irme sin que lo notasen. Dialogaban. Hablaban… Ana de sus problemas sentimentales, de la relación con su marido que era muy precaria y en cambio le confesaba a Miguel que se sentía deslumbrada por Pipo. Desde que lo había visto en la Villa se había sentido fuertemente atraída por él. Era un ser tan especial, tan inocente. A mi me parecía que se esforzaban por ignorarme y hasta que evitaban nombrarme. Al hablar del campamento en la Villa habían recordado a toda la gente del campamento evitando cuidadosamente nombrarme. Yo no estaba en el recuerdo del campamento como tampoco estaba en la habitación.
Aquella noche después de recorrer el laberinto transparente de la habitación en todos los sentidos posibles, volví hasta la mesita y me acosté boca arriba sobre el tablero de ajedrez haciendo que la gotera me cayese en medio del pecho. Tal vez estaba desesperado y quería llamar la atención pero yo sabía muy bien que hubiese hecho exactamente lo mismo que estaba haciendo si hubiese estado solo en aquel lugar. Hacía coincidir la gotera con mi corazón comprobando que tenían el mismo ritmo.
Me levanté y fui hasta el ropero del fondo, abrí la puerta grande del medio y me metí adentro volviendo a cerrar la puerta. Permanecí ahí sentado en la oscuridad oyendo los suaves crujidos de la madera acostumbrándose al peso de mi cuerpo. Era frecuente que yo incursionase en el interior de los roperos. Cuando era adolescente varias veces me había encerrado a llorar algún problema dentro del ropero. Y otras veces borracho delirante me había refugiado en el interior de algún ropero para atenuar la risa o los alaridos de la ebriedad. Pero esa vez, busqué en el bolsillo de mi pantalón y encendí un cigarrillo. Y a la llama del fósforo descubrí mi propia imagen reflejada en el gran espejo que cubría el interior de la puerta y cada vez que aspiraba el cigarrillo la imagen en el espejo se iluminaba tenuemente. Desde allí también oía la conversación de Miguel y Ana. No sé por qué ella decía que la comunicación dialéctica se agotaba en sí misma rápidamente. A mi me parecía que la conversación de ellos era sumamente aburrida. Habían elegido la forma mas convencional del lenguaje y el tema era una muchacha que no se daba cuenta que estaba sobre estimulada contando sus tontos problemas sentimentales a un amiguito.¡Y yo que había querido iniciar un diálogo delirante! Fumé lentamente el cigarrillo que alumbraba el espejo, después salí del ropero y volví a tenderme junto a ellos en la cama.
- Vos estás muy ido. –me dijo Ana, lo que me parecía carente de sentido y hasta bastante tendencioso ya que era evidente que yo había regresado hasta ellos pero ella prefería verme “ido”. Se había olvidado por completo de Pipo y había entrado a hablar de su marido como con una especie de fijación.
- Ya no podemos dibujar juntos. –dijo, porque los dos eran estudiantes de Bellas Artes. Y después refiriéndose a su hija. –Paula casi ni me reconoce cuando la voy a ver.
Y de pronto empezó a tomar conciencia de que estaba en un estado psíquico muy especial. Entró a sollozar y decía que sentía una gran paz y que quería transmitirnos algo de esa paz a nosotros, pero como le resultaba imposible aunque hiciese esfuerzos desesperados, se levantó y salió corriendo de la habitación… Salí tras ella y la encontré sentada en el pasillo apoyada contra la pared. Volví a la cama y ella volvió enseguida. Dijo que iba a transmitirle toda su energía a Miguel y se inmovilizó frente a él en un gesto de irradiación. Ël cerró los ojos iluminando su rostro con una sonrisa y comenzó a hacer girar su cabeza. En cuanto a mí, ella repitió varias veces que yo necesitaba paz. Yo también sonreí diciéndole que sí, que era cierto. Y de alguna manera me pareció que volvía a participar en el circuito de comunicación. Casi estuvimos por ser tres, pero había olvidado a Diana dormida. De pronto vimos que Diana comenzaba a mover la mano haciendo señas como tratando de decir algo moviendo la mano con expresiva exactitud. Ana siempre sollozando dijo que le gustaría ser Diana y Miguel no pudo reprimir un gesto de asombro.
Y fue entonces que al mirar a Miguel vi que algo fantástico pasaba con sus ojos. Sus ojos que yo siempre había visto de un color pardo verdoso parecido a los míos de pronto se tornaban celestes muy claros, casi blancos y de una luminosa fosforescencia. Y esa extraña mirada yo la percibía como de una malignidad…insoportable. Esa mirada parecía querer fulminarme y era muy poderosa. Me parecía que sus órganos visuales se habían abierto dando paso a una luz muy intensa proveniente de algún otro mundo. E inmediatamente tuve la certeza de algo. Pero no sabía de qué, porque era la evidencia de algo totalmente incomprensible. Irracional. Y cuando pretendí decirlo aunque sea torpemente que estaba viendo esos ojos luminosos como rayos en una tormenta…sus ojos volvieron a ser los mismos de siempre.
Al mismo tiempo me parecía que estaban experimentando algo con el sueño de Diana, porque Ana lentamente le hacía preguntas a las que Diana trataba de contestar con gestos de su mano. Negaba o afirmaba, señalaba y trazaba círculos y signos, abría y cerraba. Yo trataba de decirles que estábamos perturbando su sueño pero al mirar a Miguel volví a ver esos luminosos ojos glaucos. Esta vez la visión duró pocos segundos y otra vez volví a ver sus habituales ojos castaños. Estaba transitando entre dos universos paralelos diferentes: el inquietante universo de los ojos refulgentes y el tranquilizador universo de los ojos castaños. Sin puntos de conexión. Y allí estaba yo saltando entre ambos universos. Se mostraba durante unos segundos y enseguida volvía a ocultarse. Al mismo tiempo las respuestas de Diana dormida se me hacían reveladoras. Constituían un expresivo lenguaje muy elaborado y complejo con el que ella refería los acontecimientos extraordinarios que estábamos experimentando, entre ellos la incursión en esos universos paralelos de la mirada. Y cada vez más frecuentemente los ojos de Miguel cambiando del pardo simulador al celeste maligno. Entonces en un tono exaltado les pedí que dejasen a Diana tranquila y pude también decirle a Miguel lo que estaba viendo en sus ojos. Se lo decía también a Ana, pero ella había entrado en un profundo trance desde donde emitía reflexiones ambiguas. Sabía lo que yo veía pero a la vez nunca lo sabría. Creía que era peligroso seguir experimentando con Diana pero a la vez no había ningún riesgo. La mirada luminosa se prendía y se apagaba fluctuando entre un universo de infinita crueldad y el mundo de las apariencias, imprimiendo un ritmo cada vez mas acelerado al extraño fenómeno.
Entonces Diana gritó fuertemente sin duda debido al esfuerzo mental al que la sometían y yo, tomé la copa de vino vacía y la empuñé como si fuese un arma interplanetaria apuntando a Miguel. Fue un gesto impulsivo delirante y bien podía prestarse a las peores interpretaciones. Pero el caso es que en serio o en joda yo había tomado un arma. La copa estaba intacta aunque yo hubiese podido romperla y convertirla en un arma peligrosa, pero esa no era mi intención. Los apunté con la boca de la copa como si fuese un arma extraterrestre, una pistola de ficción capaz de lanzar rayos y Diana volvió a sumergirse en el sueño. Miguel ojos pardos se burló débilmente como para hacerme ver que yo estaba haciendo ridiculeces. Y yo volvía a querer explicar lo que me estaba pasando. Trataba de decir lo de los ojos cambiantes. Apuntaba la copa con una mano y con la otra sostenía como si fuese un micrófono una caja de fósforos delante de mi boca.
Miguel me ordenó que apartara la mano de mi boca y cuando lo hice exclamó:
- ¿Ves, Ana?... no puede parar de hablar con esa boca hipócrita.
Me repuse al golpe para responder inmediatamente:
- Podrías haber dicho “histriónica” que es casi lo mismo pero menos impreciso…menos agresivo… siempre ves lo peor de mi. .
Entonces Diana empezó a gritar sin parar rodando sobre la cama. Y Miguel seguía diciéndome cosas horribles. Yo me sentía sobrecargado de energía e inmóvil. Una fuerte corriente eléctrica me recorría el cuerpo buscando por donde salir pero cada vez que yo intentaba irradiar esa energía hacia el exterior, Diana entraba a agitarse en fuertes convulsiones. Yo veía que estábamos íntimamente conectados y que los movimientos caóticos de mi energía pugnando por salir de mi cuerpo era la causa real de las convulsiones de Diana. Era una situación infernal como de pesadilla que duró demasiado tiempo. Todo parecía apaciguarse pero si yo intentaba moverme lo mas mínimo, Diana volvía a convulsionarse. Parecía imposible, pero el siniestro fenómeno se repitió tantas veces que se me hizo evidente. Era así. Hasta que Ana me pidió que la mirase a los ojos y cuando lo hice entré en un estado hipnótico y me dormí. Emergí totalmente calmo un tiempo después para comprobar que la tensión había pasado. Recordaba como de un sueño los gritos de Diana, los ojos cambiantes de Miguel, la copa en mi mano crispada y tomé conciencia de haber caído en un estado de locura que denominé amarilla. Pero esa locura no era lo que tantas veces había tratado de imaginar. Era horrible porque era como una dimensión plana y de un color amarillo enfermizo, una superficie estrechamente limitada donde cualquier libertad de movimiento resultaba imposible. Me faltaba hasta el aire. Era imposible respirar. Al margen de lo que estaba pasando, de las acciones realizadas y de lo que pensaba intuía que estaba equivocado, que lo que yo había creído siempre que podía ser la locura no era eso que me estaba pasando. Eso no era más que una enfermedad amarilla pasajera y estrecha. Recordaba el plano normal y me resultaba imposible intentar salir de ese territorio trampa. Yo tenía una idea errónea acerca de la locura. Tal vez pensase que era una forma excéntrica e impostada de vivir. Durante mi adolescencia, cuando viajaba de Lanús al centro pasaba con el ómnibus frente a los extensos terrenos del loquero. En el parque, bajo los árboles se veía a las locas del Moyano y después a los locos del Borda vagando delirantes. Eso ejercía una fuerte atracción. Yo esperaba que el ómnibus llegara a ese lugar para sorprender las extrañas situaciones que podía captar al pasar. Ahí estaban estáticos gritaban al paso de los trenes y se asomaban a la calle por sobre el tapial. Hasta que un día no pude refrenar el impulso y me bajé del ómnibus. No sé como me animé a entrar cruzando la guardia y recorrí los diferentes pabellones y los jardines. Hablé con algunas locas y desde entonces volví otras veces para mantener con esas mujeres extrañas conversaciones que yo anotaba en un block. Les llevaba cigarrillos o dulces. Después de un tiempo dejé de ir. Me repugnaba la mugre de los pabellones y el estado de abandono en que se mantenía a esa gente. Nada más. Tal vez me había hecho la idea de que la locura era una forma de escapar de la realidad. Solamente eso. Una idea errónea que luego he vuelto a encontrar en otras personas expresado con el síntoma de atracción hacia el mundo de los locos o seducción por la demencia.
Pero esta vez en Las Lilas había experimentado algo diferente: sufrimiento, dolor. El dolor real de no poder salir de estar loco. Saber que cualquier cosa que hiciese no haría sino complicarlo todo, y así y todo sentirse compulsivamente obligado a realizar esos actos nefastos entrópicos siempre para peor.
Durante el día el piano no dejaba de sonar en la sala con la música de los Stones. Me quedé solo en la habitación. Era pleno día. Salí al corredor y me senté en el piso. Todo estaba tan insoportablemente quieto. ¿Por qué nada se movía? ¿Por qué percibía esa total ausencia de movimiento, de vida? En un momento interminable el silencio fue total. Me parecía que me habían dejado solo en ese caserón abandonado. Estaba sentado en posición fetal en medio del pasillo mirando hacia la habitación del fondo. La puerta estaba abierta. El tiempo dejó de fluir. Me sentí un objeto óptico olvidado en un planeta de donde todos habían huido. Ni siquiera podía moverme para cambiar de posición. Creo que ni parpadeaba. Y cuando me pareció que hasta mi corazón había dejado de latir pude ver al fantasma de la casa atravesar la habitación del fondo de un lado al otro, pasando durante escasos segundos frente a la puerta abierta. Era una mujer con un antiguo vestido de encajes color marrón. Pero no vi su figura completa. Vi en cambio como un perfil de un cuerpo que avanzaba dejando tras de sí una estela fugaz de encajes, puntillas y rasos de color cobre. Si no hubiese reaccionado violentamente me hubiese integrado a su mundo polvoriento del pasado. Entonces grité y corrí a través de puertas corredores y escaleras y llegué a la sala vacía donde parecía que nunca habían estado mis amigos haciendo música. Pero entonces… ¿Cómo haría para salir de allí? Seguí gritando al atravesar la cocina y salir al parque donde pude comprobar que recién estaba amaneciendo, que llovía lentamente una lluvia fina y cálida y … que allí estaban mis amigos, bailando sin música sobre el pasto, bailando la lluvia, empapados y locos bajo la lluvia.
- ¿Qué te pasa? –me preguntó alguien. -¿Por qué gritas?
- Se volvió loco. –dijo Miguel. Y siguieron bailando.
El domingo a la noche nos fuimos de Las Lilas. Cerramos las puertas de las habitaciones en las que quedaban los colchones doblados como fardos sobre las camas desnudas, los pesados aparadores, los roperos con sus espejos interiores, los corredores de madera crujiente y las vacías escaleras. Cerramos esa habitación marrón del fondo, las ventanas al jardín lluvioso y por último la pesada puerta de hierro de la calle.

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